Venezuela, junio 5 de 1811. De la conciliación a la independencia

Venezuela, junio 5 de 1811. De la conciliación a la independencia

 

La creación de Colombia

 

El sábado 11 de diciembre de 1819, Bolívar apareció inesperada-mente en Angostura. Tenía 10 meses de prodigiosa ausencia y ante los ojos curiosos de los que salieron a recibirlo parecía ahora otro ser distinto de aquel que había salido en febrero, río arriba, hacia las soledades hostiles y los azares de una guerra desesperada. Ante las mi-radas más incrédulas se había revelado su sobrecogedora dimensión humana. Ya no era el empecinado visionario que, por largos años, se había lanzado contra la adversidad sin tregua en busca de un triunfo que parecía imposible. Ya no era el Jefe de un Estado que casi no existía sino en el papel, confinado a las estrechas calles de la ciudad del Orinoco y a los pedazos de sabana que abarcaban los escuadrones de caballería. Ahora venía aureolado por las más espléndidas realidades. A su espalda estaba la campaña de los Llanos y de Boyacá. Su sombra era la de la inmensa cordillera inaccesible, en el eco metálico de su voz estaban los disparos y las lanzas de Gámeza, Vargas y del puente estrecho como el camino de la gloria, el abandonado palacio del Virrey de Bogotá era su despacho y desde la alta meseta neblinosa del Virreinato, había visto abrirse, como una rosa de los vientos, la gran escena del mundo americano que lo llamaba a rematar la empresa de la libertad.
 
El 14 de diciembre, a las 10 de la mañana, compareció ante el Congreso donde todavía resonaba con asombro el eco de su discurso de febrero, para dar breve cuenta de la hazaña realizada, que podía resumirse en una lapidaria enumeración de tiempo y espacio: “libertar en menos de tres meses 12 provincias de la Nueva Granada”, y para señalar, con perentorio sentido de la hora: “Los granadinos están íntimamente penetrados de la inmensa ventaja que resulta a uno y otro pueblo de la creación de una nueva República compuesta de estas dos naciones. La reunión de la Nueva Granada y Venezuela es el objeto único que me he propuesto desde mis primeras armas, es el voto de los ciudadanos de ambos países y es la garantía de la libertad de la América del Sur”.
 
Allí estaba sintetizado todo cuanto tenía que decir. La antigüedad del propósito, consustanciado con el sentido mismo de su lucha, la conveniencia para los dos países y la convicción de que sólo sobre esa unión podría asentarse el atrevido edificio de la independencia de su América.
 
El 17 de diciembre en la mañana, el Congreso presidido por Zea, aprobó por unanimidad el Proyecto de Ley que creaba el nuevo Estado. Es un modelo de concisión y de comprensión. Consta de tres considerandos y de 14 artículos. Allí cabía toda la grandeza del propósito. El Congreso de Venezuela toma la inmensa decisión para su propio país y asume con grandiosa sencillez la representación del viejo virreinato, al proclamar que a su “autoridad han querido voluntariamente sujetarse los Pueblos de la Nueva Granada, recientemente libertados por las Armas de la República”.
 
Las razones invocadas son las más inmediatas y evidentes. La unión elevará a los dos países “al más alto grado de poder y prosperidad, la separación haría imposible aprovechar la suma de todas las ventajas y consolidar y hacer respetar la Soberanía”, el propósito no era nuevo sino que había sido adoptado con anterioridad y las vicisitudes de la guerra impidieron verificarlo. 
 
El primer artículo es la Ley fundamental: “Las Repúblicas de Venezuela y la Nueva Granada quedan desde este día reunidas en una sola bajo el título glorioso de República de Colombia”. Queda prevista la incorporación de Quito. 
 
