Caracterizar cualquier gobierno tiene un doble propósito: a) reconocer el campo de opciones establecido por la coyuntura para la toma de decisiones y, b) reconocer las restricciones que limitan ese campo de opciones. Al caracterizar el gobierno de Juan Manuel Santos es necesario tener en cuenta esta dialéctica. En la globalización es necesario atender de modo especial las condiciones internacionales en las cuales tiene que actuar el gobierno. Sobre este aspecto presento las siguientes consideraciones sobre el gobierno de Santos y de Uribe.
La elección de Uribe en el 2002 tuvo como horizonte el acontecimiento del 11 de septiembre de 2001. La necesidad de un castigo a quienes organizaron el acto suicida contra las torres gemelas en Nueva York, fue asumido por la ciudadanía internacional como un sencillo acto de justicia. La intervención contra el gobierno de los talibanes en Afganistán tuvo un respaldo internacional sin reservas.
Sin embargo, el gobierno de Bush asumió el reconocimiento como un respaldo para cometer desafueros sin antecedentes en la historia reciente. El peor de ellos fue la invasión de Iraq. Se apeló a burdas mentiras para justificar esa decisión bélica. La expectativa de alcanzar una victoria rápida y un control político de largo plazo en Oriente Medio no se cumplió, y en un lapso relativamente breve el gobierno se empantanó con esa aventura.
Así las cosas, lo que fue un respaldo internacional casi unánime se convirtió en un rechazo creciente. El campo de opciones creado por el acontecimiento del 11 de septiembre paulatinamente se fue transformando en un campo de restricciones. El gobierno de Bush, en esas condiciones, tuvo que enfrentar sin éxito la crisis de la burbuja inmobiliaria de 2007 y el efecto en cadena que afectó todo el sistema financiero norteamericano, expandiéndose hasta la comunidad económica europea en el 2010.
Los republicanos perdieron la confianza de los norteamericanos, situación que derivó en el relevo presidencial. Los demócratas, contra todos los pronósticos, ganaron con un candidato de raza negra, gobierno de nuevo tinte que tuvo que enfrentarse a una crisis sistémica sin antecedentes. La guerra contra el terrorismo heredada de Bush, se convirtió en un lastre de difícil superación en el corto plazo. Las medidas extremas de carácter económico tomadas por Bush también pesaron como un yunque que le colgó a Obama restricciones muy fuertes para desarrollar su política.
Por último, así como el 11 de septiembre de 2001 fue un punto de inflexión en la política internacional, el 15 de abril del 2010 se produce otro punto de inflexión. Ese día colapsó en el Golfo de México la plataforma petrolera llamada “Macondo”, acontecimiento sin antecedentes en la historia de la humanidad, y de consecuencias hasta ahora impredecibles, que desbordó al gobierno de Obama y a la British Petroleum, propietaria de ese complejo de explotación petrolera.
Sucesos, políticas globales y locales, crisis e intentos de recuperación, todos los cuales van conjugando un sentimiento de impotencia que se apodera de los norteamericanos. El éxito como experiencia valorativa fundamental en es cultura está en crisis, situación que aprovechan los republicanos. Sara Palin, su candidata a la vicepresidencia en la campaña del 2008, levanta la bandera del racismo y la xenofobia y llama a recuperar el orgullo de potencia hegemónica.
Los republicanos, directos responsables de esta crisis, se presentan entonces como salvadores y en la lógica de buscar un chivo expiatorio convierten el asunto de la inmigración en un problema que puede profundizar la crisis sistémica en curso. La problemática de los migrantes puede llegar a tocar las premisas mismas de la nación norteamericana al actualizar acontecimientos que se daban por definitivamente clausurados, como las anexiones de territorios de México llevadas a cabo en el siglo XIX.
Sucesos que no pasan sin dejar huella social. Por ejemplo, la crisis económica empobreció a millones de norteamericanos, desatando un crecimiento acelerado de la delincuencia y el consumo de sustancias sicotrópicas. Con coletazos. La política republicana de guerra contra el narcotráfico se tornó irrelevante. En este contexto, el informe de los expresidentes Zedillo, Gaviria y Cardozo sobre el narcotráfico, adquiere una importancia sin antecedentes.
