Cuando no están dadas las garantías para participar en las formalidades que ofrece la democracia “sin adjetivos”, en especial las de carácter electoral, a quienes están fuera del uso real de las mismas les queda el derecho inalienable de negarse a participar en la comedia de los que detentan el poder.
A finales de la década del 70, Jean-François Lyotard ponía de moda el término Posmodernismo para señalar la supuesta llegada de una nueva época, cuya caracterización más general y distintiva se asoció al supuesto colapso de las “grandes narrativas” (el fin de los metarrelatos, dirían algunos). Pues bien, las principales “grandes narrativas” objeto de ataque fueron las aspiraciones a un mundo “más justo”, y en general los discursos que, en contra y críticos del capitalismo, buscaban sociedades más simétricas en lo económico y lo social. Se impuso entonces, la creencia en una solución técnica de los problemas humanos y la reducción de éstos a las prácticas más elementales de la cotidianidad o del ‘ejercicio ciudadano’ (el cómo nos transportamos al trabajo o la escuela, la distancia al supermercado, el tiempo de espera en las citas médicas, etcétera), que pasaban a convertirse en puntos de partida de la nueva visión de lo político y en los únicos aspectos mejorables en las diversas sociedades. Fue así como la ingeniería de lo humano y el “pensamiento único” terminaron confundiéndose, en no pocas ocasiones, en un mismo y profundo abrazo en contra de las expectativas populares.
Sin embargo, la defenestración de los metarrelatos se cuidaba de dejar algunos en pie, sin los cuales la muerte de los otros no tendría sentido alguno. Y quizás, el más importante de todos los sobrevivientes sea la democracia; la democracia a secas, sin adjetivos, como en los 80 y los 90 les gustaba recalcarlo a las corrientes dominantes de la politología. Pues ponerle adjetivos a la democracia era deformarla. Atrás quedaban los tiempos de las “democracias populares” o las “democracias burguesas”, pues tales distinciones eran hijas de los dogmatismos y las grandes narrativas o quehaceres derrotados.
La democracia a secas significa más o menos que en una sociedad determinada existen: a) un proceso electoral periódico en el que participan, por lo general, dos partidos que se alternan también periódicamente el Ejecutivo, y las mayorías parlamentarias; b) la llamada libertad de prensa o de expresión, que garantiza la circulación de medios de difusión escritos o hablados (esa garantía no incluye, claro está, que la prensa que disiente tenga acceso a recursos económicos o de espectro que no estén definidos por la ley del mercado) y c) una justicia supuestamente independiente.
Si sobre esa base y con una organización de “libre empresa” persisten la pobreza extrema, las discriminaciones y en general las vulnerabilidades sociales de todo tipo, lo único que cabe es esperar, “creer en la democracia” pues debe tratarse de alguna “falla del mercado” aún no detectada. Y que nadie se pregunte por las condiciones reales del funcionamiento de esas tres condiciones, pues se convierte en un pervertido mental de extrema izquierda, nostálgico de los gulags. Si los partidos representan los mismos intereses y están financiados por los mismos grupos de poder, es algo al parecer no cuestionable, como tampoco que los periódicos y la radioemisoras sean propiedad de grandes consorcios económicos, o que los miembros de las altas Cortes hayan sido subordinados del Ejecutivo en su condición de empleados.
Desbordamiento del formalismo y fraudes
La ofensiva intelectual de la derecha se apoyó sistemáticamente en una visión revisada de la historia, que, remarcando los hechos violentos suscitados por los intentos fallidos de superación del capitalismo que se dieron en los países de “socialismo real”, y mezclando esos sucesos con las formas corporativas que asumió el capitalismo, como mecanismo de escape de la crisis, en Alemania e Italia en los años 30, creó una categoría teóricamente espuria que llamó “totalitarismo” y que contrapuso a la noción de democracia.