Se ha creado un nuevo país llamado Colombia para una nueva historia. El nombre del Nuevo Reino de Granada, que es de la Conquista, será reemplazado por el noble y sonoro apelativo indígena de Cundinamarca. Con el mismo propósito de revitalizar raíces, la vieja ciudad de Quesada no será más llamada Santa Fe sino Bogotá, con limpia resonancia de martillo de platero. Habrá una nueva bandera y habrá una nueva capital que sea el corazón y el centro de la nueva historia y que se llamará Bolívar. Habrá un nuevo Congreso que se reunirá en 1821 en la Villa del Rosario de Cúcuta, que será el primer Congreso General de Colombia y que dictará la Constitución del gran Estado y elegirá sus magistrados.
 
El mismo día, en sesión extraordinaria, el Congreso procedió a la firma de la ley. Al terminar ésta el Presidente Zea se puso de pie y dijo en alta voz: “La República de Colombia queda constituida. Viva la República de Colombia”. Era una voz para 115 mil leguas de territorio convertido ahora en cuerpo vivo de una nación.
 
Se procedió a la elección de los nuevos dignatarios. Por unanimidad fue elegido Bolívar Presidente de Colombia y Vicepresidente Francisco Antonio Zea. Luego se procedió a designar a quienes iban a gobernar los departamentos con carácter de Vicepresidentes: Francisco de Paula Santander para Cundinamarca y Juan Germán Roscio para Venezuela. La designación del Vicepresidente de Quito se pospuso para la ocasión en que las armas libertadoras entraran en su territorio.
 
Se había hecho realidad el fabuloso sueño. La nueva realidad tenía un nombre, una fisonomía, una base geográfica y un destino humano. Ya no era cuestión sino de recorrer los pasos seguros y fatales que iban a confirmar en los hechos aquella grandiosa visión. Ya los caminos y las etapas estaban previstos. Vendría Venezuela entera con Carabobo, Quito con Pichincha y más tarde, para desbordar la inmensidad de la empresa, Junín y Ayacucho llevarían al linde de las tierras de la Argentina, el Brasil y Chile la poderosa ola de libertad y nueva historia que había surgido de la Angostura del Orinoco.
 
Asombra que aquellos hombres, formados en una tradición estrecha y localista, pudieran alcanzar una concepción tan amplia de la geografía y de la historia. Que no pensaran en términos del lar nativo y de la comarca ancestral, que se abstrajeran de una Europa dividida por los particularismos históricos y las ambiciones nacionales, para concebir un Nuevo Mundo en una dimensión continental. No pensaban en Venezuela ni en la Nueva Granada. Hasta los nombres mismos los iban a alterar para hacer más patente la presencia de las nuevas posibilidades. Pensaban en términos de masas continentales, de millones de leguas y de millones de hombres, en jurisdicciones políticas dentro de las cuales pudieran nacer y morir los más grandes ríos de la Tierra, donde los Andes fueran un accidente geográfico y el Caribe un mar interior. Se sentían unos y los mismos desde el altiplano de México hasta el estuario del río de La Plata y no concebían, sino como una caída y hasta como una traición, una América dividida en pequeñas y rivales naciones.
 
Era la herencia del viejo sueño del Nuevo Mundo que venía fascinador y viviente desde la época misma de la Conquista. Era una emoción de unidad y continuidad sobre la que habían caído, como leves y transitorias cicatrices, las demarcaciones administrativas de la Corona. Para los conquistadores todo era uno y lo mismo. Se iba de Cuba a México como Cortés, de México al Perú como Alvarado, del río de la Plata a La Florida, como Álvaro Núñez, de Lima al Amazonas y a Venezuela como Lope de Aguirre. No pasaban fronteras sino que incorporaban espacios para una misma empresa. Las Indias, el Nuevo Mundo y más tarde América fueron vistos como un todo. Y como un todo se concibió su destino en el alma de los grandes reformadores y utopistas. Cumaná, La Española y Chiapas eran lo mismo para fray Bartolomé de las Casas. Fue Obispo de los Confines, es decir, del extremo por donde la tierra vieja se prolongaba en la nueva. En el sentido viviente de su lengua, la palabra frontera no significaba una raya infranqueable sino una zona abierta para el avance y la incorporación. España había nacido de una frontera que caminaba hacia el Sur. El Nuevo Mundo se hizo con una frontera abierta, como una rosa de los vientos que en 50 años abrió todos sus rumbos.
 