Un forastero en la casa
Esta dinámica macro engloba el proceso político colombiano de lo que podemos llamar el intervalo Uribe, quien en el 2002 logró canalizar los sentimientos de impotencia y de rabia por el colapso de los esfuerzos de paz en el Caguán. Fue así como Uribe Vélez pasó de ser un candidato marginal, apoyado por sectores de extrema derecha con nexos con las autodefensas, a convertirse en presidente.
Triunfo con claras consecuencias. Las Farc fueron responsabilizadas por el fracaso del Caguán, y de insurgentes con finalidades políticas pasaron a ser caracterizados como terroristas puros. El pulso de ocho años entre el gobierno de Uribe y la dirección de las Farc gravitó como asunto decisivo en las decisiones gubernamentales. El grupo uribista fue paulatinamente mostrando una pretensión inesperada: restaurar las formas culturales, sociales y políticas que acompañaron el proceso centenario de la Constitución de 1886; tarea restauradora que llevó a la primera reelección, e intentar una segunda reelección. En sus presupuestos temporales el uribismo se planteó un proceso que debía prolongarse hasta el año 2019 para culminar la tarea de desmontar la Constitución de 1991.
Los desafueros de tal Gobierno, guardadas las especificidades nacionales, son del mismo tipo que las llevadas a cabo por Bush. En el caso criollo, el cristalizado más evidente de esos desafueros fue la creación de lo que algunos llamaron la formación de un para-estado, para acallar toda oposición. Pero así como en Norteamérica la lucha contra el terrorismo se fue convirtiendo en razón de los abusos totalitarios, un verdadero campo de restricciones a las libertades individuales y derechos colectivos, así también sucedió en Colombia.
Uribe, que había logrado modificar la Constitución para hacerse reelegir en el 2006, fracasó en su intento de imponer una segunda reelección: 2010-2014. En el debate electoral, el candidato del uribismo, el actual presidente Juan Manuel Santos, tuvo que enfrentar una dura crítica del legado de su antecesor. En el curso de la campaña se creó una situación política que puso en peligro su elección. La llamada ola verde mostró un horizonte distinto para la ciudadania, pero ese acontecimiento no pudo transformarse en opción de gobierno. Antanas no tuvo la pericia política de Obama.
El candidato uribista y hoy presidente, Juan Manuel Santos, logró superar la amenaza creada por la ola verde. Santos entendió que el deslinde respecto del gobierno de Uribe tenía como premisa las nuevas condiciones internacionales. En su propuesta de gobierno redujo a un segundo plano la lucha contra el terrorismo, resaltando como idea fuerza de su futuro gobierno la búsqueda de la prosperidad económica, teniendo en cuenta los recursos de la bonanza minera. Uribe confrontó a Santos, planteando que las Farc representaban el mayor peligro terrorista para la seguridad continental, y acusó al gobierno de Chávez de ser aliado de esa guerrilla y del Eln.
Santos, una vez posesionado, puso en marcha una política internacional de distancia frente a la doctrina de Bush, e incluso del gobierno de Obama. Tomó dos decisiones de fondo: recomponer las relaciones diplomáticas con el gobierno de Chávez, y adelantar su primera gira internacional por Europa. En su reciente intervención ante la ONU, planteó un protagonismo estatal en política internacional sin antecedentes en la historia reciente del país.
Tener en cuenta tales hechos era indispensable para poder establecer las opciones y restricciones del aún Gobierno Santos y, en consecuencia, poder definir con mayor precisión sobre cuales asuntos ejercer la oposición y las políticas por respaldar.
Septiembre de 2010
Enero 9 de 2012, retomo el ejercicio de cronopolítica. En el curso del año 2011, el expresidente Uribe y su grupo asumieron que Juan Manuel Santos los traicionó, valoración que muestra el carácter primitivo de la llamada doctrina uribista. En los últimos días del año 2010, el calificativo de traidor adquirió vehemencia especial. El personaje encargado de sostener tal acusación fue el excomisionado de paz Luis Carlos Restrepo.
Los uribistas consideran que la política global sigue funcionando con arreglo a la lógica impuesta por el expresidente Bush después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. La doctrina uribista, como la califica José Obdulio Gaviria, es incapaz de captar y valorar los contundentes acontecimientos en curso: la llamada Primavera Árabe, el surgimiento de los indignados en España, la profundización de la crisis económica en Europa, el movimiento ocupa Wall Street en Estados Unidos y las movilizaciones y paros generales en Inglaterra, Portugal e Italia.
