En el centenario de la rebelión estudiantil de 1918, Biagini plantea que el principal legado del reformismo es “la defensa de la universidad pública frente a la universidad-mercado”. Pero advierte que algunos principios deben repensarse hoy.
“La tradición reformista ha contribuido a revertir el lapidario diagnóstico sobre los cien años de soledad en nuestra América y trastocarlos por cien años de solidaridad”, asegura el filósofo Hugo Biagini, especialista en historia del pensamiento argentino y latinoamericano, autor de La Reforma Universitaria y nuestra América. A cien años de la revuelta estudiantil que sacudió al continente, recién publicado por Editorial Octubre.
Biagini es investigador principal del Conicet y director del Centro de Ciencia, Educación y Sociedad (Cecies). En su nuevo libro, no sólo reestructura y actualiza su vasta producción sobre el proceso reformista iniciado en Córdoba en 1918, sino que incluye análisis inéditos, entorno a la emergencia de la conciencia antiimperialista en el estudiantado y el rol que les toca jugar a las nuevas generaciones. En diálogo con PáginaI12, reflexiona sobre el legado reformista desde la actualidad y aporta su mirada sobre el presente universitario argentino.
–¿Cuál es el principal legado de la reforma?
–Sin dudas la defensa de la universidad pública frente a la universidad-mercado, según expresiones de la propia Unesco. El reconocimiento al proceso reformista se ha ido haciendo carne, por ejemplo, desde fines del siglo XX con las sucesivas Conferencias Regionales de Educación Superior (CRES), en contraste con la óptica distorsionante del FMI o la OMC. Las conferencias han replanteado el derecho a la enseñanza superior como un bien público y comunitario que el Estado debe garantizar, lo que se ha visto reafirmado en la última CRES, realizada en Córdoba hace unos días, que se ha propuesto reflexionar sobre ese legado y resignificar el compromiso con una universidad autónoma, crítica, democrática, participativa, con libertad académica y visión latinoamericanista.
–¿Cuál sería la mirada de los reformistas ante la universidad pública argentina actual?
–Creo que podrían estar bastante de acuerdo, en líneas generales, por la implementación que, con mayor o menor sostén oficial, se ha ido efectivizando en nuestras universidades públicas de los principales postulados reformistas. Semejante acuerdo básico se trasluciría más todavía si pudieran observar el devenir de la Reforma en otros países, como Chile, que hacia 1967 llegó a ser de avanzada en la causa reformista, pero nunca pudo reintroducir una fehaciente democratización de sus universidades estatales, tras la férrea y primigenia implantación neoliberal. Las primeras camadas reformistas también se sentirían gratificadas al saber que, en el plano de la excelencia académica, hasta las mismas mediciones exógenas han colocado a la Universidad de Buenos Aires en primer lugar dentro de Latinoamérica.
–En su trabajo muestra que históricamente la universidad ha cumplido un doble papel: como racionalizadora de la realidad y como creadora de instancias alternativas. ¿Cuál es hoy el escenario?
–En gran parte el esquema se mantiene. La universidad, y la enseñanza en general, tienen esa doble faceta, al igual que los medios de comunicación. Estamos en esa doble vertiente. Por un lado, un rol liberador, y por otro, la universidad enseñadero, a la que solamente le importa sacar títulos y facilitar la supuesta salida al mercado de gente que va a estudiar alejándose de todo lo que pasa alrededor. Aunque no sé hasta qué punto funciona, porque el mercado ya no responde. Como decían hace unos años en las protestas de los indignados, los jóvenes están “sobrecalificados y subocupados”.
–¿Qué vigencia tienen hoy en el mundo universitario las banderas y reclamos de la juventud de 1918?
–Sus múltiples banderas mantienen una abierta legitimidad, pero además, los principales aportes de la Reforma trascienden el haber sido un gran movimiento político y cultural que integra la historia de las ideas alternativas y humanistas. Por su potencialidad utópica, la tradición reformista ha contribuido a revertir el lapidario diagnóstico sobre los cien años de soledad en nuestra América y trastocarlos por cien años de solidaridad. El movimiento reformista y su innovadora concepción sobre la universidad y la juventud confluirían en una suerte de epistemología originaria, revirtiendo la trillada dirección del Norte sobre el Sur para enrolarse junto con las transformaciones literarias del modernismo y el realismo mágico, las teorías liberacionistas, el pensamiento alternativo, la desglobalización y las políticas posneoliberales que ha seguido el bloque progresista del Cono Sur.
–¿Algunas de las conquistas reformistas deberían repensarse hoy?
–Sí, algunas habría que replantearlas. Por ejemplo, por más que consideremos que la autonomía es un bien en sí mismo, tampoco puede generar que la universidad se encierre en sí misma, como tortuga, sin conectar con las necesidades de desarrollo del país. Estamos llenos de abogados, cuando nos faltan, por ejemplo, ingenieros. Cambios que permitan que el país salga adelante sin estar sometido a procesos de dependencia económica, tecnológica y cultural. Hay que replantear esas banderas, que deben mantenerse, pero siempre en función de otros intereses, que son superiores, como los derechos humanos, que están por encima de todo lo demás.
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