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“Un solitario rodeado de humanidad”

“Un solitario rodeado de humanidad”

El 6 de mayo Orson Welles hubiera cumplido 100 años, y el 10 de octubre se harán 30 de su muerte. Difícil hallar entre la gente del cine, y aun entre las gentes de las artes en general, un talento más polifacético, una capacidad de trabajo más abrumadora y una personalidad que suscitara tanta admiración y tanto rechazo.

 

“¡Oh, cuánto llegarán a quererme después de muerto!”. Orson Welles

Orson Welles murió de un ataque al corazón, muy temprano en la mañana del 10 de octubre de 1985. El día anterior había estado como invitado, junto a su biógrafa Barbara Leaming, en el show de Merv Griffin. Ese año había grabado una nueva versión de las historias de misterio de Edgar Allan Poe, había continuado rodando pruebas en blanco y negro para su largamente acariciado proyecto, esta vez en Francia, de llevar al cine El rey Lear, había adaptado y registrado en casetes, para el mercado japonés, monólogos de obras literarias seleccionadas por él (de Wilde, Mark Twain, H G Wells, I Dinesen, Cheever, Joseph Conrad, Capote, Byron, Robert Graves, Kipling, entre otros). También había empezado a escribir un nuevo guión basado en una historia de su compañera y cómplice de tantos años, la actriz y pintora Oja Kodar; hizo la narración de un documental sobre el cine yiddish dirigido por Russ Kavel, presentó un espectáculo de cine negro en la televisión, hizo la voz de un planeta maligno en The Transformers, una película de animación de Nelson Shin, filmó con Gary Graver en la Universidad de California secuencias de Julio César y The Magic Show. De hecho, el ataque cardíaco le sobrevino cuando escribía a máquina instrucciones para la continuación de ese trabajo que planeaba filmar esa misma tarde. Tenía 70 años, y una carrera de 60: a los 10 años adaptó, dirigió y actuó en su colegio Dr Jekill y Mr Hyde, multiplicación de roles que repetiría luego prácticamente durante toda su trayectoria, así como su pasión por la literatura, especialmente por los clásicos.

Revisando esa primera parte de su vida, no sólo se constata que empezó todo muy temprano, lo que incluye tanto el trabajo como una vocación, quizá destino, de trashumante –hasta sus restos, y de acuerdo a deseos que él habría expresado, están en una hacienda del sur de España–, y la imposibilidad de mantenerse dentro de los límites establecidos y convenientes. Ya a los 14 años adapta y pone en escena Julio César, de Shakespeare, interpretando a Casio y Marco Aurelio, poco antes de largarse con dos amigos a recorrer Inglaterra, Alemania, Francia e Italia. Dos años después, ya sin familia –perdió a su madre a los 9 años y a su padre a los 14–, abandona los estudios y se va a Irlanda, donde empieza a trabajar de actor en el teatro Dublin Gate. Antes de llegar a los 18 no sólo había actuado en varias obras de esa compañía sino montado asimismo algunas producciones propias, adaptando obras de Ibsen, Noel Coward, Bernard Shaw, Strindberg, Goldoni, entre otros, además de su infaltable Shakespeare.

Sólo hacer un somero repaso de aquellas aventuras juveniles llevaría mucho más espacio que el acordado para esta nota. Ni hablar del total de su carrera: la trayectoria de Orson Welles es un alucinante desfile de frenética actividad, tan cargado que sólo tomar cuenta de lo que hacía en una semana es un ejercicio agotador. (Quien lo dude recurra al día a día del cineasta incorporado a Ciudadano Welles,1 el libro que Peter Bogdanovich trabajó durante años en sucesivos encuentros, no siempre armoniosos, con el propio Welles.) Se peleó con productores, inversionistas, editores, trabajó en infinidad de películas de otros, hizo centenares de horas de programas de radio y puestas teatrales, escribió innumerables guiones para sí que nunca pudieron llevarse a cabo, escribió guiones para otros directores, que se llevaron o no a cabo, viajó de la Ceca a la Meca –Estados Unidos a lo largo y lo ancho, varios países europeos, Sudamérica, norte de África–, filmando, buscando locaciones o inversores o todas esas cosas a la vez, se dio tiempo para escribir columnas en la prensa, ya sobre temas artísticos, ya sobre temas políticos –fue militante por F D Roosevelt, un acérrimo denunciador del racismo y del fascismo y opositor a las pruebas atómicas–, hizo televisión. ¿Qué más?… hasta escribió una historia para un ballet, The Lady in the Ice, cuya coreografía haría Roland Petit, director del Ballet de París, que tuvo un gran éxito en Londres, “y sólo moderado en París, donde estuvo mal iluminado –como siempre lo está todo en París”–, Welles dixit. Dejó un puñado de películas extraordinarias, algunas irreversiblemente mutiladas –el caso más traumático fue el de The Magnificent Ambersons, aquí proyectada con el título de Soberbia y en otros lugares con el de El cuarto mandamiento, ya que la Rko no sólo encajó segmentos no filmados por Welles sino que mandó destruir los fragmentos originales de éste, descartados durante un montaje al que en buena parte el director fue ajeno–; otras inacabadas y perdidas, además de edificar una leyenda ya a partir de El ciudadano (Citizen Kane, 1941), su primer largometraje y posiblemente la película más estudiada, valorada y elegida casi invariablemente como la primera de las top ten, cada vez que se hace una encuesta entre los críticos de cine de cualquier parte del mundo.

