En plena cruzada para aumentar su frontera agrícola y minera, Brasil arde con más de mil incendios por día. Al fuerte aumento de la deforestación en lo que va de su mandato, Bolsonaro respondió echando al director del organismo que alertó de la situación. Su política ambiental genera resistencias incluso en la bancada ruralista y dificulta las relaciones diplomáticas brasileñas.
El cielo paulista se oscureció de repente, y las tres de la tarde se hicieron las tres de la madrugada. A miles de quilómetros de la metrópolis, vastas extensiones de la selva amazónica ardían desde hacía más de diez días. Hasta hoy arden. La señal del 19 de agosto fue clara: la destrucción de la Amazonia nos afecta a todos. La cantidad de queimadas, como se conoce a las quemas de extensiones de selva para convertirlas en áreas de cultivo, es la mayor registrada por el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil (Inpe, por su sigla en portugués). Sólo en agosto y hasta el martes 20 se constataron 23 mil focos de incendio en la Amazonia, más de mil por día. Desde enero, son más de 53 mil. La cantidad de incendios y la llegada de un frente frío sería la causa del desplazamiento de las cenizas hasta San Pablo.
En el norte, en el estado de Pará, estancieros promovieron el “Día del fuego”, el pasado sábado 10. Según dijo al diario local Folha do Progresso uno de los organizadores, la idea era “mostrarle al presidente que queremos trabajar y la única forma es desmontando. Para limpiar nuestras pasturas es (necesario) el fuego”. Según el Inpe, en esa región los focos aumentaron 300 por ciento con relación al día anterior. Jair Bolsonaro se desmarcó y levantó la sospecha de que podían ser incendios criminales promovidos por “oenegeros”, en respuesta a los recortes del gobierno en los fondos de preservación de la Amazonia. Marina Silva, ex ministra de Medio Ambiente y candidata a la presidencia en la última elección por el partido Rede, escribió: “La Amazonia está siendo quemada por una mezcla de ignorancia e intereses truculentos. El gobierno está inaugurando un tiempo de delincuencia libre, en el que se puede agredir la naturaleza y las comunidades sin miedo de punición”. Y quizás ahí esté el punto central. Los efectos de estas queimadas pueden ser gravísimos y su alcance, todavía incierto. Pero más grave aun es el contexto en el que se encuadran.
OSCURANTISMO.
La reciente divulgación por parte del Inpe de datos sobre la deforestación de la Amazonia puso el tema en el centro de la discusión pública brasileña y generó polémica a nivel internacional. El instituto ya había señalado un importante aumento del desmonte en junio de este año, un 88 por ciento mayor con relación al mismo mes del año pasado. Los datos fueron recogidos por el sistema satelital Deter, que rastrea el desmonte en tiempo real y genera alertas para colaborar con los organismos de fiscalización. Las reacciones del gobierno no se hicieron esperar y, en vez de hablar de la fiebre, el presidente le pegó al termómetro. El 19 de julio, Bolsonaro atacó los datos publicados y dijo que el presidente del Inpe, Ricardo Galvão, “podría estar al servicio de alguna Ong”. Galvão respondió, al día siguiente, que Bolsonaro no puede actuar “como si estuviera en una conversación de bar” y agregó que lo del presidente eran “comentarios impropios y sin ningún fundamento (…), ataques inaceptables no solamente a mí, sino a las personas que trabajan por la ciencia de este país”. El jerarca afirmó que no renunciaría, pero la situación se volvió insostenible, y el 2 de agosto fue destituido. Pero nuevos datos, divulgados el 6 de agosto, mostraron un aumento de la deforestación ocurrida en julio: 278 por ciento más en relación con julio de 2018. En total, el aumento de los últimos 12 meses es de 40 por ciento respecto de los 12 meses previos, y esa tendencia seguramente se confirmará con los datos que se emiten anualmente, que se esperan para fines de octubre. Carlos Nobre, doctor en Meteorología por el Mit que trabajó en el Instituto Nacional de Investigaciones de la Amazonia y se desempeñó como investigador del Inpe durante 35 años, dijo a Brecha sobre la salida de Galvão que “la destitución de un científico renombrado, que es uno de los mejores gestores de instituciones científicas que Brasil ha producido en las últimas décadas, es una pésima señal y transmite una inseguridad muy grande sobre el papel de las instituciones públicas de ciencia”. Nobre entiende que el mensaje es “anacrónico” y remite a la idea de que “las instituciones no sirven a la sociedad, sino al gobierno, y que si el gobierno está insatisfecho con un dato que las instituciones difunden como parte de su misión, se las obliga a alinearse en una posición política de sólo divulgar lo bueno”. Sin embargo, “los satélites no mienten”, recordó Nobre. Por eso, el científico afirmó que la estrategia de atacar al mensajero es de tiro corto: “Existen numerosos sistemas de monitoreo de alta calidad en varias partes del mundo, que miden lo que acontece con la vegetación en todo el planeta, principalmente en las selvas tropicales. No tendría ningún sentido intentar esconder lo que pasa en la Amazonia o enojarse por la divulgación de lo que está ocurriendo: esa política no lleva a ningún lado”.
