Tuve la inmensa fortuna de haber estado en Ciudad de México el 19 de septiembre. A las 13.15 horas estábamos con el compañero y amigo Luis Hernández Navarro cerca de la colonia Juárez. En los días siguientes estuve con compañeros y compañeras en Ciudad Jardín y en la calle Zapata, donde habían colapsado edificios mientras otros presentan severos daños, compartimos con los voluntarios y vecinos sus dolores y afanes para superar el difícil momento.
Lo vivido y convivido esos días en la capital mexicana, y luego en el estado de Chiapas, me inspiran cuatro reflexiones, breves e incompletas.
La primera es comprobar la solidaridad del pueblo mexicano. Maciza, extensa, consecuente, absolutamente desinteresada, sin el menor afán de protagonismo. No se trata de caridad sino de responsabilidad, como señaló Gloria Muñoz en una breve conversación. Una actitud profundamente política, que dijo a las autoridades algo así como “váyanse, nosotros nos hacemos cargo porque no les creemos”.
En los puntos de derrumbe que pude visitar había hasta tres mil voluntarios que compraron sus palas, cascos y guantes, que recorrieron decenas de kilómetros con sus motos, a pie o en bicicletas llevando mantas, agua, comida y todo lo que podían. Es probable que más de 100 mil personas se hayan movilizado, sólo en la capital. Cantidad y calidad, energía y entrega que ningún partido político puede igualar.
Interpreto esa maravillosa solidaridad como hambre de participación para cambiar el país, como un deseo profundo de involucrarse en la construcción de un mundo mejor; como una actitud política de no delegar en las instituciones ni en los representantes, sino de ayudar poniendo el cuerpo. En la cultura política en que se formó mi generación, esa actitud se denomina “militante”, y es lo que permite intuir que un país tan golpeado como México tiene aún un futuro luminoso.
La segunda es el papel del Estado, desde las instituciones hasta las fuerzas armadas y la policía. Llegaron a los puntos críticos al día siguiente del sismo y lo hicieron como máquina de impedir, de bloquear la participación de los voluntarios, de rechazarlos y enviarlos a otros sitios. Esta labor de dispersar la solidaridad la hicieron con esmero y con esa disciplina que caracteriza a los cuerpos armados, que no sirven para salvar vidas sino para proteger a los poderosos y sus bienes materiales.
Me llamó profundamente la atención que en los barrios pobres, como Ciudad Jardín, el despliegue de uniformados era mucho mayor que en los barrios de clase media, aunque el drama humano ante los edificios colapsados era similar. Diría que las “clases peligrosas” fueron rigurosamente vigiladas por los militares, porque sus patrones saben que allí anida la revuelta.
La tercera es el papel del capital. Mientras los armados se dedicaban a dispersar al pueblo solidario, las empresas empezaban a lucrar. Dos mil edificios dañados en la capital es un bocado apetecible para las constructoras y el capital financiero. Las grandes empresas hicieron gárgaras de solidaridad. Fue tan grande la marea solidaria que el capital tuvo que “hacer como” que dejaba de lado su cultura individualista, para disfrazarse de una cultura que le es ajena y le repugna.
Vale registrar la división del trabajo entre el Estado y el capital. El primero dispersa al pueblo para que el segundo pueda hacer sus negocios. Jugando con las palabras, podemos decir que la solidaridad es el opio del capitalismo, ya que neutraliza la cultura del consumo y frena la acumulación. Aquellos días de desesperación y hermanamiento, muy pocos pensaban en comprarse el último modelo y todo se focalizaba en sostener la vida.
La cuarta cuestión somos nosotros y nosotras. La actitud del pueblo mexicano, esa generosidad que aún me hace temblar de emoción, se estrelló contra los diques del sistema. Los de arriba expropiaron buena parte de las donaciones concentradas en los centros de acopio y desviaron la solidaridad: cuando se trataba de una relación abajo-abajo, la invirtieron para convertirla en caridad de arriba-abajo.
Sabemos que el sistema se sostiene destruyendo las relaciones entre los abajos, porque dinamitan el esqueleto de la dominación construido sobre los pilares del individualismo. Pero aún nos falta mucho para que las relaciones entre los abajos se desplieguen con toda su potencia. Es cuestión de autonomía.
En los días posteriores al sismo tuve largas conversaciones con dos organizaciones de la ciudad: la Brigada Callejera y la Organización Popular Francisco Villa de la Izquierda Independiente. En ambos casos encontré una actitud similar, consistente en rehuir los centros de acopio para trabajar directamente con los afectados. “Nos reservamos”, dijo una dirigente de Los Panchos en la comunidad Acapatzingo, en Iztapalapa.
La solidaridad se dirige a quien la necesita, pero funciona por capas o círculos concéntricos. Primero atiende a los miembros de la organización. Luego a los miembros de otras organizaciones amigas o aliadas, y también a las personas que no están organizadas, pero en este caso es también directa, cara a cara, para evitar desviaciones.
El mundo nuevo ya existe. Es pequeño si lo comparamos con el mundo del capital y del Estado. Es relativametne frágil, pero está mostrando resistencia y resiliencia. Nuestra solidaridad debe recorrer los cauces de ese mundo otro, fluir mediante sus venas, porque si no lo hace se debilita. La tormenta es un momento especialmente delicado, como comprobamos desde el 19 de septiembre. El sistema está empeñado en destruirnos y para eso está dispuesto, incluso, a fabricarse un camuflaje “humanitario”.
La increíble solidaridad del pueblo mexicano se merece un destino mejor que engrosar los bolsillos y el poder de los poderosos. Pero eso depende de nosotros, porque de ellos ya no podemos esperar nada. Si es cierto que la solidaridad es la ternura de los pueblos, como escribió Gioconda Belli, debemos cuidarla para que no la ensucien los opresores.
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