Es increíble la cantidad de barbaridades que las personas cuentan a diario. Son como máquinas parlantes que parlotean y parlotean sin sentido alguno. A veces me pregunto si en verdad escuchan lo que el otro les dice, si es rosa o negro, si le están entendiendo o no. Y en ocasiones, dicho sea también, me gusta cazar esas historias en el aire, como el que estudia la fragilidad de los lepidópteros o como el que azora ratas en rincones de habitaciones. Las escucho, las guardo para mí, y luego me río para mis adentros, me las cuento poco antes de dormir, o simplemente las olvido al cabo de un tiempo.
El Freud se presta para muchas historias. Seis horas tirado en el pasto, carburando, jugando ajedrez, tomando tinto, discutiendo de Deleuze y Guattari, o Guattari y Deleuze, como sea, ahí estás tú, con las pupilas rojas, las manos en las rodillas, escuchando, y aunque siempre esté el parche, no falta el visitante oscuro que pide fuego, que pide conversa, que asienta el amure. Uno de esos es K. Ya nos hemos acostumbrado a esos videos raros. A sus historias que desvarían. Puras fantasías dignas de un mitómano. Excusas para levantarse la luca del bus o para robarnos cigarrillos.
K. llegó con la caída del sol. Venía con una edición pirata de Las Flores del Mal entre sus brazos. Nada particular. No sudaba. Su voz era clara y rasposa. El movimiento de sus manos seguía siendo el mismo. Tras una vaca, empezó a rechistar. Dijo que era el sayayin: yo soy el sayayin.
Eso nos dijo. Empezó a decir que alguna vez, tuvo una chica. Una chica que conoció en una fiesta. Que entre el aroma de los hombres drogados y la comida en paquetes plásticos, dibujaron estrellas entre latas de cerveza. Jamás estuvo enamorado pero su cama fue usada muchas veces y eso lo hacía feliz. En ese entonces se dio a la idea de que era el Sayayin. Que sólo el pensar le producía un Ki re áspero, y que aunque nadie lo había notado, las piedrecitas se levantaban del suelo tras sus pasos. Jamás se lo reveló a la chica. Era su más preciado secreto, además primero tenía que aprender a pilotearlo. La chica lo dejaría al cabo de un tiempo. Nunca supo el por qué pero se rayó. Y su cabeza fue descosida. Ya no era un Sayayin. Del cráneo le salían gusanos rosas. Sus pupilas eran televisores sin señal.
Pasados unos meses hubo un eclipse lunar en el Hemisferio Sur y mejoró. Respiró de nuevo, el sol brillaba para él y los dados siempre salían a su suerte. Recuperó el Ki. Y convirtió su cuarto en una cápsula del tiempo. Tuvo un curso intensivo en Internet en Jujitsu brasileño y ciclomontañismo. Leyó a Spinoza y se devoró entera la filmografía de Bruce Lee. Y horas enteras dedicadas a Wagner. Tras una noche supo que el entrenamiento había terminado. Había dado el paso definitivo al estado de SuperSayayin. Mientras tanto, le fue difícil ocultar su condición, y más cuando le sobrevenían intensos dolores de cabeza, conocidos como rayes. Se arrodillaba y se tomaba la cabeza con sus manos. Fruncía el ceño y rifaba miradas de odio. Pero no era tan grave en ese momento, cuando abrió la puerta y salió a la luz.
Quiso ver a la chica pero algo se lo impidió. En la ficción no hay reglas, se dijo, y si soy un Sayayin, entonces puedo hacer cualquier cosa. Así que salió a la calle. A tres cuadras de su casa, se paró y tran, entró en el estado SuperSayayin. En realidad, su pelo estaba bañado en gel. Voló hasta la universidad. Y como entraba la noche, aprovechó en encontrar a su némesis. No lo había mencionado antes en la historia, pero su némesis no era otra cosa que un fétido animal marino. Una especie de pulpo baboso de color gris. Con tres de sus tentáculos le cogía el culo a las muchachas. Era un puto pulpo zalamero. K. en estado SuperSayayin, lo descubrió tomándose un tinto en la Plaza Lenin. En esas casetas rojas con señoras de delantal al servicio. Él se fumaba un peche. Arrojó la colilla al suelo y de éste salieron chispas.
