En una época donde la igualdad en el laboratorio está más cerca que lejos, la cultura revisa el arrinconado papel de las mujeres en la historia de la ciencia
En el otoño de 1940, mientras el antisemitismo daba dentelladas, Rita Levi-Montalcini (Turín, 1909-Roma, 2012) fabricaba instrumentos artesanales para rehacer en su habitación un laboratorio donde continuar con la investigación que las leyes raciales de Mussolini habían truncado. Ante cada bombardeo británico, protegía su vida tanto como la del microscopio binocu¬lar Zeiss que se llevaba al refugio. En la montaña, donde se ocultó con su familia, peregrinó por granjas para conseguir huevos que le proporcionasen embriones para el experimento y tortillas para sus estómagos, por este orden. Y ni siquiera fueron las horas más angustiosas que vivió durante la guerra, cuando ejerció la medicina con tal impotencia ante la avalancha de muertos que renunció de por vida a la práctica clínica.
Años después, al revivir aquellas horas para sus memorias Elogio de la imperfección (Tusquets), afirmaría que siguió adelante con sus trabajos mientras el mundo se derrumbaba gracias a “la desesperada y en parte inconsciente voluntad de ignorar lo que ocurre, porque la plena consciencia nos habría impedido seguir viviendo”. Aquellos estudios desarrollados a contrapelo acabarían en un descubrimiento, el factor de crecimiento nervioso (NGF), que le daría en 1986 el Nobel de Medicina.
Un asunto, el del Nobel, al que ella dedica dos escuetas alusiones en sus memorias. Lo importante estaba en otra parte. En el consejo que un colega le dio en uno de aquellos días apocalípticos: “No se dé por vencida. Monte un laboratorio y siga trabajando. Recuerde a Cajal, y cómo en la ciudad soñolienta que debía ser Valencia a mediados del XIX sentó las bases de lo que conocemos del sistema nervioso de los vertebrados”.
No darse por vencidas pese a que todo, el contexto también, invitaba a hacerlo. La clave que convierte en historias épicas las trayectorias de las mujeres que dieron a la ciencia más de lo que la ciencia les reconoce reside en un heroico afán de superación. En una inteligencia portentosa protegida por una coraza de galápago para sobreponerse a los abucheos, las burlas, la explotación salarial o la apropiación indebida de sus ideas. Contra la visión de que la ciencia era un reducto de hombres, emergen cada vez más biografías y películas de esas aventureras del conocimiento (desde 2009:Ágora, El viaje de Jane, Temple Grandin, Figuras ocultas o Marie Curie).
Pocas, sí. Pero tan silenciadas que no existían hasta que en las últimas décadas, acompañando a la irrupción masiva de mujeres en el laboratorio y al impulso de los estudios de género, aflora una relectura que pone algunas cosas (y personas) en su sitio: desde la paleontóloga Mary Anning (1799-1847), que renovó el conocimiento de la prehistoria con sus descubrimientos de fósiles de dinosaurios (y silenciada por ser mujer, pobre y no anglicana, en el orden que quieran), hasta la matemática Ada Lovelace (1815-1852), considerada precursora de la programación informática.
Claro que si el Nobel es la cúspide para medir la excelencia, solo 48 mujeres han tocado el cielo. Un raquítico 5% de los 881 premiados (excluidos organismos) desde que se entregan en 1901. Tampoco las estadísticas domésticas invitan al jolgorio: los principales premios científicos concedidos hasta 2015 en España (Princesa de Asturias, Nacionales, Jaime I y Frontera-¬BBVA) han ido a manos de hombres en el 89% de las ocasiones, según datos de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas (AMIT).
Los honores no resisten una revisión crítica de su historia. La trastienda del Nobel está repleta de pelusa sexista. Tres ejemplos. La austriaca Lise Meitner, pese a su papel en el descubrimiento de la fisión nuclear, es excluida en 1944 del Nobel de Física, entregado a su colaborador ¬Otto Hahn (otra alegría que sumaba la judía Meitner después de haber tenido que huir del Berlín nazi). Rosalind Franklin y su famosa Fotografía 51, donde se aprecia la doble hélice del ADN por la que pasarían a la historia James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins, que se valieron de la imagen sin reconocer a su autora. O la irlandesa Jocelyn Bell, que descubrió los púlsares con 24 años, mientras realizaba su doctorado. Tanta precocidad perturbó a la Academia, que distinguió con el Nobel a sus superiores.
