Un puñado de hechos excepcionales (como el Brexit o el triunfo de Donald Trump) han cambiado el tablero global. Sin embargo, otros sucesos de igual o mayor importancia (desde Medio Oriente al Mar del Sur de China) pasan casi desapercibidos. Una mirada de conjunto permite concluir que la estabilidad se evaporó. Es uno de este 2016 que se va.
Pese a la profundidad de los cambios operados en 2016, lo más probable es que estemos ante un año bisagra que abre las puertas de un creciente caos sistémico al que no se le encuentra fácil ni pronta salida. Asistimos a un panorama global pautado por la existencia de poderes enfrentados que no son capaces de imponer un orden global consentido por la comunidad internacional.
En su conjunto, hubo cambios evidentes que tendrán consecuencias de larga duración (como el Brexit y la elección de Trump, pero también la recuperación de Alepo y el triunfo del régimen de Bashar al Asad en la guerra siria), junto a otros de mucha menor visibilidad pero capaces también de mover un escenario delicado, en el cual pequeñas oscilaciones pueden tener resultados imprevisibles.
Varias situaciones críticas pueden escalar, o bien encaminarse hacia salidas negociadas. La guerra en Yemen fue la más letal de 2016, al mismo nivel que la de Siria, aunque casi sin cobertura mediática. El conflicto en Ucrania, por el contrario, puede resolverse si Trump cumple sus promesas de aflojar la tensión con Rusia, pero los neocons seguirán teniendo suficiente poder en la política exterior como para reconducir aquellas políticas con las que no concuerdan, o poner palos en la rueda cuando no tienen chance de neutralizarlas. Los claros e inocultables enfrentamientos entre el Fbi y la Cia, por poner apenas un ejemplo, muestran que se evaporó el consenso, por los menos en los grandes temas que abordan los países del norte.
En su conjunto, el planeta se ha hecho un lugar un poco más inseguro en este 2016, han crecido las actitudes sectarias contra los inmigrantes y los diferentes, la violencia se hace presente en todos los continentes con diferentes énfasis y características, y lo peor es que las posibilidades de restablecer la situación anterior no parecen nada claras. Las islas de paz y prosperidad se han reducido considerablemente.
EUROPA A LA DERIVA.
La vieja Europa atraviesa una crisis de orientación que se profundiza sin que sus dirigentes indiquen rumbos. El Laboratorio Europeo de Anticipación Política (Leap) definió a la Unión Europea (UE) como “un barco a la deriva sin utensilios de navegación” (Geab 109, 15-XI-16). Por primera vez en una década, el instituto se pregunta si en 2017 existirá aún el euro y si la Unión marcha hacia su desintegración. Tres elementos a tener en cuenta: el fracaso de la integración de los países del este, la crisis euro-rusa y la falta de orientación estratégica, estrechamente relacionada con la subordinación a Washington.
“El mayor fracaso en los últimos 30 años de integración europea es la política de ampliación de los países del bloque soviético. Esta política, esencialmente motivada por la codicia de las empresas de Europa occidental (y más allá), se puso en marcha en detrimento de la integración política de todo el continente y, particularmente, de las poblaciones del este. En muchas ocasiones hemos mencionado la baja tasa de participación de la región del este en las elecciones europeas, una región que una vez anheló entrar en la UE. El flanco oriental de la UE es ahora un grupo de países motivados por diferentes causas, integrados en grados diferentes y atravesados por intereses de todo tipo. El riesgo de desintegración y de conflicto es inmenso y amenaza al proyecto europeo, mucho más que la hipótesis de una salida de Reino Unido” (Geab, 15-VI-16).
La debacle europea tiene fecha y lugar de inicio: Kiev, Ucrania, en los momentos en que Estados Unidos impulsó la caída del gobierno electo para imponer otro anti ruso, a comienzos de 2014. “La crisis euro-rusa de 2014 creó las condiciones para una dislocación de la región, ya fracturada por innumerables intereses y futuros posibles. El aumento de adeptos a las extremas derechas comenzó casualmente también en 2014”, destaca el Leap. Y añade que el lugar más crítico son los Balcanes.
La desigualdad este-oeste es una piedra en el zapato de la integración y una espoleta que puede provocar disturbios y situaciones críticas en no pocos países. “Se les ha vendido la integración, haciéndoles creer en unos rápidos beneficios que no existen. La convergencia económica, supuestamente resultante de la integración en la zona económica común, se confirma como mentira”, concluye el Laboratorio Europeo.
