El aniversario de “Cien años de soledad” sacude el ambiente literario de Colombia y de otras partes del mundo. Las celebraciones se extienden hasta fines de 2017, las reediciones se multiplican. Todo busca renovar el deslumbramiento provocado por la novela, la apasionada recepción de que disfrutó hace cinco décadas. En forma paralela, hay discusiones sobre su vigencia, el lugar de la mujer en su literatura y el zarandeado realismo mágico. Es buen momento para repasar cómo un libro sobre un pueblo ficticio de Colombia se convirtió en una de las novelas más universales del siglo XX.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” ¿Cuántos lectores, en todo el mundo, guardan en su memoria este comienzo iluminado? ¿Y cuántos nuevos lectores –pienso sobre todo en los adolescentes posmodernos– podrán ser hoy cautivados por la intensidad y la exuberancia de esas aventuras alocadas? En realidad habría que preguntarse cuál fue la alquimia de Cien años de soledad, por qué llegó a leyenda o mito, qué mecanismo puso en funcionamiento para que escritores de primera línea y obra tan disímil como el británico Salman Rushdie, el checo Milan Kundera, el chino Mo Yan –Nobel de literatura en 2012–, el estadounidense Paul Auster y tantos otros, confesaran que en esa escritura de lo fundacional y de lo arcaico encontraron inspiración para sus historias.
Tal vez la pesquisa pueda iniciarse invocando una escena de origen que, junto a otras que los fieles del colombiano suelen recordar, forma parte de la leyenda que rodea la publicación. Imaginemos a Gabo con Mercedes y sus dos hijos en un viaje a las playas de Acapulco a principios de 1965. La impresión que tuvo, en cierto momento, de ser fulminado “por un cataclismo del alma” que apenas le permitió eludir a una vaca que se atravesó en la carretera. La excitación de su hijo Rodrigo –el futuro cineasta– cuando exclamó: “¡Yo también, cuando sea grande, voy a matar vacas en la carretera!”.
Pero sucede que al colombiano siempre le gustó confundir a la prensa, y cuando le preguntaban cómo se le había ocurrido Cien años… podía echar mano a esa anécdota o decir que en el mismo viaje se oyó repetir en voz alta la primera frase de una novela que le rondaba hacía tiempo, que de inmediato suspendió el paseo para regresar y escribirla, o que igual se fueron a la playa pero él no tuvo paz porque las voces le perforaban la cabeza.
Contaba, además, que de regreso trabajó sin pausa durante año y medio “hasta la línea final en que a Macondo se lo lleva el carajo”. Durante esos meses su mujer empeñó plancha, secador y tostadora para comer. Cuando parecía que el desenlace era inminente, las 500 páginas de la última copia recién mecanografiada volaron en una esquina de Ciudad de México y casi se pierden bajo la lluvia. Como si esto fuera poco, el dinero que tenían para enviarlas a su editor en Buenos Aires sólo alcanzó para la mitad y, en un desliz, despacharon la segunda parte. Como se ve, García Márquez cuidó que también el origen de la novela se hundiera en la bruma del mito, maquilló la realidad para hacerla más atractiva. Por algo en el epígrafe de Vivir para contarla, su autobiografía de 2002, escribió: “La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Hasta la portada improvisada de la primera edición –un galeón azul contra un bosque espectral y en la base tres grandes flores amarillas– forma parte de esa leyenda, ya que la diseñada por Vicente Rojo, con la enigmática E al revés en el título, no llegó a tiempo, si bien se utilizó en la segunda edición. Es dato confirmado que un librero ecuatoriano corrigió la E en cada ejemplar que vendió, seguro de que se trataba de un error tipográfico. Muchos pensaron lo mismo.
El 30 de mayo de 1967, con 40 años de edad, los mismos que tenía el patriarca José Arcadio Buendía cuando reveló a sus hijos su descubrimiento de que “la Tierra era redonda como una naranja”, García Márquez presentó al mundo la novela de su vida, tan redonda y apetitosa como una naranja. Lo que siguió fue una avalancha inesperada: la historia de Macondo y de las siete generaciones de la familia Buendía no sólo identificaron a los pueblos de América Latina, sino que llegaron al corazón de lectores de todo el mundo. El libro fue traducido a más de cincuenta lenguas, esperanto incluido, lo publicaron más de cien editoriales, se vendieron más de 40 millones de copias, cifra que continúa incrementándose. Sin contar las ediciones pirata. Bellísima es la reciente edición de Random House, de tapa dura y buen tamaño, que incluye árbol genealógico y está ilustrada con profusión y colorido garcíamarquiano por la artista e ilustradora chilena Luisa Rivera. Canciones, películas, series de televisión, historietas, pinturas y esculturas se han inspirado en Cien años…, en sus personajes y nombres inolvidables, como Macondo, Úrsula Iguarán, Aureliano Buendía o Mauricio Babilonia, una figura secundaria que deviene ícono por el prodigio de llevar siempre sobre su cabeza una nube de mariposas amarillas.