De ese modo, todas las violencias que esta última le impuso al mundo en las variadas formas de colonialismo y dictadura desaparecieron como por encanto de la historiografía, y las masacres en Asia (incluida la destrucción con bomba atómica de Hiroshima y Nagasaki, que no le valieron a Harry Truman, responsable de su lanzamiento, el mote de “carnicero”, que por menos se les ha atribuido a otros gobernantes), África, América Central y del Sur se convirtieron en meras anécdotas. La caída del muro de Berlín en 1989 acentuó la tendencia, y llevar al ‘formalismo democrático’ a las naciones del mundo, se convirtió en una meta más de la globalización y el neoliberalismo.
Sin embargo, la tozuda realidad mostró que, incluso con los mecanismos de poder bajo control, direccionar los resortes del Estado a determinadas formas políticas requiere sobrepasar los mecanismos de la mera formalidad. Así, en el 2000, la visión guerrerista de la derecha norteamericana recurre abiertamente al fraude electoral para apoderarse del gobierno, como lo demostró Greg Palast, periodista de The Guardian, en su libro La mejor democracia que el dinero puede comprar. Allí se muestra cómo en la depuración del censo en Florida, donde gobernaba Jef Bush, hermano del candidato presidencial del partido republicano, en la exclusión de los delincuentes condenados se terminó eliminando del censo electoral a más de 90 mil personas que tenían derecho a votar, y que por su condición étnica y social no eran afines al partido de su hermano (el uso del censo electoral para violentar resultados electorales, como se ve, no es invento nuestro). Esos votos le hubieran dado al demócrata Al Gore el colegio electoral de Florida, con el que hubiera ganado la Presidencia. Pero eso no es todo: en 2004, también se acusó a George Bush de utilizar el fraude electrónico para continuar gobernando.
En julio de 2006, la continuidad en México de las políticas neoliberales que ya se habían comenzado a cuestionar en buena parte de América Latina obligó al sistema a recurrir también al fraude electoral. En esta ocasión, como se consigna para la historia en Fraude: México 2006, película de Luis Mandoki (que se puede ver en la Red), el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, del Partido de la Revolución Democrática (PRD), fue escamoteado en forma artera y sin miramientos. Sin embargo, en esos casos no se habla de sanciones internacionales ni de cosas por el estilo, pues se trata de mantener el estado de cosas. El reciente golpe de estado en Honduras acaba de enseñarnos que no nos encontramos en una “nueva época” y que las formalidades se guardan sólo cuando los intereses del capital así lo exigen, por lo cual va siendo hora de que la izquierda pierda el miedo de cuestionar la democracia a secas, y retome el análisis de las condiciones reales en las que se desarrolla la lucha política.
La formalidad en Colombia
En Colombia, en forma paradójica, la formalidad ha ido de la mano con la violencia. Cuando los procesos electorales amenazan con contradecir los intereses del sistema, aparece el asesinato o el fraude. Luego del asesinato de Rafael Uribe Uribe (1914), matan a Jorge Eliécer Gaitán (1948), que para el proceso electoral de 1950 se mostraba indetenible, es asesinado el 9 de abril. A ello siguió una serie de hechos violentos que terminan imponiendo un gobierno de la extrema conservadora. Tras el asesinato de Gaitán, en octubre de 1949 tiene lugar la masacre de campesinos liberales en la Casa Liberal de Cali, y poco después el ataque a tiros, en plena Cámara de Representantes, que sufren los políticos liberales Gustavo Jiménez y Jorge Soto del Corral, quienes mueren por efecto del atentado, el primero en el recinto mismo y el segundo meses después. Posteriormente, en un ataque contra el candidato Darío Echandía, muere su hermano Vicente, atentado que termina por obligar a la oposición de la época a decretar la abstención. Laureano Gómez, político de la extrema derecha y que respondía a los propósitos de la Iglesia y el sector oligárquico, bajo el lema “a sangre y fuego”, reacio a la reforma social, corona esta etapa de la violencia que desembocará, más adelante y después del gobierno de facto del general Gustavo Rojas Pinilla, en la alternación de la presidencia entre liberales y conservadores, que durante 16 años, y de común acuerdo, se reparten el poder en la década del 60 y la primera mitad de los 70.