En 2017 habrá elecciones en Holanda, Francia y Alemania (y tal vez en Italia) que pueden indicar el rumbo que vaya tomando un continente a la deriva, azotado por el terrorismo y que contempla el crecimiento de las extremas derechas. El resultado de estas elecciones marcará los próximos años. En Francia, gane quien gane se adivina un acercamiento a Rusia y un alejamiento de la UE. El viejo continente debe tocar fondo antes de cobrar impulsos renovados.
Como puede apreciarse, el Brexit es apenas uno de los problemas que enfrenta Europa. En realidad, se trata de definir qué lugar en el mundo desea ocupar, algo que desde la caída de la Unión Soviética es casi un agujero negro. Durante algunos años Europa jugó como alternativa al dominio unilateral de Estados Unidos, al lanzar el euro y obtener algunos avances que se evaporaron con la crisis de 2008. Ahora debe decidir si apuesta a la Ruta de la Seda china y al yuan como moneda alternativa al dólar, o si teje una alianza de largo plazo con Rusia como pretende parte del empresariado alemán y como sugiere la dependencia energética de Moscú. La inercia, siempre poderosa, que lleva a la UE a seguir siendo dependiente de Washington, la está llevando a un pantano en el que se hunde poco a poco.
EL VIRAJE TRUMP.
La victoria del candidato antiglobalización marca un punto de inflexión hacia el proteccionismo, por un lado, pero también hacia la guerra contra China. Hablar de un retroceso de la globalización parecía una herejía poco tiempo atrás, pero ya son pocos los que niegan esa eventualidad de forma tajante. La otra cara de ese retroceso, inevitable, es el crecimiento del proteccionismo. Esta es la novedad que trae el presidente electo en Washington, en su deseo de retornar al pasado, o sea a los años de esplendor de la industria local ahora erosionada por la competencia china.
En realidad, la responsabilidad no es de los asiáticos sino de la lógica implacable de las multinacionales que llevaron sus activos a China para aprovecharse de los bajos salarios, las nulas restricciones ambientales y amasar enormes ganancias. Por eso esas grandes empresas se volcaron con Hillary Clinton y su lógica globalizante que la llevó a la guerra contra Rusia.
Este sector subestimó la bronca de los perdedores. El tema central no es ni la homofobia ni la actitud casi fascista de Trump en muchos temas, sino el viraje profundo en su política exterior que implica el reconocimiento de la división estructural que aqueja a las elites y que es una de las causas de la inestabilidad y la ingobernabilidad crecientes. Se ha dicho, con razón, que Trump representa el petróleo frente a las energías renovables; que eso lo lleva a una alianza con Rusia contra China, pero también contra Alemania; que el viraje supone nuevas y mayores tensiones sin que desaparezcan las anteriores.
En todo caso, la tensión en Oriente Medio no puede desa-parecer, toda vez que su política supone un reacercamiento a Arabia Saudita y un alejamiento de Irán, dos de los principales contendientes en Siria y en toda la región. Cada paso en una dirección llevará a su gobierno a dejar heridas abiertas con las que no contaba, que terminarán por volverse en su contra, tanto en el plano internacional como en el interno. Es lo que le sucede a una potencia en declive.
El analista Michael T Klare sostiene que el petróleo es el viagra de la potencia estadounidense, y agrega que Trump y los militares de su gabinete poseen una suerte de pensamiento mágico: “Como muchos líderes de estos tiempos, Trump parece equiparar el dominio del petróleo en particular, y de los combustibles fósiles en general, con el dominio del mundo” (Rebelión.org, 24-xii-16). En este sentido, empata con las tradiciones de su país, que durante el siglo XX cimentó su dominio global en la supremacía petrolera, remachada desde 1945 con los acuerdos de precios privilegiados con la monarquía saudí.
La adicción al petróleo explica, según el autor de Blood and Oil (“Sangre y petróleo”), la nueva alianza entre la Casa Blanca y el Kremlin: “En esto coincide con el presidente de Rusia, Vladimir Putin, quien en su disertación de doctorado escribió sobre la necesidad de aprovechar las reservas rusas de crudo y gas natural para restaurar el poder global del país”. El futuro secretario de Estado, el Ceo de Exxon Mobil Rex Tillerson, es amigo personal y socio del régimen de Putin.
