Comisión de la Verdad: el relato que no se mueve
El testigo (1992-2018), Memorias del conflicto armado colombiano en el lente y la voz de Jesús Abad Colorado

Los más leídos del 2022.

El exceso de información tiende a asfixiar la verdad. Quizá por ello no siempre sea una buena noticia el híper diagnóstico que hay sobre la realidad de Colombia. A los centenares, si no miles, de estudios y tesis doctorales sobre la violencia y el conflicto en el país, hay que sumar las, al menos, 13 comisiones de investigación nacionales creadas entre 1958 y 2022. Entre ellas, la última es la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, la que conocemos como Comisión de la Verdad.

Ha sido la última, pero no la única. Tres comisiones previas fueron de suma importancia para definir la narrativa histórica del conflicto con la que convivimos. La Comisión investigadora de las causas de la Violencia (1958), la conocida como Comisión de los Violentólogos (1987) y el Grupo de Memoria Histórica (2007) marcan, como explicaba Jefferson Jaramillo Marín**, tres momentos claves que coinciden con tres de las fases del conflicto con contornos claros.

Pero de esta Comisión de la Verdad, la que entregó su informe final en junio de 2022, se dijo que era la de verdad, verdad, la buena, la más parecida a los esfuerzos emprendidos en Sudáfrica (1995-1998), en Guatemala (1994-1997) o en Perú (2001-2003). El informe de la Comisión colombiana se entregó al país poco después de las elecciones históricas en las que el establecimiento más inmovilista perdió por primera vez, y los fastos postelectorales hacían casi imposible analizar con frialdad lo ocurrido en los algo más de cuatro años y medio empeñados en la tarea. Los fastos… y una especie de miedo colectivo a cuestionar una Comisión en la que tantas esperanzas se habían depositado.

Lo cierto es que el resultado es difícil de tragar. Sin tener en cuenta los anexos o los estudios de caso, los informes de esta Comisión, fragmentados en decenas de tomos, suman la antidemocrática cantidad de 9.024 páginas, más otras 56 de propuestas para lo que los comisionados llaman la “Paz Grande”. A esto podríamos sumar las tres lamentables páginas firmadas al margen por Francisco de Roux, el presidente de la Comisión, asegurando que los crímenes de lesa humanidad nunca fueron política de Estado –ya sabemos: la tesis de las manzanas podridas; muchas manzanas, pero manzanas sin palo que las sostenga al fin y al cabo–; o las matizaciones de los comisionados Alfonso Castillejo y Marta Ruiz explicando que los anexos y los casos no fueron leídos ni aprobados por la plenaria y, en el caso de la ex periodista de Semana, aclarando que tan malo fue el Estado y el narcotráfico como las izquierdas (“La combinación de armas y de política es histórica en Colombia y la han usado tanto sectores de la derecha como de la izquierda”).

Las matizaciones de Marta Ruiz no son excepción en un informe que casi nadie leerá en su totalidad y que trata de ser equidistante, repartir “culpas” de forma pareja, y evitar señalar a los principales responsables de lo ocurrido en el país escudándose en unas ambiguas y “múltiples causas del conflicto”.

El testigo (1992-2018), Memorias del conflicto armado colombiano en el lente y la voz de Jesús Abad Colorado

Complicidad con el relato oficial

Podríamos decir que casi cinco años después del anuncio de su constitución en abril de 2017, que 392.804 millones de pesos después (unos 85 millones de dólares, 7,2 veces más que lo gastado en Perú, 7,7 veces más que en Guatemala y 4,7 veces más que en Sudáfrica), que después de recoger 30.000 testimonios en unas 14.000 entrevistas, y que tras muchas exposiciones, obras de teatro, videos y esfuerzos comunicativos sin par, el relato se ha movido poco. Los informes contienen información valiosa y algunas líneas son rescatables, porque dentro de la Comisión hay gente que ha trabajado y ha trabajado bien, pero el barniz general que Francisco de Roux y su plenario le han dado a las conclusiones es perverso.

De hecho, esta podría ser la Comisión de la Verdad soñada por Juan Manuel Santos y por su Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, de quien casi todo el mundo olvida que fue también encargado de diseñar la Política Seguridad Democrática para Álvaro Uribe. La Comisión, que, por cierto, heredó algunos empleados del equipo de Jaramillo, ha concluido su trabajo con una especie de ‘todos tenemos responsabilidades en esta guerra’, un repartir la culpa para evadir señalar responsabilidades. Podríamos afirmar que el tsunami de víctimas arrasa con la posibilidad de señalar a los victimarios, algo así como el mantra de Santos de poner a las víctima en el centro para sacar a los victimarios a la periferia del discurso.