Esta falta de visión frente a los hechos es altamente significativa y la oposición, que de allí se deriva al gobierno de Santos, está destinada al fracaso. Situación altamente preocupante para quienes pertenecemos al Polo, no por la ceguera de los uribistas, sino por la que evidenció una y otra vez, la dirección del PDA, con una incompetencia total en el ejercicio de la oposición. Los resultados de las elecciones lo dejaron en una situación de extrema debilidad. Sin embargo, en el discurso se afirma que todo se debe a una conspiración contra el Polo. No existe una sola línea escrita por esa dirección que busque avanzar en una valoración sensata de lo ocurrido, y de las tareas por emprender. La convocatoria del Comité Ejecutivo a la Conferencia Programática es de una pobreza insuperable. Se requiere, pues, un cambio de rumbo, y la conferencia programática y el posterior Congreso del Polo son dos escenarios para producirlo. Pero es necesario un horizonte distinto al propuesto por el Comité Ejecutivo.
Septiembre 1 de 2012
El 26 de agosto el Gobierno y las Farc-ep firmaron un documento guía para iniciar conversaciones en busca de la paz. El título: “Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. La noticia, si bien sorpresiva, resulta inteligible si se tienen en cuenta las decisiones políticas tomandas por el presidente Santos. Los uribistas han levantado el fantasma del Caguán.
Febrero 6 de 2016
Los presidentes Santos y Obama celebraron los quince años del Plan Colombia, acordado por Clinton y Pastrana en 1999. Era el momento político más singular de la historia contemporánea. Manuel Marulanda Vélez, jefe histórico de las Farc, había sido una persona definitiva en la elección del presidente Andrés Pastrana. El proyecto de una solución negociada al conflicto armado y la perspectiva de la paz había volcado el respaldo ciudadano a favor de Pastrana. La consecuencia de ese acontecimiento político fue la negociación del Caguán. La negociación fracasada se resolvió cuatro años después con la elección de Álvaro Uribe.
Para entonces (septiembre de 1998) Álvaro Vásquez, dirigente del Partido Comunista, escribió un documento titulado: “Sobre el conflicto armado y su solución política” (borrador de trabajo) y con un subtítulo: “En la antesala del Caguán”, el cual es pertinente retomar con el favor del paso del tiempo.
El autor enfoca, desde la teoría política de Marx y Lenin, los posibles desenlaces de esa negociación. Sobre la salida política anotó: “No se parte de cero. Ya la burguesía ha recorrido, bajo la presión múltiple de la opinión, del crecimiento de la guerrilla y de los repetidos fracasos de los cuerpos militares, un contradictorio camino que ha desembocado en la conveniencia de la negociación. A su vez, un sector de la clase dominante considera que es posible hacer determinadas concesiones”. Y agregaba: “De allí que hayan surgido sobre todo propuestas de financiación de la paz. Fondos de paz, ayudas de gobiernos amigos, colaboración de las Naciones Unidas, nuevo Plan Marshall para Colombia, etcétera, son algunas muestras de la preocupación de ciertos dirigentes empresariales y estatales con vistas a las soluciones sociales. Pero todas ellas tienen una intención contrainsurgente. Sin condenar esas iniciativas, lo principal hay que buscarlo en la calidad de los posibles acuerdos en cuanto a los cambios políticos incluyendo la propia política económica del sistema”.
Reconocidas esas condiciones generales de la negociación, en un parágrafo titulado: “Opciones del movimiento armado”, escribió lo siguiente: “Sintetizando sus opciones podrían concretarse las siguientes:
a) priorizar la lucha armada y avanzar por esa vía como única opción.
b) consolidar el dominio de determinadas zonas que sirvan de bases territoriales a una larga confrontación.
c) buscar un acuerdo con el sistema para arrancarle en esta etapa, determinadas posiciones y logros”.
Decía sobre cada una de las opciones, y lo que llamó modelos que las sustentaban, lo siguiente: “El primero es el modelo cubano; el segundo (una forma a mayor plazo y en varios periodos del primero) es el modelo chino o vietnamita; el tercero se asemeja a los modelos surafricano o centroaméricano”.
