En 2007 los brasileños celebraron extasiados la buena nueva. Los próximos anfitriones de la gran fiesta del fútbol mundial serían los dueños de la pelota, seguidos por un pueblo eufórico. Pero el tiempo pasó y la euforia se apagó.
La prepotencia de la FIFA ha quedado una vez más al descubierto, mientras el gobierno federal ha seguido sin chistar los mandatos de los verdaderos patrones de la fiesta. Los brasileños se sienten estafados y se rebelan frente al más blindado de todos los mundiales. Cuando se inventaron los límites de los países de esta región cada uno armó su propio combo de simbologías nacionalistas: un héroe libertador, una bandera, un himno y muchos óleos dieron consistencia fáctica a la ficción. En Brasil no. No hubo grandes batallas, ni libertadores idolatrados. La princesa Isabel, regente del imperio, se exilió cuando los militares tomaron el poder, poco después de que se firmara la “ley áurea” que abolió la esclavitud en 1888. La nación, dirigida por patricios y grandes latifundistas, se sintió huérfana por décadas de aquel imprescindible relato histórico. Con la autoestima por los suelos, como lo recogió en sus crónicas el periodista Nelson Rodríguez, Brasil tuvo que esperar hasta 1958 para que por fin emergiera el “héroe” anhelado: el fútbol.
Tras el fracaso de 1950, el triunfo en el Mundial de Suecia dio sentido al gentilicio “brasileño”. Pero se dio la paradoja de que los principales protagonistas de la gran batalla, entre ellos Didí, apodado Príncipe Etíope, y el novel Pelé, eran negros, formaban parte de los millones de nietos de esclavos, pobres y analfabetos. No obstante, la victoria fue ovacionada en todo el país, y de ahí en adelante el fútbol, capitaneado por héroes negros en un país que se reconoce racista, sería fuente de emoción y de fervor nacionalista.
Que comience la fiesta
Encabezaban la foto el presidente Inácio Lula da Silva y el ex jugador de fútbol y hoy diputado Romario de Souza. La imagen de ambos junto al presidente de la FIFA, Joseph Blatter, y la destellante copa dorada, recorrió el planeta en 2007, cuando Brasil fue designado sede del Mundial 2014. Los brasileños acompañaron la noticia con algarabía. La pobreza se reducía progresivamente y el presidente Lula gozaba de una amplia popularidad. El gobierno aseguró que la inversión en los estadios sería privada y que las obras del Mundial (en transporte e infraestructuras) se constituirían en un legado para el país.
La FIFA puso sobre la mesa sus exigencias. Tanto la asociación como sus patrocinadores, entre los que se encuentran Mc Donalds y Coca-Cola, no pagarían impuestos por 12 meses. Así lo estipula la llamada “ley FIFA”, firmada por la presidenta Dilma Rousseff. En resumidas cuentas, la organización que rige el fútbol se fijó el objetivo de recaudar en Brasil la cifra récord de 3.500 millones de dólares, tras la frustración que significó Sudáfrica en 2010. Con el paso del tiempo, Romario, diputado por el Partido Socialista Brasileño y ex aliado de Lula, se convirtió en una de las voces más críticas cuando comenzaron a conocerse los millones de reales que saldrían del estatal Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (bndes) para financiar el 98 por ciento de los gastos del Mundial. Además de denunciar la corrupción política interna, el baijinho tildó de “ladrón, mafioso e hijo de puta” a Blatter.
El juego sucio
Los fundamentos de Romario fueron respaldados por el ex reportero de la bbc Andrew Jenning, quien investiga desde hace 20 años los borrascosos lucros de la FIFA. En su libro Un juego cada vez más sucio, Jenning desveló un complejo entramado de negocios ilegales que envuelve a ex dirigentes del fútbol brasileño, como Ricardo Teixeira y João Havelange, y a dirigentes de la FIFA como Blatter y el secretario general Jerome Vlacke. En una entrevista concedida al portal Agencia Pública el periodista británico advierte sin circunloquios a los brasileños: “la FIFA los está robando”, y hace hincapié en el negocio de la venta de entradas y alquileres de habitaciones en hoteles, así como en los lujosos gabinetes vip construidos en los estadios (pagados por el bndes), donde la FIFA reúne a lo más selecto del mundo de los negocios a precios astronómicos. Sin dejar de lado, claro, las ganancias obtenidas por la venta de los derechos de transmisión. En total, el Estado brasileño pagará 10.900 millones de dólares por este campeonato de carácter privado, mientras los negocios de la FIFA y sus patrocinadores estarán exentos de impuestos. El país recibirá a alrededor de 600 mil extranjeros, y la gran incógnita es cuánto quedará de todo lo volcado por las arcas estatales. Por lo pronto ya se sabe que muchos de los estadios se convertirán en “elefantes blancos”, porque fueron construidos en ciudades donde la afición al fútbol es menor, como Brasilia y Manaos.
