De acuerdo con sus defensores, esta ley permitirá “el mayor proceso de paz que haya conocido el país”. Tragedia y paradoja colombianas, nada más. Para que así suceda, con el silencio de una parte de la sociedad satisfecha, se invirtió la carga de la historia: los narcotraficantes pasaron a ser alzados en armas. Los que han actuado como defensores del establecimiento se transformaron en rebeldes. Los que masacraron y cometieron innumerables crímenes en defensa de la propiedad privada se convirtieron en luchadores políticos. Por efectos de esa ley, reconocidos sicarios y narcotraficantes se elevaron al status de comandantes y dirigentes de fuerzas políticas. Ver para creer.
El Comisionado de Paz dice que esta ley es motivo de “orgullo nacional porque respeta la normatividad internacional”. Sobre el mismo tema, el Ministro del Interior sentencia que “la norma aprobada es un ejemplo para todo el mundo”. Al pronunciar estas frases, el Comisionado y el Ministro ocultan que, para hacer posible la ley de marras, el establishment –desde una identidad de propósitos con sus beneficiarios– violó el principal precepto que alimenta la normatividad internacional en derechos humanos: no se considera como luchador político a un simple defensor de su propiedad y privilegios. No olvidar Si se hace un poco de memoria, no es difícil recordar que estas fuerzas, finalmente llamadas bajo el nombre único de Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), tuvieron su origen en la agrupación de sicarios Muerte a Secuestradores (MAS), constituida por los capos del narcotráfico y los señores de corbata lavadores de sus grandes sumas para defenderse del secuestro.
Luego, una infinidad de bandas armadas (más conocidas como oficinas) le siguieron en Medellín y Cali; hacían las veces de trabajadores de la muerte de los grandes narcotraficantes, cobradores de deudas, dispensadores de vehículos, y otra infraestructura para sus diversos operativos o simples cuidadores de ‘cocinas’ o transportadores de droga. Vendrían luego en varias ocasiones los agentes de Israel, Sudáfrica, Inglaterra y otros países a formarlos. Hasta por televisión nos mostraron los entrenamientos. Ya se vaticinaban los propósitos que otros tenían con ellos. Narcotráfico.
Toda una generación de jóvenes se enroló tras esa bandera. Bajo el imán del enriquecimiento fácil e inmediato, cumplió su papel en nuestra sociedad. Admitidos, visitados en secreto por los altos estamentos, los ídolos y referentes de la juventud –y de la mayoría de colombianos– llegaron a ser Pablo Escobar, Rodríguez Gacha, Carlos Lehder y los Rodríguez Orejuela. Unos personajes que hacían y deshacían en sus ciudades. Medellín y Cali, pero también Envigado, Itagüí, Yumbo, Cartago, Pereira, La Dorada y otras pequeñas municipalidades salían de su vida provincial ante la inundación de carros último modelo, caballos de paso, casas decoradas con toda la extravagancia que fuera posible, ropa de la última moda, e industriales y políticos liberales y conservadores rendidos a los pies de los nuevos ‘señores’.
Todo lo que decían se hacía, y ante su poder embriagador todas las puertas se abrían. La fuerza pública desapareció, se alió o no vio nada. Sin alcanzar a reponerse ante el poder del dinero repotenciado, salvado de esa crisis que llevó a dictaduras militares en gran parte del continente, la sociedad sucumbió: los valores se trastocaron, ¡el modelo de vida americano se impuso! La fuerza de las armas era el ‘razonamiento’ que seguía a la solicitud de los ‘señores’ y su ejército de sicarios. Centenares de jóvenes fueron a dar a los Estados Unidos y otros países como cuidanderos de fortunas, transportadores de droga o simples sicarios. Ahora hay allí más de 15 mil colombianos presos, en su mayoría por delitos de narcotráfico. Algunos pocos regresaron ‘coronados’. Otros hicieron la codiciada fortuna en sus propias ciudades (ahora se les ve por televisión negociando sus fuerzas).
Miles fueron asesinados en vendettas. Surtir de droga a la CIA, a mediados de los años 80s, para que financiara su guerra de paramilitares ‘contras’ dirigida contra Nicaragua, les dio un inmenso poder a los capos del narcotráfico colombiano. En ese entonces eran aliados útiles. Las sumas que amasaron fueron inmensas, alcanzando incluso para “pagar la deuda externa”, como ofrecieron a un ex presidente de Colombia. Eran los primeros intentos para legalizar el negocio y encontrarle salida a la presión de la extradición. Vinieron las contradicciones. El movimiento de los extraditables se presentó en sociedad, y el terrorismo se hizo “bomba de cada día”. Una parte del establecimiento (en Colombia y los Estados Unidos) no aceptó el crecimiento de su poder y su inserción en la vida pública nacional. En medio de la hipocresía moral que no termina “llegaron los muertos importantes”.
