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Verde verde. Centro centro

Concluye lánguidamente la coyuntura electoral, y de alguna manera en forma anticipada si miramos sus resultados ya cantados.

Todo era promisorio desde el 26 de febrero cuando la Corte Constitucional cerró el paso a la perpetuación en persona de Alvaro Uribe en la presidencia de Colombia, pero estamos llegando al final infeliz de escoger entre dos modalidades de continuismo: el declarado de Uribe en cuerpo ajeno, y el del neoliberalismo antipolítico y decente.

Va pasando la “calentura” y regresan las aguas a sus cauces de antes del 26 de febrero; la polarización entre una izquierda democrática minúscula y un establecimiento prepotente con nueva cara y mejor apellido en la casa presidencial. Por un lado el uribe-santismo fortalecido cuantitativamente con sus aliados tradicionales, y por el otro, el Polo y lo que quede del partido Liberal, en el mejor de los casos acompañados de los sectores más independientes de la sociedad civil: parte del periodismo investigativo y de opinión, otra parte aún más pequeña de la academia, algunos sectores de la justicia, algunas minorías culturales, defensores de derechos humanos y organizaciones de lucha contra la pobreza.

La política colombiana se ha vuelto trágicamente previsible. Es como si se hubiera escapado a la Ciencia Social y se burlara de quienes tratamos de interpretarla a diario buscando sus desajustes, sus esguinces y sus novedades en cada coyuntura. Aquí estamos pues de nuevo, en la polarización, en la continuidad del presidente más polarizante que ha tenido Colombia después de Laureano Gómez, y la continuidad también de una oposición golpeada con todas las armas posibles siempre al borde de su desaparición, cuando no desaparecida de verdad y luego resucitada.

Hablar de polarización remite a dos cuestiones básicas: a la estructura socioeconómica y sus indicadores, y a la estructura política con sus expresiones partidistas; dos asuntos que a muy pocos les gusta relacionar, y al no hacerlo contribuyen tanto a la confusión como a no pocas frustraciones colectivas.

En busca de la clase media

En lo social, Colombia es un país fuertemente polarizado por donde se le mire. Es la sociedad nacional más desigual o inequitativa de América Latina y la de mayor índice de desempleo, con cerca de cinco millones de desplazados y altísimos índices de pobreza e indigencia; la concentración del ingreso es una de las más altas del mundo. Todo lo anterior nos conduce a la pregunta por las “clases medias” en Colombia; la pregunta por su existencia, su dinámica y sus tránsitos, para luego pisar los terrenos de sus expresiones políticas y partidistas.

Durante la existencia del incipiente estado de bienestar colombiano, convengamos que hasta la década de los 70s, fungieron como clases medias en nuestro país los profesionales, los empleados del sector de los servicios, bancarios, educativos, de la salud, etc., los pequeños comerciantes, artesanos, pequeños industriales y mandos medios de la industria. Todos estos sectores, a partir de complejos procesos de política económica, han sido despojados de sus privilegios y hoy son damnificados de un aparato económico fuertemente informalizado que quebró sus relaciones laborales y sus lazos de integración con los grandes capitales del país. La casi totalidad de esas fuerzas sociales subsisten ahora como contratistas asimétricas frente a verdaderos pulpos del capital globalizado. Muchos han tenido que correr a afiliarse al Sisben y han hecho así inviable el neoliberal sistema nacional de salud. Su pauperización es generalizada!

No podemos seguir hablando alegremente de clases medias en Colombia, o que nos expliquen en la mitad de qué es que están, o entre quiénes es que pueden mediar esas clases. El centro social ha desaparecido prácticamente en este país. Dejó de desarrollarse y al contrario, tiende a cero el desarrollo de esas fuerzas sociales que en otras sociedades garantizan los equilibrios políticos, las estabilidades y la tramitación democrática de los grandes conflictos. En tanto el centro social es un vacío, el centro político es “una casa en el aire” donde solo habita la Antipolítica.

¿Y el centro?

Una cosa son las democracias europeas, donde los centrismos tienen bases sociales importantes que en alguna medida sustentan la estabilidad y la alternación en el poder; y otra bien distinta sociedades como la nuestra, donde la voracidad de sus clases dirigentes ha desmontado las bases materiales del equilibrio político para perpetuar privilegios cada vez más ilegítimos.

La erradicación de esas bases materiales ha sido al mismo tiempo la erradicación del centro político como opción de poder en Colombia. Las “opciones centro”, el “centro-centro” y el “centro profundo” que soplan sobre la política Colombiana cada vez que tenemos elecciones a la vista, han sido y son alternativas que terminan girando alrededor de los nuevos modales que se proponen para el establecimiento. Eso han sido, para aterrizar esta hipótesis, los dos gobiernos de Mockus en Bogotá y el de Fajardo en Medellín.

