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La hombría vulnerada

La hombría vulnerada

La última ganadora del Oscar a mejor película extranjera es, además, uno de los filmes más brillantes que se estrenarán este año. El director iraní Asghar Farhadi es un consagrado que cosecha premios por decenas, y uno de los grandes maestros del cine actual, autor de películas imprescindibles, como “About Elly”, “La separación” y “El pasado”. “El viajante” reúne varias de las constantes que caracterizan a su filmografía.

 

Farhadi decidió dedicarse al cine por una vivencia accidental. Fue a ver una película y se metió en la sala equivocada. La proyección había empezado hacía rato, por lo que comenzó a verla a partir de la mitad. Cuando terminó y se fue a su casa pasó el resto del día pensando y especulando con cómo sería ese principio. En ese momento se dio cuenta de que quería filmar un cine así, historias que pudiesen propiciar, en la mente de sus espectadores, esa clase de dudas posteriores. Es por eso que sus películas suelen contar con un enigma fuerte, poderoso; aun después de terminadas dejan espacios de sombra en torno a los cuales quedan un montón de piezas dispersas. Puede decirse que sus obras recién empiezan ni bien terminan; no existe mejor lugar para completarlas que en una mesa de bar, conversando, discutiendo sobre aquello que se vio. Ese es uno de los principales diferenciales: aunque los conflictos presentados sean nítidos y claros, muchos de los puntos fundamentales quedan incompletos, propiciando reflexiones profundas. Es tarea del espectador recoger las piezas e intentar armar el puzle a su manera.

El comienzo de El viajante1 es imponente. El edificio que habita la pareja protagonista sufre una gran sacudida: las paredes tiemblan, los vidrios se resquebrajan, los vecinos entran en pánico, piden ayuda, corren bajando las escaleras, los viejos fantasmas de los bombardeos contra Teherán durante la guerra entre Irán e Irak sobrevuelan. Pero la escena culmina mostrando la verdadera y absurda razón del cataclismo: una excavadora está haciendo estragos en el predio lindero. La capital de Irán hoy sufre de lo mismo que tantas otras grandes ciudades del mundo: una modernización arquitectónica forzada; se desmantelan viejos edificios y se construyen nuevos constantemente. La fiebre edilicia es tal que este trabajo compromete y pone en riesgo las estructuras antiguas, que acaban resquebrajándose o directamente desmoronándose por su cercanía con obras y demoliciones.
Pero esto es sólo una escena al comienzo, y el tema no vuelve a tocarse. La pareja –en la ficción ambos son actores de teatro– se muda a un departamento que un colega les facilita y, al poco tiempo de hacerlo, surge lo inesperado. Un extraño se cuela en el nuevo domicilio, va al baño donde la mujer se está duchando y la ataca violentamente. Cuando el marido llega, encuentra sangre por todas partes, vidrios rotos. Su mujer está hospitalizada, con una gran herida en el cráneo.

A partir de este trágico hecho la película sigue su abordaje naturalista, la pareja continúa su vida cotidiana, pero entramos en lo que es una constante del cine de Farhadi: un hecho fortuito generó una inflexión, un punto de no retorno. Nada vuelve a ser como antes, y se intuye que las consecuencias serán nefastas. En una entrevista el director ilustró claramente este tipo de momentos: “Es como una mesa de billar. Se ponen todas las bolas en la mesa, se les pega con otra bola y todas se expanden por la mesa. Al principio de mis películas los personajes suelen estar en situaciones normales. Pero entonces algo los golpea fuerte y empiezan a ver otro lado de ellos mismos que no sabían que existía”. Así el comportamiento de ambos protagonistas cambiará sutil pero radicalmente.

El trabajo actoral es, como siempre en el cine de Farhadi, sobresaliente. Los intérpretes Taraneh Alidoosti y Shahab Hosseini son viejos colegas de la troupe del director, y su desempeño en el papel de los personajes que intentan ocultar con grandes esfuerzos el “elefante dentro de la habitación” es brillante. Es gracias a estas sutilezas que comienzan las grandes dudas: mientras el protagonista masculino va enloqueciendo soterradamente y reúne pistas para dar con el culpable, la esposa intenta apaciguar su impulso y hasta boicotear su investigación. Ella sabe que nada bueno puede pasar si da con el responsable. Pero aun en este accionar le resulta imposible disimular las secuelas de su trauma. Esto lleva a que su marido –y el espectador– especulen y sospechen lo peor: en ese baño ocurrió mucho más de lo que ella cuenta. Su negativa a hacer la denuncia ante las autoridades puede entenderse por la inoperancia judicial y la posibilidad de que se ensañen con ella –el solo hecho de que haya dejado la puerta abierta puede ser interpretado como un “incentivo” para que se colara un extraño–, lo que podría dañar su reputación. Pero también puede ser que no quiera pasar por la re-victimización que sufren las mujeres violadas al hacer la denuncia, y tal vez pretenda apaciguar el ine¬vitable cataclismo que propiciarían esos hechos.

