La elección presidencial hondureña del pasado 26 de noviembre se vio ensombrecida por serias denuncias de fraude. El presidente saliente, Juan Orlando Hernández, fue reelegido en detrimento del centrista Salvador Nasralla, adalid de la lucha contra la corrupción. Con el beneplácito de Estados Unidos, omnipresente en la vida política y militar del país centroamericano desde principios de los años 80.
Un grupo de soldados con el dedo en el gatillo en medio de la ruta, manifestantes corriendo a buscar refugio en medio de nubes de gas lacrimógeno… A principios de diciembre, las calles de Tegucigalpa, la capital hondureña, presentaban toda la apariencia de un golpe de Estado militar, reminiscencia del clima de junio de 2009, cuando el presidente de izquierda Manuel Zelaya fue secuestrado por el ejército y embarcado a la fuerza en un avión con destino a Costa Rica.
Esta vez fueron las sospechas de fraude electoral las que provocaron el incendio. La elección presidencial del 26 de noviembre pasado se realizó en un clima de extrema tensión, marcado por el temor de que el Tribunal Supremo Electoral (TSE), adicto al Partido Nacional de Honduras (PNH) en el poder, estuviera dispuesto a todo con tal de garantizar un segundo mandato al presidente saliente, Juan Orlando Hernández, cuestionado por sus derivas autoritarios y su implicación en casos de corrupción. Este temor se fundaba además en una certeza: Washington no se mostraría indiferente al resultado de su protegido, garante del mantenimiento de una política ultraliberal y de la militarización del país.
Resulta difícil determinar en qué preciso momento de la historia de Honduras surgió la expresión “procónsul” para designar al embajador de Estados Unidos. El término ya era muy popular a principios de los años 1980, cuando la embajada estadounidense en Tegucigalpa acompañó –por no decir orquestó– la frágil transición de la dictadura militar hondureña a un régimen de democracia condicional y militarizada. La misión encomendada al “procónsul” en funciones en ese momento, John Negroponte, era perfectamente clara: asegurar que Honduras sirviera de plataforma de coordinación para la guerra clandestina de la administración Reagan contra el gobierno sandinista en Nicaragua y los movimientos de izquierda en El Salvador o Guatemala. Esto implicaba no sólo una fuerte presencia militar estadounidense en Honduras, sino también el control de la vida política interna del país.
Bajo el mando de Negroponte, las tropas estadounidenses reforzaron su ocupación de la base aérea Soto Cano, percibida por muchos hondureños como un enclave “yanqui”. La asistencia militar estadounidense a Honduras pasó de 4 millones de dólares en 1981 a 77.400.000 en 1984. Al tiempo que reconocía internamente que las fuerzas armadas hondureñas cometían “cientos de violaciones a los Derechos Humanos (…), la mayoría motivada por razones políticas” (1), la Central Intelligence Agency (CIA) apoyó a los escuadrones de la muerte que, a semejanza del siniestro Batallón 3-16, torturaron, asesinaron o hicieron desaparecer a decenas de sindicalistas, universitarios, campesinos y estudiantes. La embajada estadounidense mantenía estrechos vínculos con los comandantes de estas falanges. Como revelan los documentos desclasificados, Negroponte se ocupó personalmente de obstaculizar cualquier divulgación de estas atrocidades estatales para evitar, decía, “crear problemas de derechos humanos en Honduras” (1).
Recién en 2006 el sistema elaborado por Negroponte –más tarde promovido al cargo de embajador ante las Naciones Unidas y luego a secretario de Estado adjunto por el presidente George W. Bush– comenzó a desmoronarse. Electo presidente ese año, Manuel Zelaya, un rico terrateniente que se había postulado candidato como representante de los liberales, de manera inesperada y ante la sorpresa general se comprometió en una política de izquierda. En una espectacular ruptura con sus predecesores, Zelaya se acercó al presidente venezolano Hugo Chávez, el espantapájaros de Washington, y declaró la adhesión de Honduras a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) que Chávez había instaurado para contrarrestar la influencia de Estados Unidos. Como suprema audacia, Zelaya estableció contactos con los movimientos sociales opuestos a la presencia militar estadounidense y convocó a la creación de una Asamblea Constituyente que sustituyera la Ley Fundamental de 1982, adoptada bajo la tutela de Washington, por una nueva Constitución de inspiración progresista.
Cuando el Presidente anunció su intención de consultar a los hondureños para saber si la convocatoria a una Asamblea Constituyente tenía que ser objeto de un referéndum antes de fin de año, los generales y el establishment del país decidieron actuar de inmediato. Con el pretexto, carente de prueba alguna, de que Zelaya buscaba modificar la Constitución para aferrarse indefinidamente al poder, los principales dirigentes de los dos partidos dominantes acogieron con inmensa alegría el golpe de Estado militar del 28 de junio de 2009.
