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El amor, la modernidad y la política

El amor, la modernidad y la política

Las observaciones de los estudiosos y las impresiones de la gente común parecen coincidir: la incertidumbre se ha convertido en una característica esencial de la modernidad. Desde el mercado hasta la vida emocional, todo está edificado en la inseguridad y el riesgo. El amor no es ninguna excepción. Ulrich Beck, en su nuevo libro: Amor a distancia (2012), coescrito con su esposa Elisabeth Beck-Gernshei, ofrece una interpretación sociológica de estos cambios analizando el papel de las nuevas tecnologías, Internet y procesos globales como la migración en la conformación de nuevos modelos del amor, la familia o la maternidad (y su mercantilización). La disolución de las viejas instituciones y barreras legales, políticas y sociales (la modernidad reflexiva) ofrece oportunidades de emancipación (p.ej. el caso de las mujeres-migrantes, que dejan sus entornos conservadores), pero trae nuevas angustias: ayer cuidar de alguien significaba estar cerca; hoy es estar lejos, mandando remesas. Aunque todo coincide con lo que observamos o vivimos, el problema con Beck es el mismo de siempre: la apenas vaga presencia del capitalismo en su análisis (aquí solo bajo el ambiguo avatar del capitalismo global) y relegación de todo a los cambios culturales acelerados por la globalización. Esto y la falta de más análisis político impiden ver los mecanismos y paradojas de transformaciones en cuestión. Bien dice David Harvey que nadie ha hecho más para minar la familia tradicional que Reagan con su revolución neoliberal (orquestada por los círculos conservadores que decían defenderla) que la reconfiguró según las nuevas necesidades del capital y el mercado laboral. El patriarcado no era sólo una firme base social y cultural, sino un necesario mecanismo económico, igual que hoy las familias multicontinentales de las que habla Beck (que ni siquiera menciona al neoliberalismo).

Varios otros sociólogos ya han analizado el tema. Richard Sennett hablaba de la flexibilización del amor y el surgimiento de un nuevo sujeto: ser humano flexible, sin ataduras, forjado a semejanza del capital que traspasa las fronteras y huye de cualquier compromiso con el trabajador. Zygmunt Bauman, en su Amor líquido (2005), analizaba las nuevas, frágiles relaciones de la gente sin vínculos, hijos de la modernidad líquida en el contexto de las nuevas tecnologías, el consumismo y la comodificación del amor y el sexo. Para él los mismos cambios que afectaban a la vida íntima dañaban también la esfera pública. Aquí –en la devaluación del amor al prójimo que estaba detrás de la pésima condición humana– localizaba el problema de la xenofobia, los migrantes o refugiados. Sin formular un proyecto, dejaba pistas para pensar que rescatar el amor es una tarea política.

Uno de los más conocidos intentos de fusionar el amor con la política fue el de AMLO (Fundamentos para una república amorosa, en La Jornada, 6/12/11). Más que un programa integral, fue una oferta electoral y –como comentaba Luis Hernández Navarro– un novedoso tema que hacía del amor un concepto político, algo de lo que ya hablaban Michael Hardt y Antonio Negri, que, invocando a Spinoza, revindicaban el poder transformador del amor  (La Jornada, 27/12/11). De hecho el que más insiste en politizar (o re-politizar) el amor, viéndolo como un desafío al orden político y un concepto constitutivo, es Hardt, que lo trata incluso como una base alternativa para una nueva organización social y política, (nomorepotlucks.org, 24/11/11). Enrique Dussel, por su parte, reflexionando en torno a la república amorosa, con ejemplos de la filosofía (San Pablo) o la política (Nelson Mandela), y considerando los diferentes significados del amor –eros, filía/amistad y agápe/solidaridad– apuntaba al tercer término, el amor al explotado y excluido, como el amor político por excelencia. Citando Las políticas de la amistad, de Derrida, y la dicotomía amigo/enemigo (Schmitt), concluía que el amor es la esencia de la política (La Jornada, 28 y 29/3/12).

Frente a esto, diferente es la postura de Alain Badiou, quien por un lado aboga por rescatar el concepto del amor, pero por otro se opone categóricamente a… mezclarlo con la política. En su librito El elogio del amor (2012) –una larga entrevista con Nicolas Truong–, subraya que el amor está bajo amenaza en la sociedad, donde se le mercantiliza y vende preparado, sin necesidad de relaciones profundas. Para él, la tarea del filósofo es salvarlo (el amor es una de las cuatro condiciones de filosofía) y reinventarlo, como insistía Rimbaud. Presentando varios enfoques (Platón,

Schopenhauer, Kierkegaard, Levinas, Lacan et al.), pasa a su visión fusional del amor (los Dos no se vuelven Uno, sino manteniendo la división; ya como una pareja, enfrentan al exterior), atribuyéndole un estatus casi metafísico y calificándolo en su lenguaje de un acontecimiento, no reducido al encuentro (que sería propio del amor romántico), sino construido en el tiempo. Para Badiou el amor es un procedimiento, cuyo objetivo es la búsqueda de la verdad, lo que lo asemeja a la política, pero mientras en el amor el procedimiento está centrado en dos, en la política se trata del colectivo. Sin embargo, Badiou niega que pueda existir una política del amor, de la manera en que Derrida hablaba de la política de la amistad. En su opinión la política del amor es una expresión sin sentido: la consigna ama a los demás puede ser una plataforma ética, pero no política, ya que en la política hay también gente imposible de amar. Lo central en la política es la cuestión del enemigo, ajena al amor, no del amigo, y estas cosas tienen que ser separadas (en la organización política no se trata de pregonar el amor, sino de controlar el odio para definir bien al enemigo).

La única posibilidad, según Badiou, de llevar un poco de amor a la política es el comunismo. (Continuará).

Información adicional

Autor/a: MACIEK WISNIEWSKI
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Fuente: La Jornada

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