¿Por qué –puede preguntarse cualquiera– alguien se pone a escribir sobre dos remotos poetas alemanes de comienzos del siglo XX y sus visiones del apocalipsis? La pregunta es legítima y voy a procurar responderla. Todo empezó mediados del año 2008 cuando estaba leyendo “Die Mittagsfrau”, la novela de Julia Franck que a la postre sería declarada la mejor novela alemana del año y cuya edición española aparecería en Tusquets (“La mujer de mediodía”). Dos personajes de esa novela, en algún pasaje de la misma, empezaron de repente a recitar al alimón un poema que yo creía reconocer y que luego reconocería con claridad. Se trataba de “Weltende” (Fin del mundo) de Else Lasker Schüler, publicado por primera vez en 1905. Días después, en algún suplemento literario, me encontré con una reseña de un libro que recopilaba cartas y poemas de Jakob von Hoddis, un poeta del que se ha olvidado casi todo, salvo un poema titulado precisamente “Weltende”, publicado en 1911.
El hecho de que dos poemas de autores expresionistas aborden el tema del fin del mundo no es extraño puesto que este fue uno de los asuntos recurrentes del expresionismo alemán. Lo que me llamó la atención en aquel momento, fue el hecho de los dos poemas revivieran casi simultáneamente y me plantee la pregunta por el sentido de ese diálogo que parecía empezar con ellos casi cien años después.
Pese a la similitud de los títulos, y que los dos poetas se conocieron y llegó a ver alguna cercanía entre ellos, la lectura de los poemas permite descartar de entrada, por la diferencia de tono y de perspectiva, que haya habido en este caso una influencia mutua. En el poema de Lasker-Schüler se siente una voz subjetiva que, en la primera parte, parece lamentar la desaparición de un mundo y, en la segunda parte, invita a gozar de la plenitud de la vida:
Fin del mundo
Hay un llanto en el mundo
Como si el buen Dios se hubiera muerto
Y la sombra plomiza que cae
Pesa como una tumba.
La vida está en todos los corazones
Como en ataúdes.
¡Tú! Besémonos muy hondo
Hay una ansiedad que late por el mundo
De la que tendremos que morir.
En el poema de Jakob von Hoddis, en cambio, el sujeto tiende a desaparecer y lo que hay es una enumeración de acontecimientos en la que se alcanza a percibir un cierto tono burlón y gozoso:
Fin del mundo
Al burgués se le cae el sombrero de la cabeza afilada.
Los aires resuenan como una gritería
Los albañiles se caen y se parten en dos
Y en las costas –se lee– sube la marea.
Ha llegado la tormenta, los mares salvajes saltan
A la tierra para destrozar gruesos diques.
Mucha gente tiene catarro
Los trenes se caen de los puentes.
Mientras que a Else Lasker-Schüler el fin del mundo, marcado por la muerte de Dios, parece venírsele encima, Jakob von Hoddis nos da más bien la sensación de mirar el apocalipsis desde afuera y hay algo que permite pensar que hay casi una especie de placer morbosos en la contemplación de la destrucción.
Muchos años después, y ahora vuelvo a la pregunta inicial acerca de porque seguimos leyendo estos poemas, un tal Thorwald Proll escribió unos versos, que me recuerdan en cierta medida los de Jakob von Hoddis. Proll, en medio de un juicio en el que estaba en el banquillo de los acusados por haber cometido un atentado incendiario contra una gran tienda de Fráncfort, leyó su poema llamando de algún modo a otros atentados incendiarios.
“La catedral de Colonia, ¿cuándo arderá?”, decía por ejemplo el poema de Proll.
Proll formaba parte del grupo inicial –en torno a Andreas Baader y Gudrun Ensslin- que daría origen a la llamada Fracción del Ejército Rojo, una organización terrorista que también se conoció como la banda Baader-Meinhoff, denominación usada con más frecuencia en el mundo de habla hispana.