TAL ASTILLA.
La línea del nuevo gobierno en política ambiental ya había quedado clarísima en diciembre pasado, con la elección del ministro que se encargaría de implementarla. Ricardo Salles es un cuadro de la derecha reaccionaria, ligado fuertemente a los ruralistas. Actualmente miembro del partido Novo, y fundador del movimiento conservador Endireita Brasil, durante la campaña repartió un panfleto con un paquete de balas en el centro y con sus destinatarios alrededor: “Contra la plaga del jabalí”, “Contra la izquierda y el Mst (Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra)”, “Contra el robo de tractores, ganado e insumos”, “Contra los bandidos en el campo”. Impulsor de una línea dura de la defensa de la propiedad privada, en una entrevista publicada en su cuenta de Youtube y citada por el portal Nexo, manifestó: “Tenemos que garantizar un ambiente seguro, estable y previsible para que la producción rural pueda ir hacia adelante”. Léase: para aumentar su área de expansión, o sea, aumentar el desmonte. En esa misma entrevista, Salles se quejaba de “esas invasiones, esas cosas del Mst, de los quilombolas e indios que amenazan la propiedad productiva. Eso es un gran atraso, y precisamos defender al productor para que trabaje en paz. El productor rural siempre fue cuidadoso, consciente de sus deberes, y ahora es amenazado todos los días a causa de esa falta de seguridad jurídica y del exceso de Estado”. En la disminución del papel del Estado, precisamente, está enfocado el gobierno.
Para Telma Monteiro, pedagoga brasileña que se dedica desde hace años a la investigación de las políticas ambientales y los procesos de licitación de grandes obras en la Amazonia, esa es la cruzada del ministro elegido por Bolsonaro: “Está ahí con un papel muy específico, que es acabar con las leyes ambientales y desmontar la estructura de gobernanza ambiental que se ha construido en el país a lo largo de los años”. De acuerdo con Monteiro, estas estructuras no siempre funcionan para el bien del medio ambiente, pero al menos permiten que exista un cierto contrapeso de la sociedad civil. Cree que el objetivo del gobierno es abrirle paso a los monocultivos y acabar con ese contrapeso, y de ahí el discurso tan radical contra las oenegés y las organizaciones sociales: “El agronegocio precisa expandirse, y esa expansión solamente se puede dar en regiones que todavía no fueron deforestadas. Para eso está Salles, para trabajar desde adentro a favor de los ruralistas y contra la preservación ambiental”. La investigadora afirmó a Brecha que Salles “no está informado, no conoce la Amazonia ni sus problemas, ni a las poblaciones indígenas, no sabe para dónde ni cómo corren los ríos, ni qué es lo que pasa en el suelo de la selva”. Para Monteiro, la situación actual de deforestación puede alcanzar niveles mucho más dramáticos, porque “si se atacan las estructuras que cohíben el desmonte, caminamos hacia el caos total”.
Ni siquiera dentro de los sectores ruralistas hay consenso sobre esta cruzada antiambiental. Katia Abreu, una de las más radicales defensoras del agronegocio, ministra de Agricultura de Dilma Rou-sseff entre enero de 2015 y mayo de 2016, y actualmente líder de la bancada ruralista en el Senado, dijo en una entrevista a O Estado de São Paulo publicada el lunes 13 que “los agricultores que están alegres hoy, van a llorar mañana”. Abreu, que fue una de las voces más expresivas del antiambientalismo, cree que Bolsonaro está “transfiriendo toda su visión reaccionaria al agro” y que ese discurso, además de “alimentar el desmonte”, puede “cerrarle mercados a los productos brasileños”. La senadora incluso defendió el trabajo de muchas oenegés y lo calificó como “serio”, a contramano del gobierno. El propio Blairo Maggi, ex ministro de Agricultura de Temer y uno de los pesos pesados del agronegocio, manifestó a Valor Económico que el discurso “agresivo” de Bolsonaro genera “confusión” y puede llevar al sector al “punto cero”, poniendo en peligro el acuerdo comercial con la Unión Europea.