Es conocido que Welles fue contratado por la Rko para que realizara dos películas, en condiciones de libertad creativa prácticamente impensables para esa época y esa industria, a partir de la enorme popularidad que ganó tras la emisión por su compañía, el Mercury Theatre, de La guerra de los mundos, de H G Wells, a través de la Cbs, causando el pánico en millones de oyentes que creyeron que efectivamente el país estaba siendo invadido por marcianos. Entró jovencísimo por la puerta grande, y obtuvo una película enorme –donde, con 25 o 26 años, interpretaba durante parte de su metraje a un anciano–, aunque las presiones del enfurecido William Randolph Hearst, inspirador del personaje principal, limitaran severamente la exhibición, y una Academia más bien mezquina apenas le acordó un Oscar al libreto, aparentemente más para resaltar a Herman Mankiewicz, un buen profesional de los buenos viejos tiempos, y no al advenedizo Welles. La modesta taquilla de El ciudadano más los inconvenientes generados con Soberbia –cuyo montaje se efectuaba mientras Welles filmaba en Brasil It’s All True, encargo oficial para fortalecer las buenas relaciones con Sudamérica ante el probable advenimiento de la guerra– liquidaron de golpe sus posibilidades en Hollywood. Tan alto empezó, desde tan alto lo derrumbaron. Comenzó allí, tan tempranamente como todo en su vida, esa suerte de leyenda negra que lo condenó para siempre al ejercicio incansable de escribir proyectos y buscar financiamiento, de interpretar roles grandes y pequeños en películas grandes y pequeñas –para obtener recursos para sus propias realizaciones–, de irse y volver una y otra vez al país que lo había engendrado y que lo expulsaba una y otra vez. Aunque había abierto innumerables caminos expresivos con Citizen Kane, como abrió modelos de trasmisión radial de enorme impacto popular y cultural, y hasta llegó a hacer lo mismo con la televisión, mientras vivió fue acompañado por todo tipo de rumores sobre sus excesos, su megalomanía, su incapacidad de cumplir acuerdos. Para el tamaño de su talento y su capacidad de trabajo, las películas que deja son más bien pocas: además de Citizen Kane y Soberbia, The Stranger (1946), La dama de Shangái (1947), Macbeth (1948), Otelo (1952), Mr Arkadin (1955), Sed de mal (1958), El proceso (1962), Campanadas a medianoche o Falstaff (1966), F for Fake (1973), un Don Quijote inacabado (más tarde los españoles hicieron un montaje reducido para presentarla en la Exposición Universal de Sevilla de 1992), también inacabadas The Deep (1970) y el especial para televisión The Magic Show, posteriormente editado en Alemania. No todas ellas son “parejas”, “compactas”, virtudes que se suelen apreciar en cuanto a la coherencia interna de un filme. Todas contienen enormes momentos de cine, a veces durante la mayoría de su desarrollo –según esta cronista, caso de Macbeth y de F for Fake–, casi todas logran eso tan raro, el estremecimiento –siempre según quien escribe, caso de Otelo y de Macbeth–, otras, un encantamiento difícil de describir –La dama de Shangái–, la intuición o sospecha de que sin las mutilaciones sufridas, Soberbia tendría una excelencia igual o mayor a Citizen Kane. En Imbd sin embargo son 47 los créditos atribuidos a Orson Welles como director, puesto que hay un montón de realizaciones, en general cortometrajes para cine y televisión, incluyendo los muy tempranos –anteriores a su debut oficial con Citizen Kane–, Corazones del tiempo (1934), Too Much Johnson (1938) y The Green Goddess (1939). Sobre la primera de ellas, escribe Peter Bogdanovich: “Esta pequeña película habla de un modo extraño y surrealista de la muerte (papel interpretado por Orson Welles, en un grotesco maquillaje de anciano, como una especie de joker con una sonrisa burlona) y de cómo llega para llevarse a la tumba a la anciana señora (interpretada por Virginia Nicholson, que pronto se convertiría en la primera esposa de Welles) también con mucho maquillaje. Lo que es fascinante –aparte de la obsesión con la vejez, que continuó siendo un tema en todas las películas de Orson– es que la firma es inconfundiblemente suya. Las distintas escenas pasan ante el espectador con sorprendente velocidad y variedad, imágenes complejas de considerable vigor”. Genio y figura, desde el arranque.