Luego de despachar su política petrolera, Klare concluye: “En realidad, Trump no podrá revertir la transición mundial hacia las energías renovables que está hoy en curso ni influir en el aumento de la producción estadounidense de combustibles fósiles para alcanzar ventajas importantes en la política exterior. Sin embargo, sí es probable que sus esfuerzos aseguren la entrega del liderazgo de Estados Unidos en energías limpias a países como China o Alemania, que ya están compitiendo en el desarrollo de sistemas basados en energías renovables” (Rebelión.org, 24-xii-16).
No sólo. Tampoco podrá revertir la decadencia de su país, que no se resuelve haciendo llamados a que las industrias no lo abandonen. La apuesta trumpista de doblegar a China en base a una vasta alianza petrolera y militar, como sucedió luego de la segunda posguerra, parece tan ilusoria como el retorno a un pasado venturoso que la misma prosperidad ha evaporado.
SUDAMÉRICA SIN NORTE.
Si nos atenemos a los grandes hechos, aparece la destitución de Dilma Rousseff, la derrota del Sí a la paz en el referendo colombiano, la asunción de Mauricio Macri en Argentina y la derrota de Evo Morales en el referendo que convocó para una nueva reelección en Bolivia. Pero uno de los datos mayores es la crisis terminal del Mercosur, donde destaca el largo deterioro venezolano y lo que la prensa brasileña denomina como el “Uruexit”, o sea el proyecto uruguayo de negociar un Tlc con China que pone fin a su continuidad en la alianza comercial.
De las otras instancias de integración, como la Unasur, poco se habla. De ser la estrella del proyecto de global player encarado por el gobierno de Lula, Brasil parece navegar en un limbo del que apenas se salvan los proyectos de infraestructura que, en realidad, nacieron bastante antes (durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, quien en 2000 estrenó la Iirsa), y tienen un dinamismo propio más vinculado a los negocios que a la integración.
La crisis del Mercosur es una buena muestra de una tendencia estructural que no se relaciona –o lo hace de forma lateral– con el viraje conservador de los gobiernos de Brasil y Argentina. En efecto, la crisis de la alianza comercial se arrastra desde hace una década, por la disconformidad de los pequeños países (Uruguay y Paraguay) con las políticas de sus socios mayores. Pero también por las enormes dificultades para engarzar las políticas industriales y comerciales de argentinos y brasileños.
Con el ingreso de Venezuela los problemas crecieron. A los asuntos comerciales se sumaron los ideológicos, que terminaron por envenenar los vínculos regionales. Pero el problema central es que ninguno de los dos Mercosur (el centrado en el libre comercio ideado por los fundadores y la propuesta de convertirlo en bloque político de proyección global) consiguió superar los problemas estructurales en los que está empantanada la región.
En síntesis, que no puede haber integración de ningún tipo entre países que exportan los mismos productos a los mismos países. Eso implica competencia estructural, cuando la integración sólo puede basarse en la complementariedad, como sucede con la Unión Europea. Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay son grandes exportadores de soja a los mercados asiáticos, a los que además les venden carne, mineral de hierro y otros commodities. El comercio intrazona es casi marginal, con lo que todos quedan expuestos a las políticas de las grandes multinacionales que manejan precios y mercados.
Estas contradicciones, largamente contenidas, estallaron en 2016 generando una situación casi sin retorno. Empantanadas las negociaciones para firmar tratados de libre comercio con la Unión Europea y Estados Unidos, uno de los socios, como Uruguay, se propone firmar un Tlc con China, al que se opone Brasil porque sería tanto como aceptar el fin de buena parte de su industria. Es muy probable que Beijing desista, puesto a elegir entre vender a un mercado de 200 millones o a uno de 3 millones de consumidores.
Según un informe de la edición brasileña del madrileño El País, “Beijing avanza en la transformación de Uruguay en una de sus plataformas de operaciones para América Latina” (El País, 24-xii-16). En diciembre tres delegaciones chinas de alto nivel visitaron Montevideo y rubricaron acuerdos sectoriales para la importación de soja para consumo humano, arándanos e intercambios culturales.
En efecto, algunos países de la región operan como cuñas de la penetración china, incrementando las ya importantes divisiones, del mismo modo como anteriormente otros facilitaron la dominación estadounidense o, antes aún, británica. Pero en rigor esto no es culpa de los chinos, sino de una región que no tiene la menor capacidad de acordar qué lugar quiere ocupar en el mundo y, por lo tanto, qué papel va a jugar en esta crisis hegemónica que se agrava de año en año.
Leave a Reply