¿Cuál de esas opciones asumir? La decisión, sostenía, “[…] sólo puede ser el resultado de un análisis maduro que rebase los enfoques militares y tenga en cuenta el porvenir de todo el movimiento popular, como las condiciones nacionales y externas”.
Establecidas estas premisas, planteó lo siguiente sobre la primera opción: (priorizar la lucha armada y avanzar por esa vía como única opción): “En nuestra experiencia, el movimiento armado, que cuenta con un largo periodo de desarrollo, y que ha pasado por diferentes etapas, incluyendo las negociaciones, los ceses de fuego, las treguas, etcétera, aún cuando ha tenido avances cada vez más significativos, está lejos de un desenlace definitivo inmediato. Tampoco puede decirse que ha logrado imponer un poder revolucionario completo en un determinado territorio, como el de las zonas liberadas en Vietnam, o las llamadas zonas fronterizas de la revolución china. En cambio, la experiencia colombiana se caracteriza por su duración y por la extensión del conflicto a prácticamente todo el territorio nacional, lo que la diferencia de otras formas, incluyendo la cubana.
En la prolongación del enfrentamiento actual es necesario tener en cuenta, además de las aspiraciones revolucionarias, otros factores. Uno de ellos es la fatiga de la población por la confrontación. Otro es la dificultad para atraer a las posiciones políticas de la lucha armada a diversos sectores progresistas. La influencia política del movimiento guerrillero no avanza en la proporción en que sería necesario para tender un puente sólido entre las guerrillas y el resto de la población. Está bastante generalizada la tesis de que la lucha social y política no tiene que ver con la armada. Es decir, hay un cierto grado de distanciamiento de las luchas sociales del movimiento guerrillero. Mientras las guerrilla decretó la abstención, no sólo aumentó la votación sino que la repercusión de una tal actitud no fue significativa”.
Sobre la segunda opción, señaló: “En cuanto al modelo chino-vietnamita, caracterizado por la dominación creciente de un territorio importante, exigiría que la organización guerrillera pasara a crear la base de poder en tal territorio, realizar una reforma agraria decidida por los campesinos, se establecieran órganos de poder y se elaborara una estrategia para defender las posiciones territoriales, organizando dentro de sus fronteras la vida social y laboral. Una tal variante implicaría un enorme gasto de energías tanto militares como políticas”. Y concluía: “Esta formulación tiene varios puntos débiles: implicaría un difícil equilibrio con el poder nacional, que trataría de hegemonizar la situación; dependería también de la financiación nacional en lo fundamental; estaría expuesta a los cambios políticos generales; y seguramente que no tendría capacidad de expansión y de arraigo permanente. En la práctica, congelaría un determinado momento de la situación, cuyo cumplimiento y respeto serían inviables para el gobierno y las guerrillas”.
La tercera opción se presentaba así: “La negociación en las condiciones actuales, podría lograr posiciones y beneficios democráticos, avances en la integración del poder, reconstrucción del movimiento obrero y popular, desarrollo y fortalecimiento de la alianza progresista, diversificación de la organización en todos sus aspectos y acumulación de fuerzas para nuevos desarrollos revolucionarios. Desde luego sería necesario un nivel de seguridad y garantías para los cuadros revolucionarios y modificaciones estructurales del ejército y la policía”. Y agregaba: “El proyecto político de una salida democrática y popular a la crisis nacional no podrá lograrse en Colombia, en ésta etapa, por la sola acción del movimiento guerrillero. Tal proyecto implica la acción de masas en todas sus posibilidades, las alianzas de los diversos frentes de la lucha social y revolucionaria, el surgimiento de un tipo de organización popular, cualquiera sea el nombre que se le dé, que trabaje con un programa de profundos cambios y que logre atraer a la lucha a las masas en su conjunto”. En conclusión decía: “Por eso, parece más racional y efectiva una formulación que mantuviera la idea de la pluralidad de poder en nuevas condiciones de amplitud democrática y que permitiera a los sectores obreros y populares luchar en el futuro por posiciones y hegemonía en el conjunto nacional”.
Clausurada la experiencia del Caguán, esta elaboración conceptual muestra cómo la opción que se impuso y fracasó fue la de un incipiente modelo vietnamita o chino de cerco de la ciudad por el campo.