Y además está el Welles actor. Desde su cara de niño inicial al imponente y enorme coloso de una madurez muy temprana, además de todos los roles principales de sus propios filmes, fue Cagliostro, César Borgia, el Rochester de Jane Eyre, Tiresias, el emperador Justiniano, el Long Silver John de Moby Dick: 122 créditos en actuaciones para cine y televisión. Hay también consenso en que de todas sus apariciones en películas ajenas, la más mentada es la de El tercer hombre (1949, dirigida por Carol Reed con guión de Graham Greene, y en la que Orson introdujo ideas propias en vestuario, ángulos de cámara, escenografía), donde como Harry Lime –personaje de breve aparición, pero cuya sombra domina toda la película– pronuncia aquel famoso discurso escrito por él mismo: “(…) en Italia, durante 30 años, bajo los Borgia, tuvieron guerras, terror, asesinatos y derramamientos de sangre… pero produjo Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal, quinientos años de democracia y paz. ¿Y qué produjeron? El reloj cucú” (Welles reconoció después que los suizos, muy amablemente, le aclararon que ese tipo de reloj no era suizo, sino que provenía de Baviera).

Una película sobre Welles –hay varias, y en el Festival de Cannes, que lo homenajea este año, se presentarán las dos últimas, Orson Welles. Autopsie d’une légende, de Elisabeth Kapnist, y This is Orson Welles, de Clara y Julia Kuperberg: seguramente estaría encantado de que las mujeres se ocupen tanto de él– sería incluso, si guiada por mano igual de sabia, superior a El ciudadano, teniendo en cuenta que la imaginación, la locura, el empeño, la brusquedad, la generosidad, la egolatría, etcétera, de Welles, superan largamente las muchas facetas de Hearst. No por nada el “Ciudadano Welles” que Bogdanovich eligió para titular su libro se ha vuelto recurrente toda vez que se habla de él. Entre todas las definiciones que se han hecho del que fue declarado por el British Film Institute como “el mejor director de cine de la historia”, elijo la de Jean Cocteau: “Orson Welles es un gigante con rostro de niño, un árbol lleno de sombras y de pájaros, un perro que ha roto la correa y se ha ido a dormir a un macizo de flores. Es un vago activo, un sabio loco y un solitario rodeado de humanidad”.

1. Ciudadano Welles, de Orson Welles y Peter Bogdanovich. Editorial Grijalbo, Barcelona 1994.


El otro lado del olvido

 

Entre 1970 y 1976 Welles rodó, a intervalos, The Other Side of the Wind, un proyecto personal cuya idea había germinado, según cuenta la leyenda, a partir de un encuentro con Hemingway en 1937, que empezó a los sillazos y acabó en una reconciliación regada con whisky. La película, en blanco y negro, comenzaba con la muerte del director de cine Jake Hannaford –interpretado por el realizador John Huston–, que intentaba volver a las primeras planas con un filme titulado, precisamente, The Other Side of the Wind. Participaban además Susan Strasberg, Lili Palmer, Paul Mazursky, Jack Nicholson, Oja Kodar, Dennis Hopper, Peter Bogdanovich, entre otros. Según Joseph McBride, autor del libro What Ever Happened to Orson Welles?, entre otras cosas allí se ridiculizaba a algunos realizadores contemporáneos de entonces, como Antonioni. A propósito de ese filme, cita en su libro Bogdanovich, ilustrando aquel interés que tuvo Welles durante toda su vida por la ancianidad: “‘Es sólo cuando tenemos 20 años, o 70 u 80, cuando hacemos nuestra obra más grande –continuó Orson–. El enemigo de la sociedad es la clase media; el enemigo de la vida es la mediana edad. La juventud y la vejez son los mejores tiempos, debemos conservar la edad provecta como un tesoro y considerar genial la capacidad de funcionar en la edad anciana…(…)’. Al otro día Orson me informó que proyectaba hacer su última película precisamente sobre ese tema: los últimos años de un director que estaba envejeciendo, y así fue, posiblemente, como Orson Welles empezó a filmar su película, ahora legendaria, The Other Side of the Wind, financiada con su propio dinero a finales de 1970 y que continuó filmando de manera discontinua durante varios años (…). Lo poco que he visto de ella está entre lo mejor que hizo Orson Welles” (pág 24). Además del dinero del propio Welles, hubo para la película una combinación de fondos alemanes, españoles e iraníes. Según cuentan Frank Marshall y Bogdanovich, las cosas se torcieron cuando “un productor se esfumó con parte del dinero”, y a causa de la revolución iraní.