En el texto de Proll, leído en un proceso que los acusados terminaron por convertir en una especie de happening y que difícilmente permitía prever -él- las decenas de muertes que producirían las acciones posteriores del grupo y de sus seguidores, se permite ver algo como un anhelo de destrucción. Los edificios que invita a quemar –él y sus compañeros ya habían empezado con uno de los llamados “templos del consumo”- son, en distinto grado y desde distintos puntos de vista,- símbolos de la cultura occidental que, en el discurso de la RAF, se ve como una de las bases de una sociedad inhumana.
Esa cultura en el discurso subyacente al proyecto de la RAF era vista como el caldo de cultivo del que había surgido el nacionalsocialismo y, más tarde, el imperialismo norteamericano que mostraba toda su ignominia en la guerra de Vietnam. La destrucción de todo ese mundo –el apocalipsis- puede ser visto entonces como un acto triunfal que da paso a un mundo nuevo.
En “Damián”, una de las novelas más conocidas de Hermann Hesse, hay una frase recurrente según la cual para nacer hay que destruir un mundo. Es sabido que Ulrike Meinhoff, que se sumaría a la RAF y se convertiría en una de sus figuras más representativas mientras que Proll abandonaría el grupo, había sido en su adolescencia lectora apasionada de Hesse en muchos de cuyos textos –algunos de ellos marcados por el expresionismo- se anhela también el fin de la civilización como condición para un resurgir de la naturaleza.
Es imposible entrar aquí a tratar de delinear en detalle el horizonte espiritual del que surgió el espíritu que late detrás de los dos poemas y que tiene que ver, sin duda, con lo que en Alemania a comienzos de siglo se llamó Kulturkritik y Zivilisationkritik. Conviene señalar, sin embargo, -sin que esto sea una acusación contra Lasker-Schüler o contra Jakob von Hoddis- que de ese espíritu se nutrieron también muchos que terminaron cayendo en la tentación del nacionalsocialismo.
No fue el caso de ninguno de los dos poetas de los que hablamos. Lasker Schüler era judía y murió en su exilio palestino durante la época del nazismo y Jakob von Hoddis, internado en una clínica psiquiátrica, fue víctima del programa de eutanasia para enfermos mentales diseñado por el nacionalsocialismo. Pero su actitud tiene que ver con algo que se repite cíclicamente en la historia que es la rebelión de los hijos contra el mundo de los padres.
A comienzos del siglo XX, las vanguardias, entre ellas el expresionismo, fueron la expresión artística de ello. Políticamente hubo dos rebeliones de signo distinto, una que se alimentaba del marxismo –aunque a veces también en tono expresionista como en el caso de Ernst Bloch- y otra que vio en el surgimiento del nazismo una forma de lucha contra la sociedad guillermina. Otros, es claro, vieron el nazismo mas como un movimiento de restauración y en ello se basaron para sumarse a él o rechazarlo.
Después de la guerra, desde el comienzo hubo entre los intelectuales de la joven República Federal de Alemania (RFA), la reflexión sobre el nacionalsocialismo –que en ocasiones era también, como en el caso de Günter Grass, una reflexión sobre las propias culpas- terminaba apuntando a una crítica de la civilización y de diversas tradiciones alemanas.
En los primeros años, conciente o inconcientemente, hubo entre algunos autores germano occidentales, una recuperación del expresionismo y de su fuerza contestataria frente a lo que muchos, durante la era Adenauer, veían como un intento de restauración de los valores del imperio guillermino. Es claro que en los primeros años eso fue sólo una tendencia minoritaria. La mayoría estaba entregada a la reconstrucción del país y a disfrutar de los frutos del milagro económico.
En el este del país, en la extinta República Democrática Alemana (RDA), mientras tanto, el marxismo ortodoxo de corte soviético reclamaba para sí el monopolio del antifascismo. Eso hacía, entre otras cosas, que el interés por el expresionismo tendiera a convertirse en una forma de la disidencia o, en el mejor de los casos, se le quitaba todo su potencial contestatario a través de una rigurosa hostilización.