Infancia, política, pedofilia.
Nacido en 1927 en un pueblito desvencijado llamado Aracataca, en el año 1940 García Márquez ya estaba en Bogotá, pero Aracataca, su bárbara “tierra caliente” colombiana, siempre lo perseguiría. De las memorias infantiles de ese pueblo desenrolló el hilo maravilloso de sus narraciones, que alcanza su punto culminante en Cien años…, aunque ya está presente en los relatos de juventud, marca el resto de su obra y reaparece en tanto que cierre y reescritura en Vivir para contarla. Se trata de una inmoderada literatura de lo inaugural, que diseña un marco espacio-temporal cimentado con tópicos imaginarios de lo primitivo. Comprende la historia personal, el origen familiar, la construcción de una casa, la fundación de un pueblo, la invención de un país y de América Latina. Recupera mitos grecorromanos y bíblicos, el Génesis, el paraíso, la utopía.
Pocas semanas después de la publicación de la novela, Ángel Rama escribía en Marcha: “Sería largo mostrar los tramos que llevan a esta irrefrenable sensación de libertad que sostiene Cien años de soledad y le otorga ese aire abierto que permite entrar y salir gozosamente de su materia. Las que originariamente fueron simplemente las ‘palabras en libertad’ de los poetas surrealistas, han devenido ahora ‘situaciones y personajes en libertad’, y es su grandeza y su permanente riesgo, porque todos se mueven sobre la cuerda floja, lo que determina el valor superior de este gran arte narrativo”.1
La novela se convirtió en texto de referencia para los gobiernos de izquierda de Europa del este, Asia y buena parte de América Latina. Las peripecias del coronel Aureliano Buendía, líder de varias revoluciones fracasadas contra un gobierno conservador, y temas como la pobreza en el campo y la explotación de la tierra por empresas extranjeras, favorecieron su difusión en los países socialistas.
Pero más allá de temas políticos y sociales, Cien años… definió una época de la literatura universal y se vio envuelta en tantas interpretaciones como lectores tuvo. No fue sólo la cima del llamado boom de la literatura latinoamericana, sino que hizo popular un estilo conocido como realismo mágico, atiborrado de escenas extraordinarias y de magia. Y en esa ficción, o desde esa ficción, en la cual el lector se pierde jubilosamente, corporiza graves temas de fondo, como las injusticias y la violencia del universo rural.
Por supuesto, hubo y habrá detractores. Los más acérrimos tal vez se encuentren en filas del feminismo, que no perdona al autor el tratamiento de las mujeres en la novela. Recientemente la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero (1976) opinó sobre Cien años… en Casa América, de Madrid: “Es una historia de pedofilia, niñas prostituidas, incesto, virginidades inexpugnables, infidelidad, esposas sumisas, mujeres sin pecado que ascienden como la virgen María, mujeres a las que se viola en una maraña de descripciones que no dicen la palabra violación” . Parecidas acusaciones han merecido otros libros del autor, en especial La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1978) y Memoria de mis putas tristes (2004), que llevan a la ficción algunos de esos temas.
Se hace camino al andar.
Hasta la publicación de Cien años… Gabo sobrevivió de los exiguos derechos de autor y las pocas traducciones de sus primeros libros, pero sobre todo de la ayuda de sus amigos, en particular Jomí García Ascot y María Luisa Elío, a quienes en eterno agradecimiento dedicó todas las ediciones de la novela menos la francesa, que fue para el escritor colombiano Álvaro Mutis, amigo desde los tiempos en que la familia García Márquez recurría al pretil de la ventana para que la leche no se malograra.
¿Cuáles fueron esos primeros libros, de escasa resonancia y poca venta, que condenaban a su autor a ser casi un desconocido? Sus dos primeras novelas, La hojarasca (1955) y El coronel no tiene quien le escriba (1961) –calificada por sus pares como perfecta–, la colección de cuentos Los funerales de la Mama Grande (1962) y La mala hora (1962), su tercera novela. Años más tarde, García Márquez confesó: “Mi problema grande de novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida, y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Sentía que me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un modo convincente y poético de escribirlos”.
Mientras trabajaba en Cien años… se dio cuenta de que para narrar esas historias insurrectas que revoloteaban en su cabeza desde la adolescencia debía usar el mismo tono de su abuela cuando en su infancia le contaba patrañas colosales con una naturalidad pasmosa que desterraba cualquier vacilación.