La idea de independencia no fue sino una consecuencia de la idea de Mundo Nuevo. Se pensaba en un destino para la inmensa extensión geográfica. No en la suerte peculiar de una provincia. La independencia no podía ser sino una hazaña americana y así la entendieron y la expresaron quienes la concibieron. Los hijos de la Capitanía venezolana fueron de los más visionarios y tenaces de entre ellos, y el primero de todos, el caraqueño Francisco de Miranda, nunca habló sino de América y del Nuevo Mundo como una totalidad indivisible. 
 
El Precursor tenía una concepción continental de la independencia y hablaba de americanos y de criollos, como los futuros ciudadanos de una sola nación, que con exclusión del Brasil y las Guayanas se extendería desde el Mississippi hasta el Cabo de Hornos. Era a esto a lo que llamaba “el continente colombiano” y más tarde “Colombia”. Este nombre está consubstanciado con su pensamiento. En una forma griega a los papeles que tratan de sus luchas políticas los reúne en su archivo bajo el título de Colombia. Su empresa era Colombia, formulada acaso como una posibilidad por primera vez en 1784 en la ciudad de Nueva York “para la Independencia y Libertad de todo el continente hispanoamericano, con la cooperación de la Inglaterra”. Dos grandes naciones vendrían a ocupar así todo el espacio americano, que formarían entre sí y con la Gran Bretaña, una alianza defensiva fundada en “la analogía de la forma política de los tres gobiernos, es decir, el goce de una libertad civil, bien entendida”. 
 
El periódico que comienza a editar en Londres en marzo de 1810 no se va a llamar de otra manera que EL COLOMBIANO, Cuando Bolívar y Bello tocan a su puerta para traerle las noticias de la rebelión de Caracas, que ha estado fervorosamente aguardando por 30 años, no debieron hablar de otra cosa que de la inminencia de la realización de Colombia. Venezuela no iba a ser sino una etapa, posiblemente la primera y más decisiva, pero sólo una de la grande obra de constituir en nación al Nuevo Mundo.
 
Los hombres de la Primera República están imbuidos de estas ideas, al proclamar, como dijo Parra Pérez, “la teoría de la revolución de Venezuela que será, en último análisis y por derecho cronológico, la teoría de la revolución hispanoamericana”, Desde el primer momento tomaron un tono continental y hablaron de América y para América. La Constitución de 1811 está concebida para poder extenderse, por sucesivas adhesiones, a toda la América meridional. En las observaciones preliminares, que parecen ser de Sanz, se habla de la América española. Las provincias que dan nacimiento a la nueva nación se llaman precisamente “Confederación Americana de Venezuela en el Continente Meridional” y en la Advertencia se alude a la confederación “con los de Cundinamarca o Santa Fe”.
 
En el texto mismo de la flamante Constitución, que no era otra cosa que un almácigo de promesas, aparece y resuena, casi con un tono de invocación mágica, el nombre grato a Miranda. La declaración final habla de la unión más sincera entre sí “y con los demás habitantes del Continente Colombiano”, anunciando que están dispuestos a “alterar y mudar en cualquier tiempo estas resoluciones, conforme a la mayoría de los pueblos de Colombia que quieran reunirse en un Cuerpo nacional para la defensa y conservación de su libertad e independencia política”, De esta manera entienden y así lo proclaman que lo que han hecho es preliminar y tan solo mientras llega a existir legítimamente aquel “Congreso General de Colombia” que va a coronar la empresa del Nuevo Mundo con una incomparable creación.
 
