Estimados/as lectores/as compartimos la serie de artículos más leídos durante el 2023. Una relectura necesaria de hechos y proyecciones de diferentes temas tanto nacionales como internacionales. Esperamos que su lectura sea de utilidad.
Colombia se ha debatido, a lo largo de su historia republicana, entre tres proyectos: el conservador, el liberal y el popular. El proyecto conservador se ha caracterizado por una concepción de la política profundamente autoritaria, en donde, como diría Enrique Dussel, quienes mandan “mandan mandando”, es decir, en función de sus mezquinos intereses y a través de un uso meramente instrumental de los votantes. Esa forma de comprender el ejercicio del poder político es indisociable de la apuesta por una economía de corte latifundista, extractivista y que, al promover dinámicas de desposesión de la tierra, obliga a las clases populares a ocupar posiciones serviles, como brillantemente lo expresa el cine documental de Marta Rodríguez. Sobra decir que este proyecto no solo es antidemocrático, sino que se encuentra alineado con la explotación animal y la degradación ambiental (promoción de la tauromaquia, deforestación asociada a la ganadería extensiva, etc.). También son notorios los lazos entre este proyecto, el uso instrumental del miedo, de la religión, la misoginia, el despojo paramilitar y el narcotráfico, ya que el narcotráfico, al convertir a las y los campesinos y sectores populares en criminales de poca monta y “siervos de la gleba”, desempodera a grandes masas de personas que podrían construir un proyecto socio-político y económico alternativo. Algunos de los principales exponentes políticos del proyecto conservador han sido Laureano Gómez, Guillermo León Valencia, Misael Pastrana, entre otros, y por supuesto sus herederos: Andrés Pastrana, Paloma Valencia, María Fernanda Cabal, etc. En los últimos 20 años Colombia afianzó un régimen latifundista, extractivista, servil y narco-paramilitar bajo el liderazgo de Álvaro Uribe Vélez y que hoy se encuentra en crisis por cuenta de la acción colectiva, dinámicas estructurales y estragos inherentes al propio proyecto histórico. El despojo latifundista y narco-paramilitar ha generado un inmenso éxodo hacia las grandes ciudades, lo cual, a su vez, ha engrosado los cinturones de miseria y aumentado la criminalidad ante la ausencia de una industria capaz de absorber la “fuerza de trabajo liberada”, y ante la persecución de organizaciones que intentan direccionar políticamente la economía popular. Los paros cívicos y sucesivos paros locales y nacionales son expresión de esta situación.
Respecto al proyecto liberal, encontramos una apuesta por afianzar élites que, en confluencia con una parte de los sectores populares, permitan una mayor distribución de la tierra, de tal manera que no solo se robustezca la economía nacional en dirección a garantizar la soberanía y seguridad alimentaria, sino a reducir las relaciones serviles. Este proyecto también le apuesta a generar una industria nacional capaz de absorber la “fuerza de trabajo liberada” y reforzar una parte de la economía popular, posibilitando la reducción de la criminalidad urbana y los cinturones de miseria. A menudo, este derrotero también va acompañado de la crítica de la violencia animal y de parte de la degradación ambiental, aunque al tener un norte industrializante puede chocar con organizaciones ambientales. La historia de Colombia ha mostrado que el proyecto liberal solo ha tenido victorias parciales, pues sus élites han ocupado un lugar subordinado respecto a las élites conservadoras. Sus pequeños triunfos han sido fruto del acercamiento a sectores populares organizados, como lo demuestra la Revolución en Marcha de López Pumarejo, los gobiernos liberales del Frente Nacional (Alberto Lleras Camargo y Carlos Lleras Restrepo) y cierta izquierda liberal encarnada en personajes como Carlos Gaviria. Algunos de estos sectores fueron fundamentales en el triunfo de Gustavo Petro.
Finalmente, el proyecto popular, en donde lo popular implica diferentes grupos, clases y fracciones de clase históricamente excluidas (campesinos despojados, indígenas, trabajadores, comunidades negras, jóvenes, mujeres, algunas organizaciones ambientales y animalistas, etc.), ha sido perseguido, proscrito y violentado tanto por élites conservadoras como liberales, puesto que pone en duda sus privilegios coloniales heredados. Dicho proyecto se ha expresado, especialmente, a través de la resistencia (incluso armada y con el tiempo degradada) y dejando su huella, sus marcas, en la institucionalidad, como ocurrió, por ejemplo, con una parte de la Constitución de 1991. Se trata de un proyecto que, en los últimos años, apela a la redistribución de la riqueza, a la comprensión de los cargos políticos como cargos de servicio en función de los intereses populares y colectivos en general, que puja por la restitución de tierras despojadas y su redistribución y que le apuesta al fomento de la economía popular y campesina, a menudo alineada con apuestas agroecológicas. En confluencia con una parte del proyecto liberal, también le ha apostado por la extensión de la educación pública y la garantía de esta y de la salud como derechos fundamentales. Sin embargo, tras el Frente Nacional, los proyectos liberales y conservadores tendieron a confluir cada vez más, a tal punto que el mayor exponente del conservadurismo en Colombia en los últimos años, Álvaro Uribe, era de proveniencia liberal.