Lo cierto es que la Comisión de la Verdad compra el relato histórico de la Colombia oficial. Comienza su indagación en 1958, como si antes del Frente Nacional no hubiera “causas” ni “víctimas”. La época de La Violencia siempre ha sido narrada por el establecimiento como una especie de locura colectiva que llevó al país a la devastación. En el informe, apenas una referencia a la denuncia de Gloria Gaitán sobre la participación de Estados Unidos en el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. El narcotráfico sería algo así como una plaga de langostas más parecida a un castigo divino que una estrategia con responsables intelectuales y políticos. Y, al final, las violencias, aunque el informe insiste en que no son parte de la genética nacional, sí serían algo así como un fenómeno interno en el que la potencia del Norte y algunos de sus países aliados, la Unión Europea, la industria armamentística, los TLCs, las multinacionales o la cooperación internacional poco han tenido que ver. De hecho, casi se pide perdón al mundo por haber sido una sangrante molestia –“Colombia entró con todo ello en una crisis intolerable a los ojos de la comunidad mundial”.

La perpetuación acrítica de estos relatos históricos es una de las herencias que deja la Comisión. No la única. Señalaría tres más como de extrema gravedad: la fragmentación de la realidad, la disolución de las responsabilidades y la moralización de las soluciones.

La Comisión no ha sido la de “la verdad” sino la de las 10 verdades de los y las comisionadas. Los vasos comunicantes han sido pocos y los enfoques diferenciales (étnico, de género, territoriales, etcétera) nos han llevado a la trampa de los compartimentos estancos generando verdades que no practican la interseccionalidad, fundamental para entender la complejidad de la realidad colombiana. Algunas gentes que estaban dentro de la Comisión ya avisaban de este hecho desde el principio: pequeños feudos de micropoder donde se construían relatos tirando a esencialistas y que no molestaran a determinados actores (en especial, a las Fuerzas Militares). Este diseño de la institución venía desde La Habana, donde se negoció un Acuerdo de Paz muy dirigido por esa lógica del gobierno Santos de poner a las víctimas en el centro del debate pero sin contar con (todas) las víctimas o, al menos, apartando a aquellas que ponían el dedo sobre la yaga de los victimarios. Quizá por eso, hemos conocido más de la verdad en algunas de las audiencias de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) que en los abultados libros de la Comisión de la Verdad.

Mientras la JEP ha intentado, no siempre con acierto, señalar patrones e identificar responsabilidades, la Comisión de la Verdad decidió no nombrar, no ofender, “no abrir heridas”, en esa lógica gatopardista de conocer todo para no saber nada imprescindible, para aplicar el concepto católico de reconciliación impulsado por De Roux, en el que todos nacemos con un “pecado original” que, traducido a la guerra, sería algo así como “todos hemos sido cómplices originales” y señalar a un sólo culpable sería irresponsable.

La semántica es importante cuando se habla de verdad. Esta Comisión de la Verdad elige el quinto mandamiento de la religión católica –“No matarás”– para titular el volumen sobre el “relato histórico del conflicto armado interno”. No es casual. Los textos definitorios de la Comisión tienen ese aroma jesuítico que arrastra De Roux en cada una de sus intervenciones en las que parece señalar cuando lo que hace es difuminar. De hecho, ni un victimario ha reaccionado con aspavientos ante el informe de la Comisión. Eso ya es sospechoso. Muy diferente del título indignado del “¡Basta ya!”, el informe final del Grupo de Memoria Histórica (GMH) que tanto molestó a las Fuerzas Militares y que levantó muchas ampollas en el uribismo político y sociológico. Con deficiencias –porque no hay trabajo impoluto– pero el GMH advertía ya en el prólogo del ¡Basta ya!: “Es indispensable desplegar una mirada que sobrepase la contemplación o el reconocimiento pasivo del sufrimiento de las víctimas y que lo comprenda como resultante de actores y procesos sociales y políticos también identificables, frente a los cuales es preciso reaccionar. Ante el dolor de los demás, la indignación es importante pero insuficiente”.

Es así como la Comisión se conforma con reconocer a las víctimas, apabullar al país con lo ya sabido repitiendo el mito de la ignorancia. Es decir, aunque los comisionados hablan de un 20 por ciento de la población como víctima y de que casi ninguna familia quedó sin ser afectada, insisten en el relato de que la “mayoría” de los colombianos han estado al margen del conflicto, no han sabido: esto es cosa de lo rural, del salvaje “interior”. Esta mentira exculpatoria (es decir, sólo somos responsables por omisión) es fundamental para perpetuar la idea colonial de “civilización o barbarie”, minimizando lo ocurrido en los barrios de decenas de ciudades del país y olvidando que los decisores y responsables intelectuales de la barbarie tienen oficina urbana y utilizan saco y corbata. Tranquiliza pensar que las víctimas son campesinas y que los victimarios son seres animalizados y ajenos a las normas morales del país. De ser así, sólo haría falta “civilizar” a esa extremidad de la nación que vive en la prehistoria. Esa hipótesis se camufla de mil formas en el volumen Convocatoria a la Paz Grande en donde se sitúa el horizonte de la paz en lo moral, más que en lo económico, político o judicial, siguiendo la lógica discursiva de De Roux & Cia.