Ahora que la élite celebra los quince años del Plan Colombia, tenemos que esa conmemoración se presenta al mismo tiempo como la condición de un nuevo plan que Obama llamó “Paz Colombia”. Es una situación parecida a la presentada al inicio de la negociación en el Caguán, cuando se hablaba de una especie de Plan Marshall para la paz, pero ahora como remate de un proceso de negociación exitoso.
Esta declaración de Obama hay que valorarla desde una visión retrospectiva de la política exterior de los Estados Unidos, y del modo como ella ha influido en el diseño de la política exterior de los gobiernos colombianos. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Truman presidente de los Estados Unidos y Churchill, primer ministro de Inglaterra, declararon la llamada Guerra fría. El asesinato de Gaitán (9 de abril de 1948) se interpretó en clave de Guerra Fría: una conspiración del comunismo internacional. La participación del ejército colombiano en la guerra de Corea (1950-1952) fue una consecuencia del alineamiento del gobierno de Laureano Gómez con la política exterior norteamericana.
El acontecimiento de la caída de Batista (31 de diciembre de 1959) y la instalación de un gobierno dirigido por Fidel Castro en Cuba, llevó al presidente Eisenhower a una política de intervención que fue avalada por los gobiernos del Frente Nacional (1958-1974). La guerra contra las drogas declarada por Nixon llevó a la fundación de la DEA en 1973, agencia federal que terminaría por convertirse en un recurso intervencionista en la definición de la política del gobierno colombiano. El último movimiento de ese proceso histórico fue el alineamiento del gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) con el de Bush (2000-2008) y su guerra contra el terrorismo.
El gobierno de Barack Obama (2008-2016) desarrolló los lineamientos de una nueva política exterior de los Estados Unidos. En ese diseño, el cierre del ciclo de la Guerra Fría es un propósito que tiene en el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba, su punto culminante. Asimismo, el gobierno de Obama planteó que el daño causado por los actos terroristas no puede asumirse como actos de guerra. El terrorismo es un tema de inteligencia, de policía y de intervenciones militares acotadas. La política de guerra contra las drogas está siendo revaluada.
La clausura de esas tres políticas de guerra: contra las drogas, contra el terrorismo y contra el comunismo, es un proceso gubernamental que todavía no se constituye en política del Estado norteamericano, pero que crea un campo de opciones privilegiadas en el desarrollo de las negociaciones para la terminación del conflicto armado en Colombia. La clausura de esas tres guerras crea premisas inéditas para la tarea de construcción de una paz estable y duradera en nuestro país, con el impacto que ese hecho tendrá para todo el continente americano.
Octubre 2 de 2016
El No gana el plebiscito contra todos los pronósticos. ¿Y qué se hace en esos casos? Esta fue la pregunta de un joven pariente en una reunión familiar. ¿A quién echarle la culpa y a quién atribuirle la victoria? Claro: a Santos y a Uribe.
Aquí es necesario que recordemos algunos acontecimientos. El expresidente Uribe decidió, desde que fue público el inició de la negociación con las Farc, enfrentar con beligerancia esa opción. Su tesis central –ampliamente difundida y conocida por cualquier persona con una mínima información del proceso en Colombia y en el exterior–, sostenía que no debía negociarse con bandidos y narcotraficantes. La tarea del ejército era eliminarlos y esa tarea estaba prácticamente cumplida cuando él respaldó a Juan Manuel Santos para que lo reemplazara en la presidencia. La iniciativa de negociar para superar el conflicto armado, y construir una paz estable y duradera, la presentó como una traición y una entrega de la república a un enemigo a punto de ser eliminado.
Esa retórica la mantuvo durante los primeros dos años de la negociación, pero luego fue matizando su postura. Uribe comenzó a pregonar que él también quería la paz y que quienes lo acompañaban eran amigos de la paz pero no a cualquier costo. El viraje fue cristalizando en la tesis de que la negociación era un tratado de concesiones inadmisibles a las Farc. La razón de esas concesiones inconcebibles era el deseo insensato del Presidente de pasar a la historia o de ganarse el Premio Nobel de Paz, y esa debilidad presidencial era hábilmente manipulada por los jefes de las Farc, a quienes calificaba del mayor cartel de narcotraficantes. Luego enriqueció su retórica con el pronóstico de una inminente sustitución de la democracia por el castrochavismo. En los días en que el acuerdo, producto de las negociaciones, llegaba a su elaboración final, incorporó en el arsenal de sus alegatos que la ideología de género y la homosexualidad se convertirían en política de estado, maltratando los sentimientos religiosos de las diferentes iglesias y cambiando la definición eterna de la familia.
