“El crítico trata de comprender y de explicar con el espíritu abierto a todas horas a las fruiciones de la rectificación.”
“Lo malo no es imitar autores extranjeros. Lo malo es calcar a oscuras; lo más reprobable es el escoger pobres modelos. Seguir una corriente literaria que nos atrae, es tan legítimo como el dejarla cuando nos desplace.”
Baldomero Sanín Cano nació este 27 de junio, en la población de Río Negro (Antioquia), hace 150 años. Murió en Bogotá, a la patriarcal edad de 96 años, el 12 de mayo de 1957, dos días después de la caída del general Gustavo Rojas Pinilla. Nacido en un lejano pueblo de las sierras colombianas –recuerda que ni 10 personas habían visitado la capital-, de familia de artesanos y maestros de escuela, en sus funerales hablaron quienes llegarían a ser los dos primeros presidentes del Frente Nacional, a saber, por el partido liberal Alberto Lleras Camargo y por el conservador Guillermo León Valencia. A su muerte, la Colombia que auguraba superar su larga noche de Violencia y sus dictaduras, se abocó a experimentar un nuevo modelo político sin salida. La euforia con que las elites tradicionales se aprestaron a saludar y hacer propaganda al “Pacto de Benidorm” se vio pronto envuelta en la telaraña de los compromisos bipartidistas. El modelo excluyente del bipartidismo reinante –oficialmente cuatro periodos presidenciales, de hecho hasta el día de hoy, con los avatares del caso- recreó la ficción, avalada por la historiografía oportunista de última hora, de que se superaba la intolerancia política y que el fanatismo sangriento que encubría una guerra social sorda era cosa del pasado. Caído el general populista Rojas Pinillas, se abrió el compás de un entusiasmo desaforado inducido que incluía como premisa el olvido sistemático de la historia reciente (y en realidad de toda la historia, desde la precolombina hasta el mismo origen del pacto del diablo firmado en Benidorm entre los prohombres liberal y conservador) y la simulación cómplice como método de perpetuarse en el trono los de siempre. Los Lleras (primos), Valencia, los Gómez (padre e hijo), los López (padre e hijo), Echandía, entre muchos más, volvieron al ruedo público: llamaron a cerrar filas para la restauración de una democracia que ellos, con sus favoritismos y erradas componendas políticas, habían hecho pedazos.
La restauración frentenacionalista se impuso, tras el fallecimiento de Sanín Cano. Este longevo cerebro había tenido la oportunidad “en su mejor edad de aprovechar su permanencia en Londres y Buenos Aires para asimilar directamente la vida cosmopolita” y había elevado la escritura ensayística a “modelo del género” . Es decir, mientras moría una de las figuras más renovadoras del siglo, el país corrió a abrazarse a sus añejas tradiciones, a su engolamiento y a sus injusticias seculares. En la hora de la partida del irónico y exigente pensador antioqueño, el periódico “El Tiempo”, donde había colaborado por 22 años, volvió a abrir sus puertas el 8 de junio de 1957. A los años de Violencia que ellos habían alentado se le llamó “los días limpios y gloriosos de la república” y al general que habían montado para que siguiera sus dictados, pero que se había desviado hacia un peronismo a la Colombie, se le calificó de “jefe omnipotente e irresponsable de la clase armada”. Una nueva comedia de errores fatídicos para la nación colombiana se inauguró, ante el cadáver aún tibio de Sanín Cano. Este tal vez había presentido, en sus últimos años, que la debacle era esa sucesión de grandes, medianas y pequeñas acciones erradas de gobiernos que él había conocido desde los años de la Guerra de los Mil Días y que se sucedía sin solución de continuidad hasta el presente. La maldita violencia se volvía a adueñar del ánimo de los colombianos y los beneficiarios de tal estado político perenne se perpetuarían en el poder. Nadie en el momento de su desaparición, se preguntó en Colombia “si se va a encontrar un filósofo que siga la tarea comenzada o un artista que revele la existencia de mundos nuevos” –como escribía Sanín mismo a la muerte de Taine en Francia- porque simplemente la pregunta era incómoda e innecesaria. Aquí “la tarea comenzada” estaba concluida a favor de los Mismos y estos solo entendían el pasado que los legitimaba como vencedores del presente sin otro “mundo nuevo” que el de la clase privilegiada a la que pertenecían.
Sanín Cano publicó su primer libro, La civilización manual y otros ensayos, en 1925 en Buenos Aires, a donde había arribado como encargado de la sección internacional de “La Nación”, el periódico de mayor prestigio de lengua española. Tenía la edad de 65 años. Poco antes de morir, editó su séptimo y último libro, en Buenos Aires, por editorial Losada: El humanismo y el progreso del hombre (1955). En esos treinta años, el tono sereno de su escritura, el interés universal de sus temas, la manera discreta y profunda de tratarlos, las cualidades maestras comunicativas que lo distinguieron, la moderación y distancia irónica que guardaba con el asunto, con el público y consigo mismo, pareció no cambiar. Y no cambió, en efecto, no por una terquedad inmune al paso de los años y las circunstancias del mundo; no cambó, no por el arte de un autismo intelectual complacientemente anacrónico. El tono y sus formas diversas permanecieron, más bien fieles a un estilo de pensar, de expresar y de generar una atmósfera de inconfundible actualidad. Esta actualidad dimanaba de su conciente y discreta labor de publicista elegante, informado y penetrante. Su labor de una inteligencia libre, sin compromisos ni acomodaciones, en un medio tan parcializado y frenéticamente volcado al culto de la tradición española y su herencia sagrada. La mirada al mundo de Sanín Cano sobrepasaba no solo los presupuestos de este culto que empecinadamente se prolongó hasta los años sesenta del siglo XX (basta leer a Eduardo Caballero Calderón y su fervor cursi por Castilla); sino que obligaba a comprender la actualidad de modo que esta no se constituía en moda de fácil imitación ni en snobismo sectario.
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