Para eso, para “civilizar” (en esa lógica colonial y occidental) ha sido clave la Iglesia católica, a la que el informe nombra de refilón, como si nada hubiera tenido que ver en lo ocurrido. De hecho, el propio De Roux, en su texto aclaratorio, se refiere a esta clamorosa ausencia utilizando el mismo argumento que le sirve para negar la sistematicidad de los “falsos positivos”, el de las manzanas podridas: “El Informe hace pocas referencias al trabajo de la Iglesia Católica. Como comisionado no quise enfatizar esta labor por ser miembro de la Iglesia que hace el mejor bien en el silencio […]. La Comisión constató que, al lado de la memoria indignada contra algunos miembros de Iglesia que en tiempo de La Violencia de la primera mitad del siglo pasado incentivaron odios contra liberales y comunistas, hay la multitud de testimonios sobre las muchas formas como la Iglesia […] acompañó a las comunidades golpeadas por masacres y desplazamientos, acogió el sufrimiento de familias, recibió a guerrilleros y paramilitares que dejaban armas […]”. Los únicos “pecados” de la Iglesia católica son atribuibles a “algunos miembros” y se acotan al “tiempo de La Violencia”.

Si el papel de la Iglesia católica, al igual que la tremenda complicidad en el terreno de decenas de iglesias cristianas, es una ausencia clamorosa en el trabajo de la Comisión, hay otras que producen estupor.

No hay espacio aquí para relatar con detalle todas esas ausencias pero no puede terminar este breve texto sin recordar al Órgano Judicial. El informe, como no puede ser de otra manera, señala “la impunidad” judicial como uno de los grandes males que alimenta las violencias pero vuelve a ser una plaga de langostas tras la que no hay rostros ni nombres. Tampoco hay nombres detrás del papel más que dudoso de la Fiscalía General, o de otras entidades como el Inpec, la Contraloría o la Unidad de Víctimas. Por supuesto, los megaproyectos impulsados por capitales nacionales e internacionales, públicos y privados (desde Ecopetrol a Empresas Públicas de Medellín, desde Chiquita o Maderas del Darién hasta Anglo American o Glencore) son un apunte a pie de página. Igual que los actores internacionales. Estados Unidos aparece, cómo no, pero su papel en este largo conflicto, empezando el 9 de abril de 1948, no es el de victimario, responsable directo de miles de muertes y de intervencionismo continuo. Hay una referencia marginal al franquismo español, y las consecuencias de los TLCs firmados con Washington o con Bruselas no se consideran como parte de una estructura violenta. Por supuesto, que no hay referencia al papel perverso de instituciones internacionales –como la ONU, la OEA o el BID– o a las agendas marcadas de la autodenominada como cooperación internacional. Las responsabilidades de los grandes medios de comunicación colombianos y de los poderes económicos que los sustentan tampoco quedan delimitadas, como no hay un análisis sobre las narrativas de las industrias culturales y quiénes las han alimentado.

Como señalaba Iván Orozco en 2009: “Nuestra justicia tradicional sería no solo un conjunto de mínimos normativos, sino un campo de batalla entre razones memoriosas y razones olvidadizas, un lugar en el que se confrontan el universalista de los derechos y el relativista de las éticas contextuales”. Jefferson Jaramillo apuntaba en 2014 que la tendencia general de las comisiones ha sido la de optar por un “minimalismo de culpa” respecto al estado y advertía: “En efecto, aceptar responsabilidades parciales del Estado o responsabilidades diseminadas entre todos los actores ayudaría a generar ambientes de negociación. Sin embargo, también es cierto que habría que determinar en qué medida esta postura favorece la disolución de las responsabilidades jurídicas, morales y políticas de los bandos en conflicto”.

Disolver las responsabilidades en miles de páginas y en decenas de eventos para compartir lo que no es digerible parece haber sido la puesta de una Comisión de la Verdad que no sólo supone una oportunidad perdida, sino que perpetuará las narrativas históricas por otros 30 años. Parafraseando a Juan Manuel Roca, podríamos afirmar que en Colombia una Comisión de la Verdad es lo que ocurre después de otra Comisión de la Verdad. ν

** Jaramillo Marín, Jefferson, Pasados y Presentes de la Violencia en Colombia. Estudio sobre las Comisiones de investigación (1958-­2011). Bogotá, Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2014.

* Periodista y ensayista. Autor de La guerra no es un relámpago (2016) o Los muertos no hablan (2002).

Información adicional

Los más leídos del 2022.
Autor/a: Paco Gómez Nadal
País: Colombia
Región: Sudamérica
Fuente: Le Monde Diplomatique, edición Colombia - Noviembre 2022

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