HACHAN, TIRAN, ROMPEN, SACAN.
A comienzos de mayo, y en un hecho inédito, los ocho ex ministros brasileños de Medio Ambiente vivos se reunieron y lanzaron una carta en la que denunciaron que “la gobernanza socioambiental en Brasil está siendo desmontada, en afrenta a la Constitución”. Afirmaron que “en las últimas tres décadas, la sociedad brasileña fue capaz, a través de sucesivos gobiernos, de diseñar un conjunto de leyes e instituciones aptas para enfrentar los desafíos de la agenda ambiental del país”, pero que actualmente se asiste a “una serie de acciones sin precedentes, que vacían la capacidad de formulación e implementación de políticas públicas por parte del Ministerio de Medio Ambiente”. También cuestionaron “el discurso contra los órganos de control ambiental, en especial el Ibama (Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables) y el Icmbio (Instituto Chico Mendes para la Conservación de la Biodiversidad), los cuestionamientos a los datos de monitoreo del Inpe”, que “se suman a una crítica situación presupuestal y de personal de estos órganos”. Todo esto, sostuvieron, refuerza “la sensación de impunidad, que es la señal para más desmonte y más violencia”.
En su respuesta, Salles recayó en los mismos clichés que acostumbra el presidente y escribió: “Lo que viene perjudicando la imagen de Brasil es la permanente y bien orquestada campaña de difamación promovida por oenegés y supuestos especialistas, para dentro y fuera del país, ya sea por prejuicios ideológicos o por una innegable contrariedad a las medidas de moralización contra la farra de los convenios, los eternos estudios, los recursos transferidos, los patrocinios, los viajes, los seminarios y charlas”. El ministro, al igual que Bolsonaro, sostiene que existe un componente ideológico que vicia el accionar tanto de los órganos estatales de control ambiental como del Fondo Amazonia (FA), un mecanismo creado en 2008, durante la presidencia de Lula da Silva, para captar recursos de Estados extranjeros y de empresas con el objetivo de financiar proyectos de “preservación ambiental” y “desarrollo sustentable en la Amazonia”. En una conferencia de prensa en San Pablo, en mayo de este año, Salles dijo que habían encontrado “irregularidades en el cien por ciento de los contratos (del FA) con oenegés” y cuestionó los resultados de los proyectos financiados y la gestión de sus recursos (más de 840 millones de dólares). Sin embargo, en una relatoría citada por O Globoeste martes 14, el Tribunal de Cuentas de la Unión –que comenzó una auditoría del fondo a fines del año pasado– elogió la transparencia en la información y la gestión de recursos del FA, contradiciendo al ministro. De todas maneras, el gobierno ya afirmó que quiere utilizar esos recursos para indemnizar ruralistas afectados por expropiaciones de tierras para unidades de preservación ambiental. La reacción de las embajadas de Alemania y Noruega, principales financiadoras del fondo, fueron inmediatas. El jueves 15, Noruega suspendió el pase anual de recursos para el FA, equivalente a 33 millones de dólares, y siguió así los pasos de Alemania, que había hecho lo propio días atrás. El ministro de Clima y Medio Ambiente noruego, Ola Elvestuen, dijo que los aumentos en los índices de destrucción de la Amazonia demuestran que “el gobierno brasileño ya no quiere parar el desmonte”.
Guilherme Carvalho, doctor en desarrollo sustentable del trópico húmedo por la Universidad Federal de Pará y coordinador en la Amazonia de la Ong Fase, llamó la atención, en diálogo con Brecha, sobre el papel de los diferentes niveles de gobierno en el debilitamiento de las políticas ambientales: “El gobierno federal es el eje propulsor, pero este es un proyecto de todo el bloque de poder que está en control del Estado. Los gobiernos estatales y municipales también desarrollan una serie de políticas en la misma línea. Muchos alcaldes usan la revisión de los planos de directrices municipales para poder abrir más áreas para grandes empresas, e intentan que cada vez más las licitaciones sean realizadas por las intendencias y las alcaldías, donde las empresas tienen un poder de lobby todavía mayor que en instancias superiores. Si estos gobiernos pasan a tener la responsabilidad de adjudicar los proyectos en la región, gran parte de la Amazonia va a caer”.
