El duelo de millones por la oportunidad perdida en la elección presidencial se torna en aquelarre democrático en el que se cruzan las viejas consignas de hace medio siglo con la performance. Edades e identidades divergentes que coinciden en ofrecer resistencia contra la imposición de un resultado electoral avalado por instituciones en las que cada día se cree menos. “¡IFE, cobarde, corrige el pinche fraude!” Todo junto es protesta global que congrega resentimiento y desilusión, pero también demanda de respeto cívico, exigencia de un país mejor.
Es una marcha sin convocatoria oficial, sin discursos que la justifiquen, sin boletines para la prensa. Cada quien expresa a su manera la indignación por un fraude que no está en las urnas, sino en las conciencias. Hay quien viene para repudiar a Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI a la presidencia. Hay quien viene a apoyar a Andrés Manuel López Obrador, el candidato de las izquierdas. Hay los más que, en realidad, les importan un carajo ambos políticos, y sólo quieren expresar su rabia porque les están jodiendo el presente y confiscando el futuro. Son objetivos similares que se distinguen en la sutileza de la consigna: “¡Es un honor luchar por Obrador!” no es lo mismo que “¡Es un honor joder al copetón!”. Es el rechazo a la enajenación televisiva y la denuncia de su maridaje con la política más conservadora.
Es sábado, y son miles y miles los que marchan en la capital del país y en al menos 16 ciudades (30 mil en Guadalajara, 13 mil en Monterrey). Se protesta también en Toronto, Vancouver, Berlín, Munich, Madrid. En las calles de la Ciudad de México se protesta en inglés, francés, italiano, portugués, alemán, ruso, chino, árabe y spanglish: “Can yu rid dis? Güi dont guan iu tu bi ouer president. Go aut!”.
Este movimiento no es de izquierda ni de derecha: es de sentido común. “La marcha es de los que asisten”, explica Anonymous. Y crece como la manta que avisa: “Váyanse acostumbrando, que esto apenas está empezando”.
El statu quo parece no inmutarse. Televisa ya hizo su trabajo y vuelve a su programación normal, la farandulización de la política, la trivialización como nota del día (“Peña, eres una bestia más del canal de las estrellas”). Por eso cubre la boda de un conocido comediante con una actriz en una iglesia a unas calles del Zócalo, en lugar de la movilización más grande hasta ahora tras la jornada electoral. Algunos contingentes no lo pueden resistir y llegan a la fiesta sin invitación (“La prole quiere mole”). Cámaras y reporteros de la farándula los ignoran. Imposible filtrar el audio por el que se cuela el grito de “¡Fraude, fraude, fraude!”. Como sea, la revolución no será televisada. Afuera, el repudio al fraude electoral, si no en las urnas, sí en el imaginario colectivo, en la memoria histórica. Por eso se rechaza la imposición de Peña Nieto, la complicidad de Televisa, la mediocridad del Instituto Federal Electoral.
Son demasiadas voces en un mismo grito. ¿Cuántas personas pueden marchar durante casi cinco horas desde el Angel de la Independencia hasta el Zócalo, esos cuatro kilómetros esparcidos por varias bocacalles? ¿Decenas o cientos de miles? No hay forma de calcularlo. Las columnas de manifestantes son una serpiente emplumada que repta por sobre las baldosas del centro histórico y luego regresa hasta morderse la cola. Circularidad de la protesta. El México profundo ha salido a conjurar la idea de un país común. Es el exorcismo de la historia, del recuerdo de un pasado que no puede ser peor de lo que avizora el corto plazo. Es el recuerdo de lo que viene.
No son #132 los que protestan. Son todos los demás. Es la doña que desatendió el puesto en el tianguis para venir a manifestarse. Es la ama de casa que se encuentra a sí misma en una pancarta. Son los meseros que retan al patrón del restaurante que cerró sus puertas por temor a la chusma, asomándose a los balcones para ondear banderas y levantar el júbilo de la muchedumbre. Es el burócrata que se incorporó a la marcha en cuanto pudo salir del trabajo. Es la mujer que arrastra sus 90 años en silla de ruedas y se resiste a morir sin conocer la democracia. Son las familias que vinieron a construir un país mejor. Son los niños que todavía no saben el alcance de sus propios pasos. Son los ancianos que ya saben dónde van a terminar. Son un nudo en la garganta.
