Mil veces se ha dicho que en toda guerra la primera víctima es la verdad. Falso. La primera víctima es ese proceso infame mediante el cual los ejércitos aprovechan a la gente más perversa, o la convierten en entes malos, carentes de cualquier bondad.
Las guerras —todas, las Justas y las injustas, las que tienen justificaciones y las que se fundan en víctimas casuales, las religiosas, las políticas, las económicas, por ejemplo— se hacen con gente. Soldados de un bando o de otro. Con un escudo u otro, con un credo u otro, con unos principios u otros. Esa gente usa armas y toda clase de herramientas, claro. De hecho, toda la historia de la tecnología, desde la flecha y la rueda, desde la aguja y el control del fuego, fue siempre, hasta hace muy poco tiempo, la historia de la tecnología con fines militares.
Las guerras se hacen con gente, y sucede que las guerras:
a. Necesitan gente mala y perversa, desalmada e inhumana, eficiente y obediente, o bien:
b. Convierten a la gente exactamente en eso: en carentes de humanización, máquinas de combate, gente psicótica que divide lo que siente y lo que piensa, lo que ve y lo que hace.
Y ambos planos se encuentran perfectamente entrelazados, hasta el punto de que se implican recíproca y necesariamente y la causalidad entre ambos es un asunto episódico.
La base, según parece, para la eficiencia de la gente que hace la guerra es el adoctrinamiento. Y la doctrina en la gran mayoría de los ejércitos es un asunto de la máxima prioridad. Análogamente a como para muchos creyentes lo es ese capítulo de la teología que se llama la dogmática. Las doctrinas convierten a la gente en dogmáticas, y el gran misterio para ellos consiste en el cuestionamiento de por qué razón los del otro bando —los enemigos, acaso— no ven la claridad que ellos mismos ven en sus principios.
El primer mecanismo como obra el adoctrinamiento es en la impersonalización. Se pierden los sentimientos de humanidad y sensibilidad hacia los demás, y en primer lugar hacia los señalados como opositores. El adoctrinamiento es, de lejos, mucho más que la parte física la base de los ejércitos y la formación de los combatientes. Para ello existen clases y cursos en todos los niveles, y todas las formas de psicología y “liderazgo” están orientados a alimentar a los guerreros para el combate.
Hubo un tiempo en el que morir por una causa era motivo de honor entre los ejércitos. Recientemente, sin embargo, la degradación de la guerra, el papel de la información y la transvaloración de todos los valores hace que los ejércitos oculten los nombres y cifras de sus propios muertos.
Cada ejército se refuerza a sí mismo y su lógica es la de la cibernética. Social y familiarmente sólo se aceptan a aquellos miembros que ya han sido cooptados o que pueden serlo. La idea de combate y enemigo se inserta en algún lugar más profundo que el cerebro, y se reacciona, si es preciso, con la exactitud de una máquina certera.
Los sentimientos y los afectos están sujetos a la doctrina, y el sentido de pertenencia es en cada miembro un medio para alimentar la guerra.
La impersonalización se vehicula en primea instancia en el lenguaje, y se expresa al considerar a los muertos propios y del enemigo como bajas necesarias o contingentes, y ulteriormente a la población civil como víctimas del fuego amigo. La estadística cumple al respecto un papel perverso. Ha sido demostrado hace ya tiempo que los desarrollos tecnológicos desempeñan un papel crucial en el sentido de que al no ver el rostro y el sufrimiento del otro, y al no escuchar sus gritos de dolor, la eficiencia aumenta exponencialmente.
Se pueden nombrar los autores y las líneas de investigación al respecto, pero eso es tema de un artículo académico.
La perversidad de la violencia consiste en su carácter gratuito. Es decir, la violencia no nos hace biológicamente mejores y, por consiguiente, ciertamente, tampoco ética o moralmente. Pero si existen dudas al respecto, ahí está el adoctrinamiento —abierto o sutil, pero siempre reiterativo, repetitivo y ritualista—. Y peor aún, ahí están, más que los asesinos, quienes justifican las guerras, las propulsan y las alimentan. El imperio de la maldad, en toda la extensión de la palabra.
Mil veces se ha dicho que en toda guerra la primera víctima es la verdad. Falso. La primera víctima es ese proceso infame mediante el cual los ejércitos aprovechan a la gente más perversa, o la convierten en entes malos, carentes de cualquier bondad. La verdad es sólo una consecuencia de la lógica de la guerra, que es la de los ejércitos que deforman a los humanos en máquinas psicóticas.
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