Se transformó cualitativamente la situación. El precio de estos actos, el asesinato de ministros, magistrados, procuradores, políticos, abogados, multiplicó los costos. Se acrecentaron las presiones internas entre las ‘familias’. El poder de Pablo Escobar se hizo insoportable. Nacieron Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar). La tripleta lo dice todo: narcotraficantes aliados con la DEA y con la Brigada XX más las filtraciones del Gabinete). Ya con Pablo Escobar muerto en un tejado, tratando de evadir el cerco, la alianza se difuminó. El cartel de Cali creyó que sus aliados no lo tocarían, pero su extradición, varios años después, les demostró que sus miembros estaban equivocados: sus favores no habían servido de nada. Por el otro lado, y continuando con su alianza –CIA-narcos–, obtuvo aprobación el incipiente proceso de grupos paramilitares. De fuerzas dispersas y con autonomía operativa se transforman en grupos contrainsurgentes y con razón de Estado que hoy obtiene pago. Su papel en el tablero internacional se hace evidente.
Como en Nicaragua, El Salvador con el Partido Arena que el coronel D’abuisson llevó a la presidencia y Guatemala se hacen brazo de las acciones encubiertas de otro ejército. Antes lideraron el genocidio de la Unión Patriótica, ahora se volcaban supuestamente contra la insurgencia, pero las víctimas resultaron no en el combate sino en miles de civiles. Las masacres se repitieron sin piedad: La Chinita, Trujillo, Mapiripán, La Mejor Esquina y decenas más. Ahora se llaman Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). Su inserción social a través de los políticos y el poder económico de cada región (terratenientes, comerciantes e industriales) permitió su legitimidad y su ascenso al centro del poder del país.
Su resultado final: las AUC. Detrás, como su inspirador y protector, el “Grupo de los Seis” (**). Antes habíamos conocido las cooperativas Convivir, otro intento por legalizar estas fuerzas y su acción social. Para que el proyecto paramilitar se consolidara se necesitaron casi dos décadas; una infinidad de luchas internas para someter a grupos armados dispersos que, en cabeza de distintos narcotraficantes, defendían intereses puntuales, y una inmensa operación psicológica de guerra para que una parte de la sociedad lo admitiera. La impunidad y la inmoralidad se hicieron norma. Así fue posible poner bajo un mismo mando a Ramón Isaza, los Castaño, Arroyave, Mancuso, Jorge 40, Don Berna y muchos más. El terror, motosierra en mano, se extendió por toda la geografía nacional, cambiando ostensiblemente el panorama político, económico y militar del país. Hoy podemos decir que su resultado es un Estado autoritario, militarizado, y una economía cada vez más dependiente y menos soberana, construida sobre bases incluso de una economía de enclave. Ante los ojos de todo un país aterrorizado, se regresa a la Colombia de principios del siglo XX. El señorío de la tierra se impone de nuevo.
Dolor sin duelo Por designio y utilidad para el poder tradicional, Colombia nunca hizo el duelo de los muertos de los años 50 del siglo anterior. Pájaros y cóndores bajo las órdenes de políticos de la capital, auspicio de los terratenientes de cada región y aval del poder religioso, masacraron a miles de colombianos. El desplazamiento y el cambio de la propiedad de la tierra desprendido de sus acciones significaron la reconstitución de nuestras principales ciudades. Sus crímenes quedaron impunes. Bajo el pacto liberal-conservador del año 58, se pasó la página del silencio. La historia se repite. Desde los años 80 se multiplicaron los sicarios. Luego llegaron los cuerpos de ejército: mercenarios por centenares.
El desplazamiento se reeditó: de trescientos mil que sumaron los de mitad de siglo –aterrorizados por el corte de franela–, ahora vamos en tres millones quinientos mil, aterrorizados por los mochacabezas y las motosierras. La propiedad del suelo cambió de dueño. Al amparo de políticos, terratenientes, empresarios de viejo y nuevo cuño, se fortaleció y legitimó el crimen. El terror se refleja en miles de miles de usurpados que deambulan por las grandes avenidas del país en espera de una ayuda, o en los miles que viven bajo la protección de gobiernos extranjeros. La Ley de Justicia y Paz que se aprobó el pasado 21 de junio pretende hacer que pase sin castigo una de las etapas más terroríficas de nuestra historia nacional.
O que los ‘condenados’ paguen en sus fincas los crímenes reconocidos o confesados. Ni orgullo ni ejemplo tenemos en esta ley. Apenas se abre el capítulo nacional e internacional que, como en Argentina y Chile tras décadas de usufructo, vuelve a la acusación y a los tribunales. Mientras tanto, la sociedad se inmuta a medias según las encuestas, y el desangre nacional, sin duelo, continúa. ** Ballén, Rafael. La pequeña política de Uribe. ¿Qué hacer con la seguridad democrática?, ediciones Le Monde diplomatique y ediciones desde abajo, abril 2005, pág. 99 Por: Carlos Gutiérrez M Editorial tomada de Le Monde diplomtique, ediciòn Colombia, julio de 2005
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