Pero aun después de encontrar ese “modo convincente y poético”, García Márquez dudaba. Fuera del ámbito académico se conoce poco que, antes de terminar la novela, con el fin de explorar las reacciones de los lectores y prepararlos para su aparición –como hizo Onetti con las pedradas semanales de Periquito el Aguador que anunciaban en Marcha la senda urbana de El pozo–, publicó siete capítulos en periódicos y revistas que circulaban en más de veinte países: El Espectador de Bogotá, Primera Plana de Argentina, la problemática revista Mundo Nuevo, dirigida en París por Rodríguez Monegal, la mexicana Diálogos, la peruana Amaru, la colombiana Eco. Esos capítulos se olvidaron, porque se creyó que eran idénticos a los publicados en la primera edición. Pero hubo cambios: en el lenguaje, la estructura, la descripción de personajes. De ahí su valor para entender la génesis de la novela. Un solo ejemplo: Úrsula, la madre de José Arcadio, temía que su primogénito naciese con cola de cerdo por ser primos sus padres, pero él vino al mundo como “un hijo saludable”. En la edición final el autor acentúa el dramatismo y escribe: “Dio a luz un hijo con todas sus partes humanas”.
Capitán para rato.
En la nota citada, Rama repasó ese recorrido, subrayando los diversos tratamientos de “lo real” en la obra previa del colombiano y en la novela reciente: “la misma búsqueda de la realidad que signaba sus libros anteriores es la que aquí lo moviliza, pero en vez de encauzarse a través de una estricta elaboración realista que imponía pesar cada palabra, componer cada situación como una máquina perfecta de economía y austeridad expresiva, articular verosímilmente las operaciones insólitas de la realidad, ahora se encamina por una libérrima creación merced a la cual estima que toca ardiente y más próximamente lo real”.
Por aquel entonces Rama era el responsable de la editorial Arca. Desde los primeros libros de García Márquez, cuando pocos lo conocían, había difundido su obra con entusiasmo, y en 1965 le reeditó La hojarasca. Según la editora argentina Gloria Rodrigué, ex directora de Sudamericana y testigo de las gestiones de publicación de Cien años…, cuando Francisco Porrúa, el legendario asesor de esa editorial, le manifestó a García Márquez el interés de editarlo, éste respondió que “justo acababa de hacer un acuerdo con una editorial uruguaya, Arca, para publicar los libros, y que medio tenía comprometido, pero no firmado, el contrato para una novela que estaba terminando, Cien años de soledad”. Y añadió que “le gustaba tanto la idea de publicar en Sudamericana, editorial que siempre había admirado, que si podía deshacer los compromisos les iba a volver a escribir y se los iba a mandar”.2 Así fue como Uruguay perdió la legítima oportunidad de ser el país que publicase por primera vez Cien años de soledad.
Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Cortázar y el colombiano Álvaro Cepeda Samudio, entre otros escritores, intercambiaban sus lecturas de los originales. Según Álvaro Medina, cuando Cepeda concluyó la suya, exclamó: “No joda, el Gabo acaba de jalarse una cipote novela”. Vargas Llosa, más diplomático, escribió a Porrúa: “Los más viejos ya nos podemos morir, hay capitán para rato”.
Tal vez uno de los episodios más significativos que vivieron García Márquez y su mujer una vez que la primera edición llegó a las librerías ocurrió en un teatro de Buenos Aires. Los acompañaba Tomás Eloy Martínez, que evoca la sala en penumbra, el reflector que sigue a la pareja, el grito de “¡Bravo!” cuando iban a sentarse, los aplausos, otro grito: “¡Por su novela!”, y la sala entera poniéndose de pie. “En ese preciso instante –recuerda el argentino– vi que la fama bajaba del cielo envuelta en un deslumbrante aleteo de sábanas, como Remedios la Bella, y dejaba caer sobre García Márquez uno de esos vientos de luz que son inmunes a los estragos de los años”. Más adelante remató: “La vida de Gabo nunca volvió a ser igual. Y jamás quiso regresar a Buenos Aires”. Fue tal cual: una noche se fue a dormir casi como un desconocido y a la mañana siguiente lo perseguían por la calle como a una rockstar.
Quince años después ganó el premio Nobel de literatura. “No sé a qué hora sucedió todo –dijo en un congreso de la Real Academia de la Lengua Española–. Sólo sé que desde que tenía 17 años y hasta la mañana de hoy no he hecho cosa distinta que levantarme todos los días temprano y sentarme ante un teclado, para llenar una página en blanco o una pantalla de computador, con la única misión de escribir una historia aún no contada por nadie, que le haga más feliz la vida a un lector inexistente.”
Una modalidad admisible para evaluar la obra de un escritor canonizado –que no abandonó el periodismo a lo largo de su vida– es la capacidad de reinventar representaciones del mundo que, aunque estuviesen presentes en la literatura anterior, cambian ahora de sentido. Es el caso de García Márquez y la novela que cumple cincuenta años. De la imaginación y la exuberancia con las que puso en escena una escritura del origen.
“Introducción a Cien años de soledad”, en Marcha, 2-IX-1967, pág 31.
(No puedo dejar de comentar que en una esquina de la página aparece por primera vez el poema de Idea Vilariño “Con los brazos atados”, dedicado a Vietnam. El título registra por error “abrazos”, aunque en el primer verso ya está el correcto “brazos”.)
2. “50 años. Cien años de soledad logró la cima sin publicidad”, Excelsior, Ciudad de México, 26-V-17.
Leave a Reply