Poemas como los aquí citados de Jakob von Hoddis y Else Lasker-Schüler tenían, para los exégetas ortodoxos de la RDA, un sentido dentro de un momento dado del capitalismo –el momento en el que fueron escritos- y podían, tal vez, seguirlo teniendo en sociedades capitalistas pero dentro de un país socialista debían ser vistos sólo con un interés arqueológico.
En otras palabras, la exégesis ortodoxa tenía como objetivo impedir que poemas así les sugiriera a los jóvenes que los leyesen dentro de la RDA alguna relación con su realidad más inmediata. Tanto la melancolía de Lasker-Schüler como el gozo ante la destrucción de Jakob von Hoddis podían convertirse en elementos de disolución y en gérmenes de la decadencia si no eran debidamente reducidos a una circunstancia ajena y remota.
No obstante, era claro que los poemas, y el tema del apocalipsis en general, podían hablar, tanto en el este como en el oeste, de cosas más inmediatas. La amenaza nuclear generaba un temor que hermanaba a voces de protestas en el este y el oeste. Lo mismo ocurría con la preocupación ecológica que, mientras en el occidente aglutinaba a la izquierda heterodoxa en torno a una nueva crítica del capitalismo, en la RDA terminó por hacer surgir el primer movimiento fuerte de oposición al régimen que luego se uniría a otros movimientos de protestas que, amparados por la transformación que había producido en la Unión Soviética la Perestroika de Gorbachov, terminarían por derribar el muro de Berlín.
Tras la caída del muro –creo que esta disgresión es permisible- hubo un curioso concierto de Pink Floyd en Berlín, justo al lado de la Puerta de Brandeburgo. Sólo tocaron “The wall”. La canción apuntaba a algo a lo que no había apuntado nunca, puesto que si bien desde su composición hablaba de la caída de un muro, ese muro tendía a ser simbólico. Y en todo caso –piénsese en la película que parece aludir más a las revueltas actuales en Londres que a las de Berlín en 1989- no aludía directamente a la caída de la cortina de hierro.
Pese a todo, la letra de la canción (We don´t need more education, we don´t need more mind control) –si bien originalmente apuntaba al deseo de rebeldía de los jóvenes occidentales- podía muy bien representar también el rechazo del régimen por parte de los jóvenes de la RDA. Otra cosa es que desde occidente, tras el fin del bloque soviético, se tratará de hacer olvidar que la canción, y la película, eran ante todo una expresión del malestar en el mundo capitalista.
Ese malestar, en medio de la euforia por el final de la guerra fría, se declaró de un plumazo inexistente. Se intentó imaginar un mundo sin tensiones y Francis Fukuyama decretó incluso el fin de la historia. Sin embargo, lo que había ocurrido era otra cosa y eso empezó a verse con claridad cuando la tinta del ensayo de Fukuyama todavía estaba fresca.
La primera guerra del golfo fue la señal inicial que la historia no se había acabado. Después vino la secesión de Yugoslavia, con una sucesión de guerras civiles que hacían pensar que lo que había pasado es que la historia –después de cuarenta años de congelamiento debido a la amenaza nuclear- había regresado a Europa. Ante todo la guerra de Bosnia traía recuerdos remotos y es posible que para algunos toda mención de Sarajevo creara la sensación de que la I Guerra Mundial había vuelto a estallar.
Años después, la amenaza islamista pareció reemplazar para occidente lo que había sido la amenaza soviética y eso fue algo que, a más tardar el 11 de septiembre de 2011, empezó a asumir dimensiones apocalípticas. Sin embargo, la amenaza más profunda saldría del interior mismo del sistema con el colapso de los mercados financieros internacionales. El orden oculto que había imaginado occidente -garantizado por la célebre mano invisible de Adam Smith- volvió a mostrar, como ya lo había hecho otras veces en el pasado, que no era más que una ficción. Al burgués se le cae el sombrero de la cabeza afilada. Y hay un llanto en el mundo que es como si Dios se hubiera muerto.
Berlín, agosto de 2011.
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