El conflicto armado colombiano se ha reconfigurado durante la época del post-acuerdo, generando una situación que afecta, principalmente, a líderes sociales, defensores de derechos humanos y firmantes de paz.
El 13 de junio del presente año, a las 5:00 am, la Asociación Nacional de Firmantes de Paz (Anfap) se tomó las instalaciones de la Defensoría del Pueblo en Bogotá, sede Chapinero, exigiendo una reunión con el gobierno nacional a fin de tratar: 1. los asesinatos en contra de los firmantes del Acuerdo de Paz del 2016 entre el Estado colombiano y las Farc-ep; y 2. para buscar el reconocimiento de Anfap por parte del gobierno nacional, como una organización de firmantes de paz hasta ahora sin reconocimiento político por parte del gobierno –cómo organización que surge a raíz de los acuerdos de paz–, lo que dificulta la protección de sus integrantes, así como su participación continua en el cumplimiento integral de los acuerdos de paz.
Luego de la toma, sobre las 10:00 am, la Defensoría del Pueblo citó a una reunión con representantes de la Agencia Nacional de Reincorporación (ANR), así como representantes del Ministerio del Interior, de la Secretaría de Seguridad, de la Fiscalía y de la Unidad Nacional de Protección (UNP). Durante la reunión se abordaron los siguientes cuatro puntos: 1. La protección a los firmantes de los acuerdos de paz, 2. El avance de las investigaciones de los asesinatos y el desmonte del paramilitarismo, 3. Los derechos económicos de los firmantes del acuerdo, y 4. La situación de los presos políticos.
Producto de la acción adelantada, y como parte de lo ahí discutido, los miembros de la Unidad Nacional de Protección se comprometieron a revisar los casos de los integrantes de Anfap, la fiscalía aseguró que las investigaciones sobre el asesinato de líderes sociales, así como de firmantes del acuerdo de paz estaba avanzando positivamente, la Agencia Nacional de Reincorporación se comprometió a generar una segunda reunión para hablar personalmente con los miembros de Anfap, mientras que el tema de los presos políticos quedó, nuevamente, en el aire, ya que no estaba presente ninguna organización gubernamental capacitada para ofrecer una debida solución al tema.
No obstante, a pesar de lo dicho y de los acuerdos logrados, un día después, el 14 de junio, en San José del Guaviare, fue asesinado Eduardo Sánchez Álvarez, firmante indígena; el 18 de junio cayó asesinado Hover Hernán Esquivel Tapiero, quien realizaba labores de reincorporación en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (Etcr) “Marco Aurelio Buendía”, también en San José del Guaviare. Desde el 4 de junio se reportó desaparecido Luis Alberto Granados, presidente de la cooperativa Comance, en el municipio de Timba, departamento del Cauca; el 2 de julio se presentó un desplazamiento masivo de 240 firmantes de paz, entre los que se encontraban 130 menores de edad, en el Etcr (o cooperativa como se conoce localmente) “Georgina Ortiz”, ubicado en el municipio de Vista Hermosa –Meta– y, finalmente, el 8 de julio fue asesinado Rigoberto Mendoza en el municipio de Puerto Rico –Caquetá–.

¿A qué responde esto? ¿Qué está sucediendo en Colombia? Organismos como el Centro Nacional de Memoria Histórica (Cnmh), así como la Comisión de la Verdad (CdV) nos hablan de las garantías de no-repetición, como si el conflicto armado ya hubiese terminado, mientras politólogos y científicos sociales de todo tipo nos hablan de una época de “post-conflicto”, dándolo por hecho. Sin embargo, el crecimiento de los llamados Grupos Armados Organizados Residuales (Gaop), así como la práctica continua de asesinatos selectivos y el desplazamiento de las personas de sus territorios, muestran que luego de los acuerdos de paz firmados en el 2016 no terminó el conflicto, sino que sufrió un proceso de reconfiguración que hasta el día de hoy sigue afectando principalmente a los civiles; en especial a los líderes sociales y a los excombatientes firmantes del acuerdo de paz.