Pegó un salto y se presentó ante él. Había pocas almas. Y en lo que se fijaron, si lo hicieron, a un hombre de aspecto desdeñado, con jeans y buso oscuro, charlando, y después golpeando y zarandeando a otro hombre, de andar obtuso e inteligencia restringida en el tacto. Para ellos, no hubo ningún Sayayin. Y si no lo vieron, si que menos al pulpo.
Lo que sigue fue que el Sayayin, frente a frente, con los ojos entornados, abrió su boca oscura, de la que saldrían serpentinas de colores, anudándose en el cuerpo gelatinoso del pulpo. De cerca, un susurro danzaba: oehijueputa, tú que te crees, catrepirobo, qué fue gonorrea. Te voy a reventar bobo hijueputa y te partiré en mil pedazos marica. Ya me la voló. Y con esa dulzura, el Ki lanzó destellos fluorescentes en toda la Plaza Lenin, con un aura gigantesca. El pelo del Sayayin apuntó al cielo mientras sus codos levantados anunciaban el siguiente paso. El pulpo retrocedió y tardó en responder. Cuando lo hizo, un fétido aliento cubrió de calor su cuerpo y una baba verde y esponjosa cubrió el escenario. Gritó qué fue lo qué le pasó. Está loco o qué. Pero sí es así, cómo fue hijueputa. Al Sayayin, a pesar de haber comenzado la pelea, las palabras le dolieron, como punzadas que perforaron su piel. Y no concluyó el pulpo, cuando una patada le quebró un tentáculo y el Sayayin saltó y le siguió dando patadas como un demente karateka. Hijueputa. La baba cambiaba de colores como un camaleón: verde, púrpura, roja, negra, blanca. Chillaba. El olor fétido fue compañero del dolor. No fue suficiente para el Sayayin, que se dedicó a morderlo, arrancando pedazos de carne negra con sus dientes torcidos. Escupía. El pulpo se defendía pero era débil. Lo que le sucede siempre a los parásitos zalameros. Sin embargo, sus tentáculos latiguearon al Sayayin. Lo arrojaron al suelo e hicieron de su rostro un lienzo sangriento y viscoso. Pero el daño más grande del pulpo, fue haberle introducido un tentáculo a la chica de K. Y que aún siendo una puta, con la misma farsa de abandonar a sus parejas, de desertarlas prontamente, se repitió con dragones, vendedores de seguros y antropólogos. Pero lo más indignante para un Sayayin no era eso, sino meterse con un animal sin cerebro, abrirle sus piernas y dejarse introducir un tentáculo de pliegues sinuosos. No lo soportó. Ni que fuese un Kraken.
Ante las imágenes en su visor, el Sayayin preparó un kamekameha, con un mantra compuesto de dulces blasfemias, hijueputa, gonorrea, marica, pirobo, malparido, nacido por el culo, catrepentahijueputa. Una enorme onda expansiva se formó entre sus palmas. Cerró sus ojos, conteniendo la fuerza. Su cuerpo se inclinó, orientándose hacia el moribundo pulpo. Suerte gonorrea, es que te digo.
La explosión fue como un baño de luces de neón, volando pedazos como luciérnagas y mariposas; tripas, carne y mucha viscosidad. La facultad tenía nuevos graffittis. Y el busto de Lenin fue bañado en púrpura. Con el fin de su némesis, el mal había sido destruido. El Sayayin exhausto, quedo con los brazos abiertos en cruz. Abrió párpados y miró la noche despejada. Se levantó, sacudió su ropa y buscó tabaco en sus bolsillos. Encendió un cigarrillo, apartándose una hebra con el humo. Era tarde y suficiente para más rayes. Le dolía el cuerpo y poco recordaba de lo sucedido. Lo reconstruyó una semana en divagaciones a la hora del almuerzo.
Esa misma noche llamó a su (ex)chica. Ella le contestó con desdén y le anunció que jamás quería verlo. Que a él qué le importaba su vida. Le colgó al rato.
Soñó un par de noches con escenas palpables de los últimos meses. Al principio le costó dormir pero al salir en bicicleta de vez en cuando, había emprendido camino al futuro. Ya no era más un Sayayin, ni lo pensó ni imaginó. Sólo era él, K.
Y eso le ocurrió y nos lo contó. Claro, videos de un chirri. Que cague de risa. Sí, seguro, un Sayayin. ¿Y ahora qué viene?
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