Nos ofrecen por estos días una interesante película sobre Goya. A pesar de lo elemental que pudiera parecerles a los estudiosos del cine, para quienes asistimos al séptimo arte con el simple propósito de acercarnos a la vida presente, pasada o ‘futura’, desde otra perspectiva y con otros argumentos, el filme nos permite la novedosa mirada de un tema siempre vigente, el poder.
Los fantasmas de Goya es una película histórica, situada en los finales del siglo XVII y principios del XVIII. Momento crucial para la sociedad: se impone la burguesía como clase, avanza a todo motor el capitalismo, y cede su poder, bajo el fragor de las batallas, y el ritmo de las nuevas relaciones sociales, la monarquía. El símbolo que sintetiza esta lucha es la cabeza del rey Luis XVI, decapitada por el pueblo en París. En España reina su primo, Carlos IV, quien protege a Goya y, claro, lo financia con las continuas obras que le requiere de su familia o de sí mismo. Como se sabe, Francia es la casa de la revolución que consolida a la burguesía como clase dominante, ascenso al poder que se consolida sobre la osamenta de no menos de 100 mil personas pasadas por el instrumento inventado por Guillotin (se habla de 700 a 800 guillotinados por día en el primer mes de revolución). Al tiempo que esto ocurre, la reacción se concentra en España, poder imperial en descenso pero con extensas colonias en ultramar. España será la excepción en Europa por muchas décadas, reacción prolongada por el fascismo con el triunfo logrado en cabeza de Franco, en contra de la República, incluso hasta la década de los años 70 del siglo XX.
En España se desarrolla la trama de la película. La cotidianidad de la monarquía y sus poderes anexos, entre ellos la Iglesia. Empotrada en sus altos pedestales, siente el viento que viene y se aferra al “orden divino”. La Inquisición, dejada unos años atrás, es retomada como vehículo para imponer la ‘verdad’. En estas circunstancias, la Inquisición es arma de contrarrevolución y con la cual se persiguen las nuevas ideas, concentradas por la letra en las obras de Voltaire, Rousseau y otros ilustres de la época. La Santa Inquisición, sin lugar a dudas, es un instrumento para espiar, controlar, perseguir, castigar, imponer, conservar, asesinar. Pero también para violar. Su “fundamento divino” descansa en una prueba fundamental, “la pregunta”, hoy conocida sin eufemismos como tortura. Quien no la aguante, en este caso quien reconozca que es ‘pecador’, resulta culpable. Y en las mazmorras morirá.
Precisamente el hermano Lorenzo, “santo inquisidor”, aprovecha sus poderes para violar a Inés, mujer joven, hija de una familia acaudalada y quien ha despertado en Goya las más bellas imágenes, iluminando y recreando en sus lienzos hermosas piezas. En esos lienzos la vio por primera vez el hermano Lorenzo, y desde entonces la deseaba. Ante su captura y su encierro por parte del Inquisición, la familia acude a Goya, canal con la monarquía, pero, fuera de una cita con el Monarca, poco hace para evitar que continúe en prisión y sufra los bestiales signos del poder. Tal vez la ingenuidad misma de Goya, o su cercanía al poder, le impide comprender la injusticia que se comete, a tal punto que se opone a que el padre de Inés someta a “la pregunta” al hermano portador de la ‘verdad’. Llevado a tal prueba, el hermano también se quiebra.
Conocida una carta firmada por el hermano Lorenzo, en la que bajo la prueba de la verdad reconoce que proviene del “mono”, es condenado por la Iglesia. “No se puede poner en duda ‘la prueba’ pues entonces la misma Inquisición se quiebra”. El poder protege al poder, no importa el precio ni los métodos. Prófugo, Lorenzo se ve favorecido por la revolución francesa. En acomodamiento oportunista, termina como segundo del nuevo gobernante en España, José Bonaparte, y, por sus poderes, juzgando y condenando a quien era su familia, la propia “Santa Inquisición” en cabeza del obispo o Gran Inquisidor.
Vendrán después la contrarrevolución española y de nuevo los viejos poderes al trono. El poder desnuda todas sus potencias, los unos se acomodan, otros sufren, unos sirven de soldados de los intereses ajenos, algunos huyen, la violencia y la muerte siempre llenan los escenarios.
Todo esto lo captó Goya con su pincel, como si fuera un fotógrafo dotado de potente y siempre dispuesta lente. Allí, paso a paso, plasma para la posterioridad los horrores del poder concentrado. Las muecas del dolor, los estertores del fuego que explota en los arcabuces, la tristeza de la miseria siempre multiplicada, los despóticos procederes de la Iglesia, la ridiculez de los Hermanos, los rostros de la injusticia. Todo lo hace, al tiempo que trata de lavar su culpa con Inés, liberada por los franceses de las mazmorras de la Inquisición, pero deformada por más de 10 años de encierro. Madre deseante que busca a la hija que le arrebataron de los brazos.
Allí, por las calles de la otrora capital de los Borbones, deambula una de las pruebas del ejercicio ilimitado del poder. Y, tras ella, un pintor cercano a éste pero quien, a pesar de gozar algunos beneficios del mismo, no se contuvo en sus críticas contra el poder y sus abusos cotidianos.
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