Más que ninguno otro, Bolívar comprendió toda la inmensa significación de esta idea y luchó por ella durante todos los duros y trabajosos años de su apostolado armado contra los hombres de corto alcance, contra las mentalidades de campanario, contra los recelos lugareños, contra la ignorancia acobardada y contra la codicia de los caudillos de terrones, que resultaron enemigos más temibles y tenaces que los soldados de Fernando VII.
 
En este sentido su identificación es completa con el credo americano de Miranda y de los hombres de 1810. 
 
En 1814, en Pamplona, les había dicho a los soldados de Urdaneta como una anunciación: “Para nosotros la Patria es América”. En la Carta de Jamaica, en 1815, señala la necesaria unión de la Nueva Granada y Venezuela, para luego, en un tono de emoción poética, sin olvidar los obstáculos y las dificultades, afirmar que “es una idea gran-diosa pretender formar de todo el Nuevo Mundo una sola Nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo”.
 
En 1818 se dirige a los habitantes de la remota Buenos Aires en un mensaje de fraternidad y les expone: “Nuestra divisa sea unidad en la América Meridional”. En Carta a Pueyrredón añade: “Una sola debe ser la Patria de los americanos… Nosotros nos apresuramos con el más vivo interés a entablar por nuestra parte el pacto americano que, formando de nuestras repúblicas un cuerpo político, presente la América al mundo con un aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones antiguas. La América, así, si el cielo nos concede este deseado voto, podrá llamarse la reina de las Naciones y la madre de las repúblicas”.
 
No es una creación de la nada lo que el Libertador se propone. Para él hay una realidad común anterior que ha hecho en lengua, civilización, historia e ideas la fraternidad de los pueblos americanos. En cierto sentido, para él, existe una especie de asociación tácita y de hecho a la que sólo hay que perfeccionar y definir con la creación formal de un “cuerpo político”. El movimiento mismo de la independencia es prueba, para él, de que “están ligadas mutuamente entre sí todas las repúblicas que combaten contra la España”, y en su segunda carta al argentino llega a mencionar, con un sentido creador del derecho la existencia de “un pacto implícito”.
 
El gran canto al futuro y a la grandeza, que es el discurso que pronunció ante el Congreso de Angostura, remata, en un impulso coral, con la invocación de la necesidad de la unión de la Nueva Granada y Venezuela “en un grande Estado”. Es para él el voto y la voluntad de quienes pertenecen ya a la gran patria del mañana y que pueden llamarse hijos y padres del gran país por hacer: colombianos.
 
Apenas entrado a Bogotá, después de la victoria, les dice a los soldados del ejército libertador: “por el Norte y Sur de esta mitad del Mundo derramaréis la libertad. Bien pronto la capital de Venezuela os recibirá por la tercera vez y su tirano ni aún se atreverá a esperarnos. Y el opulento Perú será cubierto a la vez por las banderas venezolanas, granadinas, argentinas y chilenas, Lima quizás abrigará en su seno a cuantos Libertadores son el honor del Mundo Moderno”.
 
Cuando el Congreso de Angostura proclama la creación del nuevo Estado habla del “título glorioso de República de Colombia”. Era en realidad la forma tangible de una gloria soñada por toda una generación de hombres extraordinarios que lograron alzarse por sobre las limitaciones de su hora, para mirar al porvenir en formas y dimensiones grandiosas. Colombia era el nombre de lo que estaba por hacer para que fuera “una la Patria de los americanos”, era el gran cuerpo político que iba a establecer “el equilibrio del Universo”, y a anticipar la era, hecha realidad siglo y medio más tarde, de las grandes unidades continentales y de los inmensos espacios geopolíticos. Para ellos no había título que pudiera abarcar más, o que fuera más glorioso.
 