El partido de Uribe, el Centro Democrático, asumió esa retórica con una vehemencia y una perseverancia sorprendente. En las semanas que precedieron al 2 de octubre, día de las elecciones, agregó a su retórica que en los acuerdos se establecía una policía política y una justicia parcializada para perseguir a la “gente de bien”. La jurisdicción especial para la paz se caracterizó como un golpe de estado a la Constitución de 1991, y así lo proclamó el expresidente Andrés Pastrana quien se sumó al uribismo. El compromiso con la verdad, la justicia y la reparación que sostiene la jurisdicción especial, fue tergiversada por el uribismo y presentada como una herramienta policíaca contra las libertades ciudadanas. Al final, el alegato de Uribe y de sus seguidores, concluyó en que el acuerdo era un contrato entre los jefes guerrilleros de las Farc y un señor llamado Juan Manuel Santos, en consecuencia un papel sin valor ninguno. Las personalidades políticas y los representantes de las instituciones que asistieron en Cartagena a la firma del acuerdo, contemplaban desconcertados las declaraciones de los uribistas y con discreción de huéspedes evadían un juicio negativo y saludaban con esperanza el casi seguro triunfo del Sí en el plebiscito.
La valoración del acuerdo como un acontecimiento espurio fue asimilado por sectores que durante el periodo 2014-2017 se sintieron lesionados con la política económica del presidente Santos: los campesinos paperos, los cafeteros agrupados en dignidad cafetera, los camioneros que sostuvieron un paro durísimo, los taxistas que rechazan el servicio Uber y que asumieron que serían expropiados para beneficiar a guerrilleros desmovilizados, los pequeños y medianos propietarios que creyeron que iban a ser sometidos a una expropiación por la dictadura castrochavista que seguiría después de firmado el acuerdo.
La derrota del Sí, fue alimentada por las mentiras del expresidente Uribe y por el malestar de quienes sintieron que el presidente Juan Manuel Santos no atendía sus intereses y, al contrario, los lesionaba. El triunfo de Uribe parece inexplicable pero existen antecedentes de líderes como él. Hanna Arend en un texto titulado La mentira en política. Reflexiones sobre los documentos del Pentágono, planteó la siguiente tesis: “El mentiroso que puede salir adelante con cualquier número de mentiras individualizadas, hallará imposible imponer la mentira como principio. Esta es una de las lecciones que cabe extraer de los experimentos totalitarios y de la aterradora confianza que los líderes totalitarios sienten en el poder de la mentira, en su habilidad, por ejemplo, para reescribir la Historia una y otra vez con objeto de adaptar el pasado a la “línea política” del momento presente o para eliminar datos que no encajan en su ideología”.
La experiencia que estamos viviendo en Colombia con un personaje como Álvaro Uribe, muestra que el experimento que él intentó en sus dos gobiernos, y que ahora nos presenta como la opción frente al acuerdo, es de una gravedad extrema.
Retornemos a la pregunta de nuestro joven pariente: ¿Qué se puede hacer en estos casos? Movilizarse y promover la discusión democrática para impedir que la mentira en la política se consolide como principio. Esa tarea es condición para poder defender el acuerdo logrado y para asumir con alegría la obra de construir una paz estable y duradera con verdad, justicia y reparación. Afortunadamente la coyuntura internacional nos es favorable. El interés que hoy existe sobre el futuro del proceso de paz en Colombia está vinculado con la posibilidad de clausurar un conjunto de guerras hoy agotadas.
En la sociedad planetaria en proceso de configuración es posible decir No a la Guerra Fría y Sí a la diplomacia entre los Estados para resolver los conflictos. No a la guerra contra las drogas y Sí a políticas de salud pública que prevengan y reparen el daño que causan las adiciones. No a la guerra contra el terrorismo y Sí a políticas de seguridad humana que neutralicen los atentados de terrorista desesperados que se proclaman mártires.
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