
En cuestión de pocos meses el candidato Rodolfo Hernández, un personaje que la víspera era absolutamente desconocido para el 99 por ciento de los colombianos, se convirtió en el probable presidente de la República. Y no por mérito alguno pues, en todos los campos, es menos que mediocre, sino en virtud de una fórmula propagandística harto conocida pero siempre eficaz. Cosas de las campañas electorales que suelen acabar por convertirse en simple tribuna de demagogia. Detrás se esconden, desde luego, intereses muy concretos, o mejor dicho, factores de poder. Habían descubierto, en primer lugar, que, después de Duque, pese a la popularidad persistente del uribismo, la imagen de continuidad se había convertido en un obstáculo, así que decidieron ofrecer otra supuesta opción de “cambio”. Y en la trampa han caído hasta las organizaciones y personas que menos se pensaba. Se trataba, en segundo lugar, de encontrar una consigna atractiva.
El tema escogido fue la lucha contra la corrupción, tema en el cual todo el mundo parece estar de acuerdo, comenzando por los corruptos; durante años llevado y traído, se asocia fácilmente con la mundialmente conocida tendencia “antipolítica”, expresión primaria, aunque equivocada, del descontento frente a la democracia representativa. Bastaba entonces con fabricar no solamente un “outsider” sino un “guerrero” que nos llevara a la victoria pues, en este caso, a diferencia de temas como el hambre o la desigualdad, que también se utilizan, da la impresión de que, siendo un asunto de moral, lo que se necesita es una “mano fuerte”. No gratuitamente ha formado parte siempre de los discursos justificativos de las propuestas autoritarias, desde el ascenso del nazifascismo hasta los golpes militares latinoamericanos.
No es la primera vez que en Colombia la corrupción se coloca en primera plana; ya había agitado la opinión pública desde enero del 2017 hasta 2018 cuando, ante el fracaso de la “consulta” anticorrupción (no logró el mínimo de votos), fue el recién posesionado Duque quien supo convertirse en su adalid hasta el hundimiento de sus proyectos de ley en el Congreso. También entonces hasta El Tiempo celebró el intento como un “mandato” que de todas maneras era necesario tener en cuenta, y como un gran paso en el “cambio” político del país*. Tal vez la novedad sea ahora que el llamamiento ya no se dirige solamente a los jóvenes de la clase media escolarizada sino también a las amplias capas del pueblo empobrecido, capitalizando su innegable ira.
Sobra decir que, en esta forma, el mal a combatir se queda en su abstracción. Un recurso tan eficaz como cómodo. Es cierto que se ofrece un diagnóstico y se ubica un enemigo pero se elude precisarlo e identificarlo; no es necesario explicar cómo se va a curar la enfermedad, basta con dejar la tarea en manos del líder; confiar en que él, macho como el que más, sabrá castigar los “ladrones” y salvarnos de ellos. –Tal es el atractivo que la consigna ha tenido para los hombres y mujeres de este pueblo desesperado y hastiado de la politiquería, que se suman a los millares de nostálgicos de Uribe–. Sin embargo, fácil es prever que, una vez en el gobierno, si bien nos va, solamente nos entregará las cabezas de un par de chivos expiatorios, preferiblemente de la oposición, y nada más. Es el moralismo, obviamente hipócrita, al que nos ha llevado el “centrismo” que, en nombre de la paz, terminó imponiéndose como cultura política en el país.
El fenómeno de la corrupción es ciertamente, tan extenso, tan fuerte y tan profundo, que da la impresión de ser la fuente de todos los males incluida la miseria. La causa incausada. Una cuestión de mal comportamiento que algunos identifican como de naturaleza “cultural” –No olvidemos que hubo aquí un político “antipolítico”, un intelectual “outsider”, que, en el colmo del rebuscamiento ilustrado, decidió llamar “cultura ciudadana” a las normas de urbanidad–. Pero la cultura es también un tejido material que remite en última instancia a la configuración del poder. Es necesario indagar en las condiciones sociales de la producción y sobre todo de la reproducción de la corrupción. De lo contrario permaneceríamos en el campo de la prédica que algunos intelectuales, para darse buen tono, llamarían ejercicios “performativos”.
El habilidoso recurso de campaña que estamos padeciendo se apoya de manera interesada en la idea de que la corrupción tiene que ver ante todo con el funcionamiento del Estado. De ahí que, en el imaginario que promueven, baste con la “depuración” de la planta de empleados públicos, los elegidos pero también los nombrados. Muy coherente con la cantinela neoliberal de lo conveniente que sería “menos Estado y más Mercado”; cantinela que por fortuna ha venido perdiendo fuerza con las luchas sociales.
Sin embargo, es, por cierto, en el mercado, que supone un conjunto de instituciones, jurídicas y consuetudinarias, donde se incuban las prácticas del abuso, del ventajismo, del fraude, de la estafa o del robo. Justamente porque, en favor del interés privado individual, desaparece la noción de lo público, entendida no como lo estatal, sino como lo atinente al interés general, de todos, de la sociedad. Como se dice ahora: “el común”. El neoliberalismo, como sustento cultural, acabó difuminando las fronteras entre lo público y lo privado. Eso en un país como Colombia donde se liquidó el aparato productivo, permitiendo el avasallamiento del narcotráfico, es de suma gravedad.
La corrupción se ha vuelto parte del engranaje. No de otra forma puede funcionar este sistema económico que, anclado en un precario “extractivismo”, nos ha dejado solamente, en un polo, el de los pobres, el rebusque comercial y en el otro, el de los ricos, la especulación inescrupulosa. Un sistema donde el “buen comportamiento” se convierte en un obstáculo. Es por eso que aquí la corrupción va estrechamente ligada con la violencia. El cumplimiento de los contratos, cuando los hay, no se asegura mediante la institución judicial sino bajo la amenaza de la fuerza. He ahí la fuente de la descomposición del Estado. Aunque parezca una absurda paradoja, la verdad es que aquí hasta la violencia se ha corrompido. La definición weberiana del Estado como monopolio legítimo de la fuerza es apenas una broma macabra.
Si se quisiera enfrentar de manera genuina la corrupción habría entonces que empezar por sus fundamentos materiales. Pero no es eso lo que está ahora en juego en esta campaña electoral. Por el contrario, son los mismos corruptos de las altas esferas del poder, o por lo menos una parte de ellos, los que concibieron esta fórmula y fabricaron este candidato. Es parte del ejercicio del poder y no como creen algunos, producto de la genialidad de algún publicista venal. Es el triunfo del mundo patas arriba: Rodolfo, que se presenta como adalid de la lucha contra la corrupción, recibe el apoyo de los politiqueros tradicionales. No debería sorprendernos: no se trata de un cambio. Pero si nos toca en suerte este mundo los que tendrán la palabra serán los movimientos sociales y sólo ellos. Por fortuna, ya es posible aprender de las experiencias que están viviendo otros pueblos en América Latina.
* Ver Moncayo S, Héctor-León, “De la anticorrupción a la gobernabilidad”, Periódico desdeabajo, Nº 250, septiembre de 2018.
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