Aunque después de algunas dilaciones la administración Obama terminó condenando el golpe en Honduras, no dejó de utilizar todo su poder para impedir que Zelaya regresara a su país. Además, bajo la dirección de Hillary Clinton, el Departamento de Estado expresó su apoyo a las elecciones que organizó el gobierno surgido del golpe de Estado, absteniéndose de reclamar que se restableciera previamente a Zelaya en sus funciones.
Para muchos hondureños, el orden establecido desde el golpe de Estado de 2009 recuerda a más de un título los siniestros años 80. El país vive nuevamente al ritmo de los cuarteles. Las tropas desplegadas en todo el país tras la expulsión de Zelaya recibieron carta blanca para reprimir las protestas casi diarias de los opositores al golpe de Estado. Controlados por el PNH, los gobiernos surgidos de las criticadas elecciones de 2009 y 2013 institucionalizaron la tarea policial confiada a los militares, en violación de la Constitución hondureña. Como presidente del Congreso, Juan Orlando Hernández movió los hilos para validar en la legislatura a la nueva guardia pretoriana del régimen, la Policía Militar del Orden Público (PMOP). A punto de asumir la presidencia en 2014, creó los “Tigres”, unidades de policía militarizada formadas por Estados Unidos y comandadas por oficiales notoriamente implicados en escándalos de corrupción.
La remilitarización de Honduras coincidió con la restauración de un clima altamente favorable para las familias ricas y los inversionistas internacionales, para quienes el gobierno lanzó la campaña “Honduras is Open for Business” (“Honduras está abierta a los negocios”). Para hacer frente a los riesgos de conflictos sociales, el gobierno tuvo la precaución de concentrar las fuerzas de seguridad en las áreas destinadas a la industria minera, las represas hidroeléctricas, el sector agroalimentario y el turismo, es decir los intereses potencialmente más perjudiciales para las poblaciones circundantes. Muchos proyectos industriales se implementaron ilegalmente, ya que la ley exige la previa consulta a las comunidades indígenas afectadas. Según las organizaciones de defensa de los Derechos Humanos, es frecuente que los militares aúnen fuerzas con las empresas de seguridad privada para quebrar la resistencia local mediante la intimidación y el terror, y a veces incluso campañas de asesinatos selectivos, como el de la dirigente indígena ecologista Berta Cáceres (2).
No obstante, el sistema político que Estados Unidos ha ayudado a instaurar en Honduras, mezcla de autoritarismo militar y malversación de fondos, muestra signos de desgaste. El movimiento de resistencia al putsch de 2009 dio origen a un nueva formación política, el Partido Libertad y Refundación (LIBRE), que desafía el statu quo del bipartidismo. En los comicios de 2013, a pesar de los masivos fraudes electorales que modificaron el escrutinio y de una sangrienta campaña intimidatoria marcada por el asesinato de al menos dieciocho candidatos y militantes del partido, LIBRE quedó en segundo lugar en el Congreso con treinta y siete escaños.
Además. el régimen se vio debilitado por los casos de prevaricación al más alto nivel y la participación de varios dignatarios en los circuitos de narcotráfico, entre ellos el hermano del presidente Hernández y el ex presidente Porfirio Lobo. En 2015, una ola de rebelión recorrió el país después de que se descubriera que los fondos recaudados a través de una red de corrupción se habían utilizado para financiar la campaña electoral de Hernández en 2013. Gracias a la rápida mediación de Washington y de la Organización de los Estados Americanos (OEA), se encontró una solución política que, excluyendo a los grupos opositores, permitió al Presidente hondureño escapar al destino de su homólogo guatemalteco, Otto Pérez Molina, encarcelado en 2015 a la espera de un juicio por malversación de fondos.
Como para minar un poco más la legitimidad del gobierno, en 2016 la Corte Suprema de Honduras –también controlada por el PNH– dictaminó que el artículo de la Constitución que prohíbe al presidente presentarse a un segundo mandato podía ser ignorado en nombre de… los derechos humanos. La ironía de esta decisión, tomada siete años después de que Zelaya fuera destituido por haber presuntamente pretendido volver a presentarse, no escapó a los hondureños, quienes protestaron en forma masiva en la calle contra este nuevo abuso de fuerza.
Con los comicios de noviembre de 2017 en la mira, LIBRE formó una coalición con otros dos pequeños partidos: la Alianza de Oposición contra la Dictadura. Con la esperanza de reunir al electorado moderado a favor de su causa, la Alianza convino en la candidatura del centrista Salvador Nasralla, un hombre de negocios dedicado a luchar contra la corrupción, quien también es un conocido periodista y presentador de la televisión hondureña. Junto a él se presentaba como candidata a la vicepresidencia Xiomara Castro de Zelaya, esposa del presidente depuesto.