¿Cuántas derrotas marchan hoy? Son los movimientos sociales de la segunda mitad del siglo XX: médicos, ferrocarrileros, maestros, estudiantes, guerrilla campesina y urbana. Son los desaparecidos de todo este tiempo. Son los mismos tránsfugas sociales que engendraron a estos imberbes que hoy marchan para restregarles que el mundo ya les pertenece a ellos. (Por ahí se ve a uno que otro yuppy extraviado de los ’80, mientras desde las aceras miran con recelo algunos beneficiarios del individualismo salvaje de los ’90, esos que se creyeron demócratas por votar a Vicente Fox en el año 2000 y que ahora traen de regreso al dinosaurio del que oyeron quejarse a sus padres.)
Hay lágrimas por tantas batallas perdidas, por las ideas clausuradas a fuerza de imposiciones, por las vías pacíficas negadas una y otra vez desde casi siempre. También se llora de emoción al ver a niños y niñas de entre 5 y 10 años dirigiendo a las masas que repiten sus protestas: “¡Queremos escuelas, no telenovelas!”. Se desgarra la memoria al ver los puños encanecidos, las historias que todavía marchan, así sea en muletas. Duele tanto este país.
Pero sólo lloramos los más grandes, que algo de eso vivimos, porque lo que abunda es la memoria histórica transformada en esperanza. Esta marcha la hacen los adolescentes y los veinteañeros que han decidido pasar lista de presente, alistarse en las filas de la indignación, romper con el marasmo de las pasiones anquilosadas de sus mayores, reivindicar para sí el presente como única vía para construir su propio futuro. Ellos nacieron en plena decadencia del PRI, no vivieron sus esplendores soportados en el autoritarismo, en la guerra sucia, en el asesinato de quien se resistió con tanta entereza, que se convirtió en una amenaza para el poder. Es puro instinto lo que los mueve. El que no brinque es porque ya está muerto. Por eso gritan y saltan y sonríen y se besan: el amor como máxima expresión de resistencia. “EPN, los medios son tuyos, pero las calles son nuestras.”
Esa es la mayor diferencia de este movimiento con cualquier otro visto en México desde 1968. Esta manifestación va mucho más allá de López Obrador. Es el rechazo a una imposición mediática, a la apropiación ciudadana de Televisa, creadora de patrones culturales que son la impronta social mexicana: “Que no te eduque La Rosa de Guadalupe”. (TV Azteca vendrá mucho después a beneficiarse del modelo, al que sólo le ha aportado vulgaridad.) Es la incredulidad en instituciones que debían ser garantes de la justicia social, de la moral política. Es el desencanto de una democracia prostituida a la que, pese a todo, aún se le brinda una oportunidad.
La plaza se llena sin convocatoria identificable, sin dirigencia evidente. La juventud es una Hidra, y cada cabeza es su propio líder. Los que marchan no vinieron a escuchar a nadie: están aquí porque quieren ser escuchados.
No hay templete ni organización que espere para pronunciar discursos. La marcha entra al inmenso espacio abierto del Zócalo para encontrarse que está sola en medio de la multitud. La gente entiende que cada uno es su propia manifestación y se agrupa en torno de las consignas que se comparten con el resto. La manifestación deviene en happening democrático, una performance política. No es una sola marcha ni es un solo mitin. Es cada familia que corea su indignación y su esperanza, sus conjuros contra el sexenio de miseria moral que se nos avecina. Es cada una del más de medio centenar de universidades del #YoSoy132 fusionada en contingente. Es cada grupo de amigos que quedó para sumarse a la resistencia colectiva. Es cada rabia individual que se acumula en voluntad de cambio. El cambio que tantos y durante tanto tiempo nos han negado.
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