El Centro político en Colombia, hoy encasillado en la antipolítica Mockus-fajardista y el neoliberalismo peñalosista, no se ha atrevido a reivindicar los privilegios perdidos de las clases medias colombianas, es decir, se niega a representar al Centro social porque si lo hace, queda atrapado por el programa del Polo Democrático. A cambio de correr ese riesgo, nuestros centristas verdes, principalmente durante el último mes al verse obligados a ser explícitos, han declarado que el discurso de la equidad social tiende a justificar la violencia, que la salud y la educación no tienen que ser derechos fundamentales, rechazaron formular una nueva política internacional basada en la soberanía nacional, y como si algo les quedara faltando, aclararon que ellos no serán un partido de oposición, que simplemente apoyarán la continuidad de lo bueno y criticarán lo malo del antecesor, es decir el “ni uribismo ni antiuribismo” ya conocido de Fajardo.

El Centro en Colombia, solo puede existir como retórica para producir fenómenos electorales, así haya sido utilizada por nuestros bien intencionados exalcaldes, además alcanzando una votación mayoritariamente juvenil que envidian la izquierda y los partidos tradicionales.

Centro quiere decir comodín, o más bien estación de paso de todos aquellos que transitan de un lado al otro del espectro político.

Ahora: parece haber entonces, un secreto en los muy buenos resultados electorales del Centro, que en principio convocaba contra la trampa y la cultura del atajo enquistada en el uribismo, pero que se deslizó al final hacia la generalización maniquea de todo lo político como sujeto de corrupción.

Otra hipótesis es que ese secreto del éxito verde se llama Antipolítica, una práctica que empieza por “rebelarse” contra la correspondencia entre los discursos y los intereses, entre economía y política, entre formaciones partidistas y clases sociales, entre la lucha política y la estructura social. Proclamando la identidad maniquea entre corrupción y política trata de resolver su dilema huyendo de todo lenguaje que suponga conflicto, para refugiarse en los gestos y los símbolos, entre los cuales se prefieren los más simples y efectistas, los más aptos para consumidores despolitizados del video.

Su aspiración es a una política visual, liberada de complicaciones racionales ni preguntas alusivas a la crudeza de las materialidades sociales. La pregunta por su propia representación social sería perturbadora; interrogar su política de acuerdos y alianzas es una indiscreción; consultar si entrarán a la “unidad nacional” o harán oposición, es una necedad.

La anti, novedad continuista

La antipolítica es una expresión ideológica del liberalismo “neo” que después de la caída del muro de Berlín proclamó la victoria de su “pensamiento único” y la sepultura eterna y simultánea de la historia, las ideologías y las utopías. De tal suerte que su única verdad es el mercado, y en tanto la política no lo interprete o no sea su copia auténtica, debe también entrar al museo.

La Antipolítica en Colombia no se reduce a la simbología unas veces grotesca y otras veces confusa de Mockus; también hace parte de su baúl ese purismo ingenuo del que no se entiende con el otro para no perder la identidad, que nos retrae al sectarismo mesiánico de la vieja izquierda conspirativa de los años 60-70s, y que puede llevar a la cuestionada estrategia de convocar militancias ajenas al tiempo que se desprecian las “maquinarias” que las representan; todo bajo la tesis de las “alianzas ciudadanas”.

La Antipolítica además, es un boquete abierto en el estado a través del cual se introducen no unicamente exalcaldes exitosos. Ojalá así fuera. También entran, especialmente a los cuerpos legislativos, personajes de éxito en la televisión, el deporte y otros campos de la vida social muy poco vinculados con la gestión del interés público y de la sociedad en su conjunto.

La ola y el partido Verde podrían subsistir obviamente. Nadie les puede fabricar su lápida aún, mucho menos si hacen un giro a la izquierda o terminan el que ya iniciaron a la derecha; deberán precisar eso sí, su representación social y además, “reverdecerse” de verdad, ya que en esta campaña electoral nos dejaron esperando sus planteamientos y proyectos sobre la crisis ambiental del país, sobre la recuperación de sus ecosistemas estratégicos, los estragos ambientales de la minería industrializada, el destaponamiento del Darién, la sostenibilidad de nuestro desarrollo y un largo etcétera que en cualquier parte del expectro que se ubiquen, por lo menos les aportarían identidad y proyecto político.

De tal suerte que los Verdes no son todavía algo novedoso en la política colombiana. Aunque más desapercibidos, ya habíamos tenido Centrismo y Antipolítica en pasadas coyunturas electorales. Nuestra política tiende de nuevo a cerrarse en su propia “guerra fría” interna, ojalá no sea por otro largo cuatrenio.

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