Un nuevo Baile rojo
Tomando las cifras que nos proporciona Anfap, desde el 2016 a la fecha, así como las cifras de Indepaz, podemos ver con claridad la magnitud de lo que está en curso (ver cuadro 1).

Por ahora es prudente tomar estas cifras como parciales ya que al encontrarnos ante un hecho que continúa ocurriendo, seguramente la cifra real tardará en aparecer hasta que se realice un estudio a profundidad. Sin embargo, estas cifras aproximadas reflejan un claro hecho sistemático de exterminio político análogo al genocidio político de la Unión Patriótica en su momento, o el así llamado “Baile rojo” que según las recientes cifras entregadas por la Comisión de la Verdad dejó un total de 8.300 víctimas, entre las que se cuentan personas asesinadas, desaparecidas, torturadas, sometidas a abuso sexual y, finalmente, obligadas al exilio político. Pues bien, tal y como ocurrió entonces, en el período del “post-acuerdo” (finales del 2016 y hasta el día de hoy) encontramos una práctica sistemática, sin interrupción en el tiempo, con una clara intención de exterminio político en contra de líderes sociales, defensores de derechos humanos y excombatientes firmantes del Acuerdo de Paz.
Según los propios informes de la Fiscalía General de la Nación, los principales actores de estos casos, desde el asesinato al desplazamiento, son los Grupos Armados Organizados Residuales. Una serie de nuevos grupos armados, ligados al narcotráfico, que han ido surgiendo desde la desmovilización, primero de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en el 2004-2006, y luego de las Farc-ep en el 2016, con el objetivo de ocupar los territorios donde mantenían control territorial. Estos grupos son variados, y contrario a lo que sucedía con las Farc-ep, inspiradas por un móvil político ligado con la historia del conflicto armado desde el bombardeo de Marquetalia (1964), estos grupos poseen como único móvil el control de las rutas del narcotráfico. Así, por ejemplo, la organización conocida como “Comandos de la Frontera” (llamada en un primer momento como “La Mafia” o simplemente como “Sinaloa”) opera en el departamento del Putumayo, al norte del departamento de Nariño, en el departamento del Caquetá, en el departamento del Amazonas, en la frontera colombo-ecuatoriana y al sur del departamento del Cauca, en la “Bota Caucana”; un corredor geográfico al sur del país que históricamente ha sido determinante para el transporte de la coca procesada.
En el 2019 esta organización entró al municipio de Piamonte –Baja Bota Caucana y de amplia tradición cocalera–, estableciendo un control territorial, económico y político sobre la población civil al margen de cualquier control gubernamental, devolviendo el municipio a las lógicas de incursión paramilitar propias de los años 90. Además, como bien lo explica Tatiana Escárraga en un informe para “La liga contra el silencio” este control, aunque absoluto, siempre se encuentra en constante disputa con otros grupos, como ocurre con el Frente Carolina Ramírez del Estado Mayor Central de las Farc, un sector de las antiguas Farc-ep que no se adscribieron a los acuerdos del 2016, agudizando los enfrentamientos armados en la zona.
Una realidad con permanentes confrontaciones armadas por el dominio territorial entre actores que hacen presencia y pretenden el dominio de amplias zonas municipales y departamentales (ver cuadro 2).

La extensión del conflicto armado por diversidad de territorios, como lo resume el cuadro anexo, genera una situación de disputa militar permanente al interior de los territorios que se extiende por buena parte del país, afectando, principalmente a la población civil, a los líderes sociales y defensores de derechos humanos, así como a los ex combatientes reincorporados tras el Acuerdo de Paz del 2016.