En 1970, el statu quo se ve de nuevo en amenaza por un proceso electoral, y Rojas Pinilla, quien 13 años antes había sido depuesto como presidente de facto en Colombia, es despojado de su triunfo electoral en un fraude que más adelante se convirtió, en el leitmotiv del movimiento guerrillero M-19. La Unión Patriótica, movimiento político resultante de los procesos de paz iniciados por Belisario Betancur, fundada en 1985, vió con el correr de los años cómo sus militantes eran diezmados, y ahogado en sangre su relativo éxito electoral. No sólo fueron asesinados miles de sus miembros de base sino también dos de sus candidatos presidenciales, ocho congresistas, 13 diputados y 70 concejales, en una sangría que no paró hasta cuando el movimiento fue borrado del mapa electoral. Sin embargo, cuando desde una visión crítica se señalan estos hechos como muestra de la existencia de una democracia de papel entre nosotros, incluso desde la izquierda se escuchan voces destempladas que acusan de dogmatismo y exageración a quienes recuerdan tales sucesos.
Latifundismo armado y perpetuidad a cuentagotas
En el exterminio de la Unión Patriótica ya se mostraba como gran jugador de la política colombiana un actor que se iba a desembozar completamente a partir del año 2000: el latifundismo armado, consolidado con los procesos de acumulación del narcotráfico. En efecto, la destrucción del Cartel de Medellín se había convertido en una necesidad política para legitimar la continuación de la guerra sucia antiinsurgente y antiizquierda que ya había cobrado una cantidad significativa de víctimas en la segunda mitad de los 80. La aparición, primero de las Convivir y luego de los diferentes frentes paramilitares en los 90, hacía parte de una estrategia de tierra arrasada (que buscaba consolidar ese modelo latifundista armado), en la cual la participación sistemática de agentes del Estado se probaría después. La política, en los gobiernos de Barco –en sus tres últimos años–, Gaviria, Samper y Pastrana, se mostraría altamente permeable por los nuevos actores, y con el tiempo se viene demostrando su fuerte penetración en el estamento militar, los cuerpos colegiados, y la burocracia local y nacional.
El ascenso a la presidencia de Álvaro Uribe en 2002, quien no puede evitar mostrarse por lo menos coincidente con los proyectos del latifundismo armado, consolida una visión de extrema derecha para la sociedad colombiana que corona la obra iniciada desde los gobiernos Barco-Gaviria de la entrega del patrimonio nacional a las multinacionales, la profundización de un modelo de primarización de la economía (cuya base es el señalado latifundismo armado) y la consolidación de prácticas políticas autoritarias.
Es así como la declaración de una economía de guerra se torna eje del accionar político, y que, para el mantenimiento de su continuidad, Uribe altera la Constitución en 2006 para permitirse su primera reelección. Tal hecho, también se demuestra hoy, fue un proceso altamente fraudulento en el que la compra de votos no fue el único delito cometido; sin embargo, en la actualidad se inicia un proceso similar en el que las denuncias por corrupción están a la orden del día. Incluso, los medios de comunicación anticipan cómo se van a violentar en el futuro las reglamentaciones: no sólo se da por descontado que el fallo de la Corte Constitucional favorecerá la continuidad del proceso, pues de ella hacen parte ex funcionarios del Ejecutivo, sino que también se pronostica la alteración del censo electoral y la violación de la Ley de Garantías Electorales. Ahora bien, si eso no es un juego con las cartas marcadas, no se sabe qué pueda serlo.