PRECISAMOS PARAR.
En un texto de 1977 llamado Brasil: tierra de los indios, el reconocido antropólogo brasileño Darcy Ribeiro escribía: “Los efectos del impacto de la civilización sobre las poblaciones indígenas son tan dramáticos y destructivos que, sin duda, las tribus indígenas de Brasil que todavía sobreviven desaparecerán si no son objeto por parte del gobierno federal de una protección específica y más eficaz que la actual. Esto significa que todavía no se interrumpió la guerra secular de diezmado y opresión: continuamos matando a nuestros indios. ¡Precisamos parar!”. Cuarenta y dos años después, la administración liderada por Jair Bolsonaro se empeña en atacar justamente el único punto que para Darcy Ribeiro podría garantizar la supervivencia indígena: la protección del gobierno federal. En el primer día de mandato, el presidente transfirió la responsabilidad de la demarcación y regulación de las tierras indígenas de la Fundación Nacional del Indio (Funai) al Ministerio de Agricultura, liderado por Tereza Cristina, ex líder de la bancada ruralista en el Congreso. El propio Congreso, al analizar a fines de mayo esa decisión presidencial, devolvió la potestad a la Funai, pero Bolsonaro insistió y emitió un nuevo decreto para revertir la decisión. En ese momento, dijo: “El que demarca tierra indígena soy yo. El que manda soy yo”. El pasado 1 de agosto, y por unanimidad, el Supremo Tribunal Federal mantuvo la responsabilidad de la Funai, tras una sesión en la que el magistrado Celso de Mello dijo haber visto “resquicios indisfrazables de autoritarismo” en el accionar del presidente. Diez días después, durante un evento en Pelotas, Río Grande del Sur, Bolsonaro afirmó: “Caca de indio petrificada dificulta la licitación de obras importantes”. Luego dijo que es necesario “integrar a los indios a la sociedad y buscar un proyecto para el Brasil”. La referencia a las heces viene de una de sus declaraciones previas, cuando había dicho que se podía resolver la cuestión ambiental “haciendo caca día por medio”. En otras ocasiones, el presidente ya había defendido la integración forzada de los indígenas, que, según dijo en enero de este año, “viven aislados y son manipulados por oenegés”. Otro de los ataques del gobierno a los pueblos originarios fue la amenaza –realizada en marzo– del eventual cierre de la Secretaría Especial de Salud Indígena, que depende de recursos del gobierno federal. De concretarse, la atención de los indígenas pasaría a depender de recursos municipales y ellos engrosarían las ya saturadas filas de los hospitales. Luego de protestas en varias regiones del país, el gobierno reculó.
Cleber César Buzatto, secretario ejecutivo del Consejo Indigenista Misionero, una organización religiosa que actúa junto con los pueblos indígenas de Brasil desde 1972, dijo a Brecha que hay en marcha un cambio radical, fundamental para entender la gravedad del momento actual: “A través del discurso de Bolsonaro, el gobierno no solamente da indicios de omisión, sino que señala hacia dónde pueden y deben ir los agresores de los pueblos indígenas, y los incentiva. Por eso su discurso es mucho más grave que una simple ‘carta blanca’. No sólo es una especie de autorización: es combustible”. La omisión del Estado, explica, siempre existió y permanece. Pero ahora “es el propio gobierno el que dirige las amenazas y los procesos de agresión y ataque”. Buzatto observa un “aumento significativo de denuncias y reclamos sobre nuevos procesos de invasión” que indica que “está en curso en Brasil una nueva fase de saqueo, de robo de tierra indígena, en la que se ataca incluso tierras ya demarcadas y debidamente regularizadas que ahora pasan a ser loteadas, comercializadas ilegalmente o víctimas de deforestación con corte raso”. Esto se suma al congelamiento en la demarcación de nuevas tierras indígenas, que “aumenta el potencial de conflicto en las regiones y acaba eternizando la situación de vulnerabilidad socioeconómica que sufren estos pueblos”. Para Buzatto, en esta nueva fase, “se corren riesgos muy serios de que ocurran genocidios, especialmente en la región amazónica, contra pueblos que desde el punto de vista numérico son menores, o grupos aislados, libres, que viven sin contacto”. Pero siempre, y como hace más de 500 años, hay lugar para la esperanza: “Los pueblos originarios han demostrado que no van a alterar su posicionamiento y su disposición para luchar y resistir. No se han amedrentado. Esto alimenta la esperanza de que ese proyecto genocida del gobierno sea vencido por los pueblos como fue vencido el proyecto genocida de la dictadura militar”.