Las causales del conflicto armado
El gobierno de coalición liderado por el Pacto Histórico, en cabeza de Gustavo Petro, logró ganar las elecciones presidenciales del 2022 bajo el compromiso de realizar un programa de reformas que solventaran la grave situación de desigualdad que atraviesa el país. Esta coalición de centro-izquierda enmarcó su programa de reformas bajo el lema de construir una política de “paz total”. Sin embargo, la ausencia –más allá de los anuncios– de una política integral de reforma agraria que solvente la desigualdad en el acceso de la tierra, o el incumplimiento que han recibido los acuerdos de paz del 2016, revelan una falencia de carácter estructural que impide terminar con las lógicas propias que reproducen el conflicto armado en nuestro país, generando un círculo vicioso en el que tras cada desmovilización de un grupo armado, surge y/o se consolida uno nuevo.
Volviendo al caso de Piamonte, Tatiana Escárraga evidencia el incumplimiento con la materialización del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos que surgió tras los Acuerdos de Paz, pues no solo no ha llegado el dinero prometido por el programa, para dar rienda suelta a los proyectos productivos, sino que el municipio todavía sigue careciendo de las vías de transporte necesarias para la comercialización de productos, propiciando que muchos campesinos retomaran el cultivo de coca como una forma de subsistencia.
Con base en esto, y ateniéndonos tanto a la realidad sociopolítica denunciada por Anfap, así como a la proliferación de nuevos actores armados, podemos decir que actualmente nos encontramos ante una reconfiguración del conflicto armado en el país determinada, primero, por el exterminio político de líderes sociales, defensores de derechos humanos y excombatientes firmantes del Acuerdo de Paz; y segundo, por el surgimiento de nuevos grupos armados –en este caso criminales– como los Comandos de la Frontera o las AGC-Clan del Golfo que se disputan fuertemente las rutas del narcotráfico a lo largo y ancho del país, ejerciendo el control territorial, político y económico en las zonas donde tienen dominio.
Una reconfiguración que muestra que las causales del conflicto armado continúan vivas en nuestro país. Entre ellas, cabe mencionar, la desigualdad extrema presente en extensas zonas, en las que ni siquiera existen carreteras para que los campesinos puedan comerciar sus productos; la desigualdad en el acceso a la tierra, realidad que posiciona a Colombia, no se olvide, en el vergonzoso primer puesto en la lista de países con un reparto inequitativo de la tierra en América Latina; y la falta de un sistema universal de derechos sociales, que garanticen educación, salud, vivienda, trabajo digno, etcétera.
Ninguna de estas causales ha desaparecido de la realidad sociopolítica del país, y por ello resulta equívoco hablar de “posconflicto”, así como de “no-repetición”, pues el conflicto armado continúa prolongándose, tanto en sus lógicas, como en sus causales.
Como dijimos, Gustavo Petro llegó a la presidencia bajo la promesa de llevar a cabo un proceso de reformas que solventaran esta situación, sin embargo, la falta de reconocimiento político de organizaciones como Anfap, así como el zigzag producido en la mesa de negociación con el Ejército de Liberación Nacional, nos invita a preguntarnos: ¿Es posible terminar con las lógicas del conflicto armado en nuestro país bajo los parámetros y lógicas que nos siguen determinando como nación? Y, de no ser el caso, ¿Cuál es el papel de la sociedad civil ante esta situación que lleva sufriendo, ya, por más de sesenta años?
Bibliografía:
Anfap (2023) Comunicados públicos Nº 17, 18, 19, 20, 21, 22 y 23. Unión de Trabajadores de Colombia.
Comisión de la Verdad (2022) La Comisión de la Verdad y la JEP revelan cifras de la violencia contra la Unión Patriótica.
Indepaz (2023) Consolidado desde la firma de los acuerdos de paz hasta el 2023. Observatorio de derechos humanos y conflictividades.
Indepaz (2022) Desafío a la Paz Total: lo que recibió el gobierno de Gustavo Petro.
T, Escárraga (2023) Piamonte vive bajo el terror de los Comandos de la Frontera. La liga contra el silencio.
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