El día de las elecciones, el Tribunal Supremo Electoral anunció que estaba en condiciones de proporcionar resultados provisionales a primera hora de la noche. Sin embargo, a medianoche, mientras que tanto Hernández como Nasralla se proclamaban vencedores, el TSE seguía sin brindar datos. Según el testimonio que con posterioridad dio a la prensa un miembro disidente de ese órgano, Marco Ramiro Lobo, poco después de la clausura de los colegios electorales el equipo técnico del TSE informó internamente que el recuento del 57% de los votos mostraba una tendencia clara e irreversible a favor de Nasralla. Durante varias horas, el presidente del TSE, David Matamoros –un ex congresista del PNH– se negó a informar esos resultados parciales, hasta que bajo la presión de los observadores internacionales y del propio Lobo, terminó por cumplir su promesa, pero se abstuvo de pronunciar la palabra “irreversible” en relación con la tendencia emergente.
En ese momento se interrumpió bruscamente el recuento de los votos, que antes se transmitía en directo a través de la página web del TSE. La misteriosa avería duró unas treinta horas. Según Lobo, fue Matamoros quien, sin una palabra de explicación, habría dado la orden de detener el proceso de conteo. Cuando se lo retomó, a la velocidad de un caracol, la ventaja de cinco puntos que al inicio se le había otorgado a Nasralla comenzó a disminuir inexorablemente. Finalmente, el 30 de noviembre el presidente Hernández fue declarado definitivamente vencedor, con un punto y medio por sobre su rival.
Ante la presión de la calle y de los observadores internacionales, Matamoros terminó efectuando un recuento parcial de los votos. Unos días más tarde, acompañado por la encargada de Negocios estadounidense Heide Fulton, afirmó: “Lo que encontramos en las urnas confirma lo que contamos el día de las elecciones”. Para luego anunciar, el 17 de diciembre, que “el presidente elegido para el período 2018-2022 es el ciudadano Juan Orlando Hernández Alvarado”. Las elecciones fueron “de una transparencia nunca vista en Honduras”, concluyó.
Decenas de miles de hondureños descontentos salieron a las calles. En respuesta, el gobierno declaró el toque de queda y desplegó el ejército y la policía por todo el país. La ola de represión fue mortífera. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, “preocupadas”, contaron doce manifestantes asesinados, decenas de heridos y cientos de detenidos durante la primera quincena de diciembre. En la tarde del 9 de diciembre, mientras las fuerzas de seguridad seguían sembrando el terror bajo sus ventanas, el TSE se reunió en un ambiente relajado en su sede del centro de la capital. Su presidente estaba a punto de hacer una declaración cuando la encargada de negocios estadounidense tomó el micrófono para saludar el trabajo de la autoridad electoral y hacer un llamado al pueblo hondureño para que respete los resultados oficiales de la elección. Qué importan las cientos cincuenta demandas por fraude presentadas por los partidos de oposición: el apoyo de Washington parecía garantizar que el presidente Hernández se mantendría en el poder, con total libertad para continuar, por lo menos hasta el año 2021, su política ultraliberal y la militarización del país.
Ante la sorpresa general, la misión de observación de la OEA –que había brillado por su apatía ante el fraude electoral de 2013– se negó a apoyar los resultados. Presentó un informe demoledor sobre las irregularidades en el proceso electoral y concluyó que persistían dudas con respecto a los resultados de la elección. Todas las miradas apuntaron a Washington. Si la OEA, instrumento clave de la hegemonía estadounidense en la región, estaba dispuesta a cuestionar la victoria de Hernández, entonces todo parecía posible, incluso un viraje de la política hacia Honduras. Pasaron veinticuatro horas sin la menor reacción por parte del gobierno estadounidense. Finalmente, en la tarde del 18 de diciembre, el Departamento de Estado saluda la victoria de Hernández. Ninguna mención al informe de la OEA.
En las horas que siguieron, los gobiernos de derecha cercanos a Washington felicitaron, uno por uno, a Hernández: Guatemala, Colombia, México… Mientras tanto, una nueva ola de protestas paraliza las principales arterias de las grandes ciudades de Honduras.
1. David Corn, “Negroponte: unfit to lead, The Nation, Nueva York, 24-2-05.
2. Véase Ignacio Ramonet, “Berta Cáceres. Un crímen político” y Cécile Raimbeau, “¿Quién mató a Berta Cáceres?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, abril y octubre de 2016 respectivamente.
*Analista político en el Center for Economic and Policy Research (CEPR), Washington, DC.
Traducción: Teresa Garufi
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