Si bien el punto de no-retorno de la película es ese posible abuso sexual –cómo y hasta dónde llegó es el espacio de sombra que carcome a su marido–, Farhadi nos lleva, como es su costumbre, a la acumulación de crisis, a las situaciones límite a las que pueden llegar los seres humanos bajo presión. La narrativa es así llevada hasta puntos de tensión extrema, cuando la “investigación” del marido lo enfrenta por fin con el posible responsable. Así, la última media hora de El viajante es de un incómodo, intenso y casi insoportable dramatismo.

La opresión gubernamental y su fundamentalismo religioso son elementos que están tangencialmente presentes en las películas de Farhadi. El conflicto aquí refiere, cómo no, a una situación facilitada por el patriarcado, al orgullo machista vulnerado, al destrato de las mujeres. Pero pensar esta película y su nudo como algo exclusivo de la idiosincrasia iraní sería tomar una posición de una esquizofrenia proyectiva, ya que es probable que una situación similar se pueda generar en cualquier parte del mundo, y que la reacción de los diferentes personajes ocurra del mismo modo, tanto en Vladivostok como en Montevideo. De ahí la puntería y la pertinencia de esta película, y su brutal universalidad.

1. The Salesman. Irán-Francia, 2017.


Del apartamento al escenario

Por Álvaro Loureiro

La pareja protagónica de la película de Asghar Farhadi comparte no sólo la vida sino también el escenario del teatro en el cual encarnan a Willy Loman y Linda, su mujer, en la obra La muerte de un viajante, del estadounidense Arthur Miller, cuyo título hace referencia al humilde vendedor de ropa que, con su valija, recorre pueblos y ciudades intentando ganarse la vida en un medio materialista –los Estados Unidos de comienzos de los cincuenta– que presta cada vez más atención a los triunfadores. Fragmentos de tan poderoso retrato de la sociedad capitalista asoman en forma progresiva en la pantalla como intrigante contrapunto con respecto a las existencias de Emad y Rana, los artistas que, al llegar al hogar, sufren desencuentros que, a pesar de ser diferentes a los que afligen a Willy y Linda, coinciden en la falta de verdadera comunicación entre ellos, lo cual a la larga les crea problemas en las representaciones del título de Miller: Rana se echa a llorar en medio de una secuencia milleriana que no demanda tal cosa, y quizás hasta tenga que solicitar que se la sustituya en la temporada; Emad, por su parte, agrega parlamentos que no tienen nada que ver con el texto. La obra en cuestión le exige convertirse en un vendedor fracasado, tan fracasado como podría ser el hombre-actor cuyos oscuros impulsos lo conducen a estropear su relación con los demás fuera y dentro del teatro. Se encuentra entonces en peligro de devenir un “Loman”, ese apellido que el dramaturgo le adjudica a un personaje que propone sea un hombre que no se destaca en su entorno, un low man, clasificación que, de acuerdo al propio Farhadi, puede muy bien compartir con el hombre mayor que ataca a la mujer del artista en su apartamento. En los trozos del texto de Miller que se cuelan en la historia no figuran, en cambio, aquellos donde aparecen los también importantes dos hijos de Willy y Linda (nombre de mujer que el autor propone en clave irónica), dos siluetas llamadas a relacionar al viajante con la incógnita que el futuro les depara a él y a los suyos. Sí irrumpen, no obstante, la mujer de rojo que ríe en forma estridente, de modo de provocar ciertos quiebres en momentos inesperados, y Charley (una denominación que sugiere la presencia de un bonachón), compañero de trabajo de Willy, un personaje caracterizado por un actor que, fuera de escena, resulta amigo personal de Emad. Por cierto que el texto concluye con la muerte del viajante, quien sólo entonces encontrará la paz deseada. Fuera de esa ficción, sin embargo, Emad deja de aparentar el deceso frente al público cuando se levanta para responder a los aplausos destinados a premiar su de¬sempeño, un momento clave que anticipa que, a la salida, pese a quien pese, deberá continuar enfrentando una grave crisis que cada espectador habrá de imaginar hacia dónde lo llevará.

Información adicional

Autor/a: Diego Faraone
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Fuente: Breha

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