Cuando las cifras cobraron notoriedad, el pueblo brasileño se volcó a las calles para protestar contra el Mundial y exigir mejoras en la atención sanitaria, la educación y el transporte público. Esta ofuscación popular se agudizó cuando los dirigentes de la FIFA, en sus visitas protocolares, alzaron la voz contra los contratiempos y problemas logísticos relacionados con el Mundial y le exigieron más eficiencia al gobierno. Los retrasos y los ajustes de última hora, como en cualquier casa en construcción, dispararon los gastos. El gobierno reverencia a la FIFA (Blatter es tratado como un jefe de Estado), aunque inaugurará el evento en el Arena Corinthians, en San Pablo, sin culminar las obras, como ocurrirá con algunos aeropuertos, por ejemplo el de Río de Janeiro, denuncia Jenning.
El alicaído estado de ánimo de los cariocas con relación al Mundial explica la ausencia de carteles luminosos, piezas artísticas alegóricas a Brasil 2014 y hasta de la propia canción del Mundial, que por aquí ni siquiera se conoce. En cambio, la ostentación policial y militar no ha titubeado en marcar la cancha.
Tarjeta amarilla
Días atrás las autoridades anunciaron que en total serán 20 mil los agentes de seguridad que vigilarán diariamente las calles de Río, ciudad que será receptora de 400 mil visitantes. La mayoría de ellos se concentrará en la zona sur, turística por excelencia. Antes de conocerse esta noticia, Amnistía Internacional Brasil lanzaba la campaña global “Sácale la tarjeta amarilla” al gobierno, para que no se repitan los abusos provocados en las masivas manifestaciones de 2013. Esa corriente ciudadana fue la más importante de la historia reciente de Brasil y mostró, como lo corrobora Renata Renán, asesora de la asociación humanitaria, la inexperiencia de la Policía Militar de Brasil, un cuerpo creado bajo el imperio y cuyos miembros reciben formación castrense. En junio de 2013, durante una de las manifestaciones, un fotógrafo paulista fue alcanzado por una bala de goma y perdió un ojo. Otros muchos también resultaron heridos de gravedad. “Lanzaron gases lacrimógenos en lugares cerrados, como el metro, bares y hasta hospitales”, relata Renán a Brecha. A pesar de ello, ningún policía ha sido enjuiciado ni investigado por los abusos cometidos. “Tanto si por parte de la Policía Militar como de grupos violentos se cometen delitos, éstos tienen que ser debidamente juzgados. Nosotros estamos en contra de la violencia, pero siempre vamos a defender el derecho a la manifestación pacífica de los ciudadanos”, señaló Renán.
Según un estudio reciente de AI, ocho de cada diez brasileños aseguran sentir temor de ser torturados por la Policía Militar. La asociación reclama un debate sobre la desmilitarización de la policía, y el relacionamiento entre los ciudadanos y quienes supuestamente deben velar por su bienestar.
En medio del camino
En el primer trimestre de este año se cometieron en Río de Janeiro 1.459 homicidios, casi la misma cifra de 2008, cuando se pusieron en marcha las unidades de la Policía Pacificadora. Desde entonces la cifra de muertes violentas había caído de forma sistemática, pero este año el repunte es notorio. Consultada sobre la causa de este incremento, Raquel Willadino, integrante del Observatorio de Favelas en Maré (un complejo de 16 comunidades situadas al norte de Rio), responde que en los últimos meses se ha registrado un cambio -para mal- en la relación entre los habitantes de las favelas y las unidades pacificadoras.
Maré, habitada por cerca de 130 mil personas, se encuentra en un punto estratégico entre el aeropuerto internacional de Río y la ciudad. Por ella pasa la avenida Brasil, una de las principales vías de circulación de la capital carioca. Tras un decreto firmado por la presidenta, el complejo fue ocupado por cerca de 2 mil efectivos de las fuerzas armadas. Esta ocupación tiene “carácter excepcional” y estará vigente hasta finales de julio, una vez finalizado el Mundial. “La presencia de las fuerzas armadas es muy significativa, son hombres entrenados para la guerra. Hay que romper con esa lógica”, dice Renán. Tras el evento, los tanques y efectivos militares serán sustituidos por unidades de Policía Pacificadora. Las distintas comunidades, junto con las organizaciones que trabajan en esta zona, como el Observatorio de las Redes de Maré, pretenden que también los habitantes de las favelas sientan que tienen derecho a gozar de seguridad. Un joven negro de la periferia o de las favelas “tiene cuatro veces más posibilidades de morir violentamente que uno blanco. La población es vista como parte del problema y no de la solución. Eso tiene que cambiar. Sólo trabajando de forma articulada se podrá encontrar salidas a la violencia”, apunta la representante de Amnistía Internacional.
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