La idea de independencia y la de la unidad política del mundo americano estaban indisolublemente ligadas para ellos. No concebían patria chica ni destino separado. Era un solo proceso que tenía un único fin, una América libre, republicana y poderosa que apareciera ante el Viejo Mundo con la suma y la potencialidad de todos sus hombres y todas sus riquezas. Para eso se luchó contra España, para eso se alza-ron los cabildos con la representación nacional, para eso fueron a los campos de batalla y a los Congresos. Les hubiera parecido mengua y engaño pensar en minúsculos países aislados. Hubiera sido frustrar y desnaturalizar la gran causa. No luchaban desde 1810, y desde antes, para contentarse con una Venezuela autónoma, o con una Nueva Granada, o con un Perú. La causa era Colombia en plenitud del destino del Nuevo Mundo. Bolívar se encargó de dejárnoslo dicho en la más diáfana y extraordinaria síntesis. En la ocasión de cumplirse un decenio del gran gesto del Cabildo de Caracas, les dice a los soldados que lo acompañan a la campaña final de Venezuela: “El 19 de abril nació Colombia, desde entonces contáis 10 años de vida”. 
 
Esa doctrina fundamental de la revolución americana, que Bolívar levanta y tremola como la más alta bandera de su misión, va a ser, al mismo tiempo, el flanco débil de la lucha por la independencia. Muchos de los hombres más aguerridos y valientes no iban, ni podían ir, más allá de una ambición de poder lugareña, un sentido local de grandes hacendados de hombres y tierras, una codicia de dominio seguro y familiar entre los suyos, sus soldados, sus peones, su gente de levita. Un ansia de reparto iba a surgir de los triunfos de la guerra, un deseo de disfrute beato de “las adquisiciones de la lanza”, un sueño de grandes alcaldes, que no sólo hacía imposible cualquier cuerpo político concebido con las dimensiones de Colombia sino aun el mantenimiento de las viejas unidades de la administración colonial. 
 
Ya en vida del Libertador fue una tarea de Sísifo mantener los vínculos casi nominales de aquella inmensa extensión incomunicada. Cada capital de departamento era una cabeza de discordia, cada provincia un foco de rebelión, cada jefe de regimiento un aspirante a alzarse con su pedazo de tierra. Murió justo a tiempo para no presenciar impotente la desmembración y la ruina de aquella posibilidad titánica. 
 
Lo que vino después es la triste crónica que todos conocemos. La de los hombres más pequeños que Bolívar, la de los hombres cada vez más pequeños que vinieron después. Se habían perdido de vista los grandes fines de la revolución, los fabulosos proyectos que sacudieron a un mundo, se convirtieron en palabras vacías, y en nombres borro-sos en viejos papeles. Fue un tiempo de reinos de Taifas, de retórica huera, de ambiciones mezquinas, de gente de comarca. El nombre mismo se borró y desapareció. Fueron la Venezuela de Páez, la Nueva Granada de Santander, el Ecuador de Flores. Perú y Bolivia habían desamarrado hacia otros rumbos. Nadie más habló de un Congreso anfictiónico en Panamá ni de ningún cuerpo político que pudiera unir a toda la América Meridional. Fue el tiempo oscuro en que más lejos se pusieron Caracas, Bogotá y Quito. En un gesto de larvada emoción y de inmarcesible esperanza, los granadinos adoptaron el nombre de Colombia. Era como el rescate de una reliquia. La empresa misma había dejado de existir.
 
Venezuela, por su parte, cayó en la larga enfermedad de su siglo XIX. Tiranías y asonadas recurrentes. Cuando se cumplieron 50 años de la proclamación de Colombia en Angostura, el país se deba-tía en la anarquía y la guerra civil del tiempo de los Azules. Cuando se cumplió el primer centenario, estábamos en pleno caudillismo rural, olvidados de la historia del mundo y hasta de la propia historia. Colombia era casi la única palabra que quedaba de un idioma olvidado que habló una raza de gigantes desaparecida. 
 