Lo que ha ocurrido en los últimos años es de una magnitud que no podemos desestimar. El inconformismo generalizado, la policrisis global y los estragos del proyecto conservador, unidos a la claudicación liberal, permitieron que las fuerzas populares, por primera vez en la historia de Colombia, tuvieran la posibilidad de expresarse, con muchas dificultades, al nivel de la dirección del Estado. Esta ha sido una victoria frágil, pues una forma de Estado y un régimen no se transforman en 4 años, ni siquiera en 10, pero los pasos en la dirección adecuada han sido significativos. La administración pública funciona con una cultura política producto de, literalmente, cientos de años de dominación oligárquica (conservadora y liberal), los medios de comunicación están en manos de estas pequeñas pero poderosas élites, el ejército no ha asumido una doctrina de servicio a los intereses populares y el bien colectivo, el narcotráfico está arraigado en todas las instituciones e irriga la economía nacional, y la lista podría seguir. Para que finalmente un cambio en la forma de Estado y de régimen sea posible no solo es necesario robustecer a las organizaciones y alternativas populares, sino también apoyar a ciertas y ciertos candidatos capaces de darle continuidad a este nuevo proyecto y a proyectos que le apuntan en dirección a aumentar la autonomía en los territorios.
En ese sentido, las próximas elecciones resultan fundamentales. Aquí no se trata simplemente de propuestas puntuales, de supuestos “buenos administradores” o individuos carismáticos, sino de entender el proyecto político que cada candidato representa. En el caso de Bogotá, es evidente que esta tensión por proyectos de nación disímiles está en juego. Juan Daniel Oviedo, cuya carrera se ha desarrollado en el seno “tecnocrático” del conservadurismo, de la mano de personajes como Pastrana, Duque y el Centro Democrático en general, es la estrategia de un desacreditado y descolorido proyecto conservador para tomar el poder en Bogotá y convertirse en un bastión de oposición inmenso al gobierno nacional. Por supuesto, Oviedo debe presentarse como independiente y alternativo para tener la más mínima posibilidad, especialmente en una ciudad con un voto “progre” durante los últimos años, que muchas veces no comprende el alcance de lo que se juega histórico-colectivamente, sino que solo percibe a individuos en una competencia por el triunfo del programa más seductor. Por otro lado, tenemos la expresión de unas élites liberales igualmente descoloridas y que, ante el avance de los sectores populares, no dudan en aliarse con las fuerzas conservadoras e incluso atacar a estos últimos violentamente para conservar sus privilegios y repartirse el botín (puestos en la administración pública, contratos, etc.). Esa es la opción que representa Carlos Fernando Galán, exdirector de Cambio Radical, un partido que, en los últimos años, condensó las peores prácticas clientelistas y corruptas en el país. Finalmente, tenemos a Gustavo Bolívar, un candidato que está recibiendo apoyo de las organizaciones populares, incluyendo a las organizaciones de mujeres (incluso Ángela María Robledo adhirió a su campaña), y cuyo objetivo es, alineado con el gobierno nacional, echar adelante las reformas necesarias para un tránsito de régimen.
Bajo el argumento del “gobierno de los expertos” (tecnócratas) y de la “experticia política” (políticos profesionales) este país ha permanecido sumido en la miseria y la explotación generalizada. La oportunidad que tenemos en estos momentos es la de elegir candidatos que, aunque no cuenten con esa supuesta pericia, pues no han sido educados en el seno de las élites, y que en últimas es una pericia para seducir, oprimir y explotar, concreten los mandatos de las organizaciones populares que los están apoyando. Necesitamos autoridades que no “manden mandando”, es decir, en función de sus mezquinos intereses, sino que manden acatando los mandatos populares, que manden obedeciendo a las organizaciones populares, que permitan el aprendizaje de la ciencia práctica del gobierno y el autogobierno territorial en el seno de las masas excluidas, oprimidas y explotadas. Tal vez Bolívar no sea la mejor opción, pero es la única que tenemos en Bogotá para las próximas elecciones en un momento realmente decisivo. Si el principal temor es la “falta de experiencia” o de “experticia”, solo basta recordar que la oligarquía en Colombia siempre ha apelado a la experiencia y la experticia, pero estas no lo han sido para la buena gestión de lo público y lo común, sino para el saqueo, el despojo y la explotación generalizada. Ni Colombia se desplomó con la elección de Petro ni Bogotá lo hará con la de Bolívar, pero sí contaremos con una oportunidad para que las voces populares puedan tener un impacto profundo en el que, por ahora, no es aún el país de la belleza y una potencia mundial de la vida, sino el país de la miseria y una potencia mundial de la muerte. Pero las cosas pueden y deben cambiar.
Por, Iván Darío Ávila Gaitán, politólogo. Doctor en Filosofía. Docente e investigador universitario.
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