A este rescate histórico se suma ahora la exposición Mujeres Nobel, dedicada a algunas de las ganadoras. Una lista que inauguró Marie Curie en 1903 y de momento cerraron en 2015 la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich (Literatura) y la científica china Youyou Tu (Medicina). Detrás de cada una coinciden a menudo la voluntad, la modestia y el humanismo. Si Levi-Montalcini ejerció la medicina clandestinamente durante la Segunda Guerra Mundial, Marie Curie (Nobel de Física y Nobel de Química) creó un servicio móvil de atención radiológica, los petit curie, para facilitar la extracción de metralla a los heridos en la Primera, ayudada por su hija Irène, futura Nobel de Química en 1935.
“Preocupada por la posibilidad de que alguna vez el conductor no estuviese disponible, aprendió a conducir y también la mecánica imprescindible”, cuentan en la biografía Ella misma (Palabra) Belén Yuste y Sonnia L. Rivas-Caballero, también comisarias de la exposición, que han organizado el CSIC y el Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Marie Curie es probablemente la científica más admirada. Fue también una de las más atacadas por su vida personal (su supuesta relación, ya viuda, con Paul Langevin, ya casado), utilizada por la prensa sensacionalista con la saña de las redes sociales de hoy. El mito Curie, sin embargo, pudo con todo, incluida la apertura de las puertas del Panteón de Hombres Ilustres de Francia en 1995. Un modelo que llevó a la niña Joaquina Álvarez a saber de qué iría el futuro: “Me regalaron un libro sobre ella y me dije: ‘Yo quiero hacer esto, saber cómo funciona el mundo, y más o menos lo he conseguido, pero siempre he sido minoría. Y cuando eres minoría, no te escuchan, te ignoran y casi siempre estás sola”. La geóloga Álvarez, que investiga en Taiwán los procesos que influyen en la formación de cordilleras, preside la AMIT, la organización que desde 2002 lucha por una ciencia libre de discriminación. Y aunque hay señales optimistas —tantas mujeres como hombres leyendo tesis—, se mantiene el predominio masculino en la cima de la carrera científica española.
En Europa se cita el 2000 como punto y aparte. Se presenta ese año el informe ETAN sobre Mujeres y Ciencia, un alarmante compendio de desigualdades en los países comunitarios. “La brecha de género afecta al PIB. Una sociedad no puede permitírselo, como tampoco se puede permitir la esclavitud, porque significa perder talento”, sostiene Pilar López Sancho, presidenta de la Comisión Mujeres y Ciencia del CSIC. En 2015 promovió la entrega de la medalla de oro del organismo a Jocelyn Bell, la descubridora de los púlsares. Pensó que era la primera mujer en recibirlo. Su estupor fue mayúsculo al descubrir que había un precedente que ignoraba. “La primera en recibir la medalla fue Rita Levi-Montalcini, pero en vez de en el salón de actos, se le dio en una salita pequeña y no se hicieron fotos. Pasó desapercibido. El colmo es que le den la medalla y no se sepa”.
La periodista Dava Sobel reconstruyó en El universo de cristal (Capitán Swing) la insólita experiencia del Observatorio de Harvard, que en 1893 alcanzaba la paridad: el 42,5% de los ayudantes eran mujeres. Hasta ahí lo bueno. “A veces me siento tentada de abandonar y dejar que pruebe poniendo a otra o a algún hombre a hacer mi trabajo, para que así se dé cuenta de lo que está obteniendo conmigo por 1.500 dólares al año, comparado con los 2.500 que recibe cualquier otro ayudante (hombre). ¿Piensa alguna vez que tengo un hogar que mantener y una familia que cuidar al igual que los hombres?”, se quejaba Williamina Fleming, una escocesa que entró como sirvienta en la casa del director del Observatorio, Edward Pickering, y acabó como conservadora oficial de fotografías astronómicas de Harvard.
Además de la complicidad de Picke¬ring, las investigadoras se beneficiaron de otra circunstancia: la financiación del Observatorio dependía de la filántropa Anna Palmer Draper, viuda del astrónomo Henry Draper. Para la historia también quedó constancia de la incomodidad que suscitaban las astrónomas en el presidente de Harvard: “Siempre pensé que el cargo de la señora Fleming era un tanto anómalo y sería mejor no convertirlo en una práctica regular otorgando a sus sucesoras el mismo cargo”.
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