El presidente del Consejo de Cámaras de Comercio de España, Javier Gómez Navarro, en gira por este país, en abril de este año, apoyaba la segunda reelección de Uribe sin que alguien se quejara de “intromisión en nuestros asuntos internos”. Lo que entre otras cosas garantiza el apoyo de la prensa de mayor circulación en Colombia a tal reelección, pues, como se sabe, en los periódicos y las radioemisoras de mayor cobertura en Colombia el peso accionario de empresas peninsulares es mayoritario. Y ese espaldarazo se constituyó, sin lugar a duda alguna, en el punto de partida de la nueva reelección. Luego de la asunción de la propiedad del capital por empresarios internacionales, se diluye significativamente la importancia de la “burguesía nacional”, hasta el punto de que la Andi y demás asociaciones gremiales del país se convierten en consuetas que se ven obligados a repetir las directrices del Ejecutivo, incluso cuando sus medianos negocios salen afectados por los enfrentamientos mundiales a los que es tan proclive el actual gobierno. La primacía de la ruralidad, que le negó la posibilidad al país de acceder siquiera a la modernidad, parece haber ganado la partida, y consolidar ese estado de cosas, que quedó cojeando en los 50 con el golpe a Laureano Gómez, parece requerir un largo gobierno por parte del latifundismo armado, que, si no se declara abiertamente perpetuo, lo hace por guardar unas apariencias que cada vez parecen menos necesarias.
¿Qué viene?
¿Cuál fuera la reacción de un espectador que ve subir al ring a un boxeador con los ojos vendados y las manos amarradas? Quizá de incredulidad si es poco sensible a las sorpresas, o de hilaridad si su talente es cínico, o de indignación si tiene algún sentido de la justicia. Pues, bien, ¿cuál debe ser nuestra reacción ante la actitud de la oposición en general y de la izquierda en particular, al presentarse a unas elecciones donde todas las reglas son violadas? Pues no se trata sólo de la formalidad, ya que algunos estiman que en no menos de 153 municipios operan las llamadas “bandas emergentes” que controlan los poderes locales y los censos electorales regionales, y cuentan con unos nueve mil hombres en armas, dispuestos a todo por la continuidad del poder actuante. Se habla incluso de que el proyecto paramilitar se está exportando a Venezuela (para socavar el gobierno de Hugo Chávez) y Honduras (en apoyo de los golpistas y del latifundio), lo cual deja ver que se trata de un proyecto apoyado en un verdadero cartel internacional de la derecha.
El sentido común dicta es que, si se sabe que en un juego las cartas están marcadas, eso se denuncia y el jugador se para de la mesa, por lo menos hasta cuando se le garantice un juego neutral. Por ello, no se entiende que la oposición considere improcedente participar en las votaciones del referendo (que, violando la ley electoral, van a ser convocadas conjuntamente con las parlamentarias), pero acepte legitimar los demás comicios como si éstos no estuvieran viciados. De lo que se trata, entonces, es de denunciar que el orden constitucional ha sido roto y que se desconoce la convocatoria a cualquier elección, de ahora en adelante, hasta que la estructura jurídica sea restituida. Ninguna dictadura se reconoce como tal, y no va ser Uribe precisamente quien declare roto el orden formal. Esa es tarea de la oposición y particularmente de la izquierda.
Ahora bien, ésta última debe retomar sus visiones críticas y entender que lo formal no sustituye a la realidad. Que las verdaderas luchas con el capital se libran en la fábrica y las calles, y que el poder se alcanza con unas organizaciones sólidas de los trabajadores, y con una participación activa y sistemática de los subempleados y los desempleados. Las organizaciones en los barrios y en las veredas por la conquista de una vida digna no pueden limitarse a la participación en unas elecciones. Y que no se nos venga ahora con el cuento de que eso afirmaría a la izquierda en su vocación de renuncia al poder, porque, volviendo al boxeador de nuestro cuento, ¿se puede acusar a éste de no querer buscar la victoria si se niega a subir al ring en las condiciones descritas arriba? Tomar las calles de nuevo y denunciar la farsa electoral que se nos viene parece la única actitud digna ante el proceso que ya nos atropella. Un recurso legítimo.
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