Por Marcelo Aguilar
23 agosto, 2019
Aumento en la aprobación de agrotóxicos
El señor de los venenos
En lo que va del año, el gobierno de Bolsonaro liberó 262 agrotóxicos. Un récord. La explosión vino después del impeachment. Empezando en 2016, que había tenido el número más alto de liberaciones de los últimos seis años (106), los permisos casi se duplicaron en 2017 (203), siguieron aumentando en 2018 (239) y en lo que va de 2019 (262). En la última tanda de productos aprobados, en julio de este año, 18 son “alta o extremadamente tóxicos”, según Greenpeace. De los liberados el año pasado, 43 por ciento entran en esa categoría, y dentro de ese grupo, 31 por ciento no son permitidos en la Unión Europea. De acuerdo con el Ministerio de Agricultura, hay más de 2 mil productos esperando aprobación. Mientras tanto, la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria de Brasil aprobó, el último mes, nuevas reglas para clasificar a los agrotóxicos, lo que generó una disminución drástica de los considerados como “extremadamente tóxicos”. Esto ocurre, entre otras cosas, porque la agencia utilizará solamente el riesgo de muerte para definir su clasificación, dejando de lado irritaciones en la piel o problemas respiratorios.
Franciléia Paula de Castro, ingeniera agrónoma, magíster en salud pública e integrante de la Campaña Permanente Contra los Agrotóxicos y por la Vida, dijo a Brecha que “la liberación de estos nuevos registros no tienen nada que ver con la eficiencia agronómica. Es una acción volcada hacia los intereses de las industrias químicas y de la bancada ruralista”. Paula describió otro de los puntos graves: “¿Quién fiscaliza los agrotóxicos en Brasil? Los órganos que defienden liberar nuevos productos y vuelven más laxas las normas, como la de la clasificación toxicológica, son los mismos que deberían fiscalizar. Esa es una gran fragilidad a nivel institucional y es lo que permite esa liberación abusiva de nuevos registros”.
Las consecuencias de la deforestación
El rastro del Capitán Motosierra
En medio de las polémicas, Bolsonaro ironizó diciendo que él era el “Capitán Motosierra”. Pero aunque el presidente se los tome con poca seriedad, los efectos de su política son extremadamente graves. En 1989, Carlos Nobre hizo la primera investigación y alertó sobre la posibilidad de que la deforestación en la Amazonia podría llevar a una “sabanización” de la región: incluso parando el desmonte, la selva no volvería y el paisaje se convertiría en una sabana biodegradada. Nobre dice que hoy en día se conoce mucho mejor la relación entre el desmonte, el calentamiento global y el aumento de los incendios forestales, y que al analizar estos factores, la academia llegó a la siguiente conclusión: “Si el desmonte pasa del 25 por ciento del área de la selva, llegaríamos a un punto de ruptura, en el que la vegetación comenzaría a desaparecer de a poco durante los próximos 30 o 40 años, y perderíamos así hasta el 60 por ciento de la selva. De hecho, la deforestación en la cuenca amazónica está entre el 15 y el 17 por ciento, no estamos lejos de ese riesgo”. Nobre explicó lo que está en juego y lo que se puede perder: “En primer lugar, si eliminamos la selva, la temperatura aumentará entre 1 y 3 grados no solamente en la Amazonia, sino también en el centro del país, por causa de los vientos. Estás calentando una región que ya de por sí es caliente. Eso tiene enormes perjuicios para la salud humana y para la propia agricultura de esa región, con picos de calor que disminuyen muchísimo su productividad”. Por otro lado, sostuvo que “el proceso de sabanización tiene un lastre enorme de extinción. Estamos hablando de que desaparecerían de la tierra decenas de miles de especies”. Para el científico, es necesario ir en sentido contrario: “Restaurar selvas en todo el planeta, y sobre todo en los trópicos, es un mecanismo fantástico para retirar gas carbónico de la atmósfera. Necesitamos políticas de restauración forestal”. Y cambiar el paradigma: “Es necesario basar la economía en la biodiversidad, en la selva viva. Su potencial económico es muy superior al de la carne o la soja”.
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