Desde hace varias semanas las redes sociales, y, en menor grado, diversos medios de comunicación, han sido inundados por la noticia del suicidio de un joven de 16 años llamado Sergio Urrego. Sea cual fuere el espacio informativo consultado, existe la seguridad de que tal hecho se originó en los crecientes hostigamientos experimentados por Sergio debido a su orientación sexual, hostigamientos desplegados en gran parte por su propio colegio. No quisiera relatar aquí una vez más todo lo acontecido, tampoco me gustaría tratar el tema, como ya se ha hecho, a la manera de un asunto de los derechos de la “comunidad LGBTI” o de las “minorías sexuales”. Si los lectores y lectoras desean textos escritos desde esas perspectivas pueden encontrarlos con cierta facilidad buscando en la Web, seguramente hallarán en ellos datos incluso complementarios a lo aquí propuesto, no necesariamente antagónicos. Mi intención esta vez es, de la manera más humilde posible, realizar por medio de la palabra un homenaje a un espíritu libertario que, al optar por ponerle fin a su vida, llevó a cabo un último y decisivo acto político. Quisiera que recordáramos a Sergio, en sus días finales, no como aquel joven atormentado y desorientado que no halló otro camino diferente a la muerte, sino como un muchacho alegre que decidió entregar su desbordante vitalidad para que otros y otras conozcamos el valor y real significado de nuestros cuerpos en este mundo terrenal, el único mundo al que Sergio se aferró con pasión por mucho tiempo y con el que se fundió tras suicidarse. Vitalidad fue uno de los principales reclamos de Sergio en una de las cartas que dejó antes de marcharse, y con vitalidad y una adecuada compresión política de lo que pasa con nuestras vidas día a día es que debemos honrarle.
¿Qué pasa, pues, con nuestras vidas?, ¿por qué hay unas vidas que merecen ser aplaudidas y potenciadas y otras a las que se les deja a su suerte o se les aniquila directamente? Sergio, como anarquista integrante de la Unión Libertaria Estudiantil, sabía muy bien que su existencia se encontraba constantemente asediada por todo tipo de instituciones vinculadas entre sí: familia, iglesia, escuela, estado, etcétera. El control que su colegio, el Gimnasio Castillo Campestre, desplegó sobre su sexualidad no es para nada casual. Tampoco se trata de que, meramente, las directivas y demás miembros de la comunidad académica sean conservadores sin remedio. La sexualidad siempre ha sido un asunto del estado y de las demás instituciones mencionadas. La obediente comunidad nacional de ciudadanos necesita constantemente ser forjada, reproducida, con la ayuda de maestros, curas, médicos, padres y demás doctrineros de la misma calaña, y esa necesidad de reproducción conlleva una intervención, gobierno y moldeamiento de los cuerpos. Después de que Sergio le lanzara, implícita o explícitamente, fuertes cuestionamientos al Gimnasio Castillo Campestre, lo único que se le ocurrió a este “centro del saber” fue reaccionar con “ayuda psicosocial” capaz de “remediar las desviaciones” del joven “anarco, ateo y homosexual”, como lo llamó la rectora del colegio. El imperativo de la escuela fue, como es típico, tomar el cuerpo “desviado” y, limitándole sus posibilidades, reconducirlo a la heterosexualidad, pues el modelo de ciudadano que normativamente constituye la nación es, entre otros aspectos, heterosexual.
En otras palabras, Sergio se negó a que su cuerpo fuera material dócil para ser empleado como futura fuerza de trabajo normalizada. Sergio se negó a que su existencia fuera reducida a la del ciudadano-trabajador arquetípico (heterosexual, creyente en Dios, respetuoso del estado, etcétera). Sergio quería reapropiarse de sus fluidos, de las caricias que compartía y de las relaciones que entablaba. Y como Sergio deseaba demasiado, más de lo que el orden puede soportar, como no “entró en razón” con las “buenas” advertencias de los “profesionales que acudieron a auxiliarlo”, entonces se procedió a difamarlo, a debilitar su impulso vital tachándole de acosador sexual y negándole tanto el ingreso a múltiples espacios comosu continuidad en los mismos. Como si fuera poco, acosado por migrañas producto de la guerra entablada contra su cuerpo y por el control de su cuerpo, fue conducido a tomar medicamentos que lo debilitaron aún más. ¡Cómo es posible que una existencia perfectamente saludable y alegre sea despotenciada de esta forma por quienes dicen encargarse de protegerla!Para la inclemente escuela Sergio, en tanto joven, es decir, no habiendo alcanzado la “mayoría de edad”, sólo podía exhibir comportamientos “irracionales”, irracionalmente anormales, y, antes que ceder un poco de su autoritaria pulsión de gobierno y darle margen al muchacho para que experimentara responsablemente sus deseos vitales, lo que quería de sí y de su cuerpo, prefirió, como coloquialmente decimos, “hacerle la vida imposible”, imposibilitar su existencia al punto de que, en un acto final de reapropiación corporal, lo mejor fuera el suicidio. Sergio dispuso, además, como expresa en una carta, que sus órganos fueran donados y que no recitaran oraciones ni le asistieran curas tras su muerte. Si algo le debemos a este ácrata “sin remedio” es, como afirmaba Félix Guattari, luchar por acabar con la masacre del cuerpo, pues:
“Ya no podemos soportar que se nos robe nuestra boca, nuestro ano, nuestro sexo, nuestros nervios, nuestros intestinos, nuestras arterias… para hacer de ellos las piezas y los engranajes de la sucia mecánica de producción del capital, la explotación y la familia.
Ya no podemos soportar que nuestro sistema nervioso sirva de retransmisor al sistema de explotación capitalista, estatal y patriarcal, ni que nuestro cerebro funcione como una máquina de suplicios programada por el poder que nos cerca”.
Adiós Sergio,
Iván Darío Ávila Gaitán
Septiembre 08 de 2014.
Leave a Reply