El material rodado –unas mil bobinas– quedó guardado bajo la custodia de la hija de Welles, Beatrice, hasta que en 2014 los productores Frank Marshall y Filip Jan Rymsza, bajo el sello Royal Road Entertainment, negociaron con Beatrice, Oja Kodar y la empresa franco-iraní L’Astrophone –entre las rarezas que caracterizaron los financiamientos de Orson Welles, figura que Mehdi Bushehri, cuñado del entonces sha de Irán, pusiera algunos fondos para esa película– el permiso para concluirla. Es necesario rodar algunas escenas que faltan, y agregar la música, expresó Marshall al New York Times. Pero como los problemas de financiamiento acosan a Orson Welles aun después de muerto, repicó por todos lados la noticia de que Marshall y Rymsza, con Jens Koether Kaul y Bogdanovich, que se sumaron al proyecto, han recurrido al crowfunding (financiación colectiva) para juntar los 2 millones de dólares necesarios para concluir la película, que llegaría a unas dos horas y cuyo montaje se haría según instrucciones escritas por Welles. La contribución mínima es de diez dólares y la máxima de 25 mil, y a cambio se ofrece desde un enlace para descargarla hasta una copia en Dvd, un libro de fotografías inéditas, posters o puros de edición limitada, entradas para el estreno mundial, o una de las latas originales en las que se conservaron los rollos. La máxima recompensa es una copia de la película en 35 milímetros. Dado que en las primeras horas del llamado se reunieron unos cuantos miles de dólares y el apoyo de los cineastas más reconocidos –Clint Eastwood y Wes Anderson entre ellos–, probablemente el dinero pueda juntarse pronto. Aprovechando la bolada, y como el hombre da jugo con su anecdotario inacabable, en abril de este año se publicó Orson Welless Last Movie. The Making of The Other Side of the Wind, escrito por Josh Karp, donde cuenta anécdotas de la producción, entre ellas la de John Huston bastante bebido conduciendo en una autopista por la senda contraria “para terror de todo el equipo”. Este libro podría, a su vez, convertirse en un filme; Karp anunció estar escribiendo un guión, y sueña con ver a Jeff Bridges interpretando a Welles y a Nick Nolte como John Huston.

Pero hay más, y más extraño. Hay un lugar de Italia llamado Pordenone donde el azar iluminó un pequeño milagro. En 1938 el Mercury Theatre de Welles ponía en escena una obra teatral llamada Too Much Johnson, y a Welles se le ocurrió rodar tres prólogos en cine mudo para incorporarlos a la puesta en escena. Al final la incorporación no se hizo, y lo filmado quedó en alguna parte. Según Orson Welles, en su casa de Madrid, que se incendió en 1970, por lo que todo el mundo, incluido el interesado, concluyó que ese material –en nitrato de celulosa, altamente inflamable– se había perdido para siempre junto a numerosos guiones y libros inéditos. “Era una hermosa película. Creamos una especie de Cuba soñada en Nueva York”, le dijo Welles de Too Much Johnson a uno de sus biógrafos, Joseph McBride.

Pero en 2008, en Pordenone –donde se celebra un festival de cine dedicado enteramente a películas mudas–, un intenso olor a vinagre preocupó a Piero Colussi, de la asociación de cine independiente Cinemazero. Cuatro años antes había aceptado unas cajas con rollos de película antigua que le mandó un amigo, dueño de una empresa de envíos, que no sabía qué hacer con ellas. Colussi revisó los rollos y en algunos de ellos encontró la palabra Welles. Como no le era posible cargar las cintas de nitrato en los proyectores de que disponía, decidió enviarlas a la Universidad de Gorizia, cercana a Pordenone, para que estudiaran los fotogramas. Un día le informaron que el material contenía imágenes con Joseph Cotten muy joven. Too Much Johnson volvía a la vida –a la mirada pública– después de un misterioso periplo cuyos tramos, aún no conocidos, podrían muy bien haber sido diseñados por Orson Welles. La restauración de la cinta comenzó en Holanda y luego se prosiguió en Estados Unidos; en agosto, la George Eastman House informó públicamente sobre el proceso, y su estreno mundial en octubre de este año. Precisamente en Pordenone, durante la edición número 32 del festival Le Giornate del Cinema Muto.

Información adicional

Autor/a: Rosalba Oxandabarat
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Fuente: Brecha

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