Siglo y medio de atraso, particularismo y pequeñez cayeron sobre la poderosa idea creadora de mundos. Intereses enanos, celos de mando, el apego a las realidades inmediatas de las criaturas sin alas hizo perder el rumbo de la tierra prometida. Ya no hubo quien pudiera ver ni la estrella ni la columna de fuego que podía guiar en medio del desierto y de la noche. La bandera de Bolívar, el legado de Miranda, la doctrina de los hombres de 1810, parecieron vaciarse de contenido y significación. Fue casi el monumento de una religión muerta que ya nadie sabía descifrar. Estábamos como empecinados en ser pequeños y ya no había nada que nos pusiera en el camino de la grandeza. 
 
Siglo y medio de aislamiento borró y cerró las vías que tan claras se abrían para los próceres de la Independencia. Nacieron hábitos, intereses y sentimientos comarcanos. Frente a un mundo que se crecía en inmensas concentraciones de humanidad y de poder, nosotros, los colombianos de Miranda y Bolívar, los americanos de 1810, nosotros los llamados a ser padres e hijos de una sola patria, nos resignamos a ser los flacos usufructuarios de 20 patrias rivales e impotentes. De espaldas al gran sueño de grandeza nos habíamos entregado a un opio de complacencia y debilidad, acaso porque habíamos olvidado el precio de la grandeza o porque ya no estábamos dispuestos a pagarlo, después de haber sido los pródigos, los espléndidos de Angostura, del Rosario, de Ayacucho, de Potosí, de Panamá. 
 
No han transcurrido en vano esos largos años de la separación. Se han conformado realidades y sentimientos que ya hoy no pueden ser ignorados. La empresa de la unidad que es hoy más perentoria que nunca también es hoy más difícil que nunca. Intentarla es plantearse una ardua operación de mutuos reconocimientos y mutuos sacrificios, de ajuste de desarrollos desiguales, de absorción y complementación de formaciones, y aun de malformaciones, que si llegaran a ser ignoradas harían precario o imposible el intento. 
 
Las razones que eran buenas hace siglo y medio para la creación de un gran cuerpo político en toda la América Española no sólo no han perdido hoy nada de su validez sino que las circunstancias del tiempo global que vivimos les dan más vital imperio y razón que nunca.
 
Llamemos a los grandes muertos que dejaron en nuestras manos esa esperanza, pero también con alzada e irresistible voz convoquemos a los vivos a entender el significado y el bien de aquel ideal que se llamó Colombia. Ya no con la espada ni con la violencia sino con la hábil y paciente mano del cirujano, que une y sutura los miembros desgarrados para devolverle salud y fuerza a lo que estuvo y debe estar junto para la plenitud de la vida.
 
Convoquemos un Congreso de esperanzas Y levantemos un ejército de voluntades para ir a rescatar de las pequeñas realidades la imponente realidad de un Nuevo Mundo. Las palabras y las razones ya nos fueron dadas. Oíd al Libertador que nos habla de “poner al universo en equilibrio”, oíd a Miranda que nos habla del “gobierno de la Amé-rica meridional”, oíd al Congreso de 1819 en Angostura. Oíd las aún no formadas voces del porvenir que nos piden abrir para la América Latina toda la parte que le corresponde en la escena del mundo. 
 
Esa y no otra fue la empresa de los hombres que hicieron la Independencia, esa y no otra es la empresa de todos los que hoy aspiramos a que nuestra América recoja y reúna sus fuerzas, concentre y aproveche sus inmensos recursos, sume todas sus posibilidades; repudie la pobreza, el aislamiento y el atraso, y llegue con su bandera de libertad y de igualdad a sumar todo su peso y sus luces a la tarea de hacer un mundo mejor para un hombre mejor.
 
Si hemos reabierto el acta del Congreso de 1819 no puede haber sido para una vana y funeral conmemoración sino para traer a la posibilidad de hoy el plan americano de hace siglo y medio. Para que con la misma firme fe que ellos tuvieron ayer, y nos dejaron como el más vivo y exigente de los legados, tomemos la decisión de renunciar a ser pequeños.
 
* Tomado de Simón Bolívar, Para nosotros la patria es América, Fundación Biblioteca de Ayacucho, Segunda edición 2010, Caracas, Venezuela, pp. 9-26.
 
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