Durante más de un año, el gobierno de Lula –y muy en particular su ministro de Economía, Antonio Palocci– aseguró que los sacrificios del primer año y la continuidad del modelo neoliberal del ex presidente Fernando Henrique Cardoso eran el precio para que la economía despegara de forma definitiva. El gobierno optó por una política asentada en un fuerte superávit fiscal primario (superior incluso al comprometido con el FMI), un importante recorte de los gastos gubernamentales y una muy elevada tasa de interés para la inflación. Para un país cuya deuda asciende a 55% del producto bruto, se trataba, según los voceros oficiales, de “poner la casa en orden” para reducir la vulnerabilidad externa del país.
A juzgar por la movilización convocada por el Grito de los Excluidos, es posible que el movimiento social esté comenzando un proceso de reactivación. En 1995 se realizaron manifestaciones en 170 ciudades; 10 años después la cifra se multiplicó por 10. Para el MST, principal animador de la movilización social, la única forma de destrabar la situación actual es promoviendo un “reascenso del movimiento de masas, capaz de alterar fundamentalmente la correlación de fuerzas en la sociedad y garantizar que el gobierno haga cambios efectivos en la política económica actual”1. Este convencimiento llevó a los Sin Tierra a poner en pie, junto a movimientos rurales y urbanos, la Coordinadora de Movimientos Sociales (CMS) para articular luchas comunes. La integran, además de los Sin Tierra, la Central Unica de Trabajadores (CUT), la Unión Nacional de Estudiantes, las iglesias, Vía Campesina, el Grito de los Excluidos y excluidos urbanos conocidos como los “sin techo”. Los movimientos comienzan a alzar la voz.
No es para menos: Lula se comprometió a asentar 400 mil familias en cuatro años, pero en lo que va de 2004, según el MST, el gobierno asentó sólo 28 mil 700. En 2003 se pagaron 50 mil millones de dólares por intereses de la deuda, cinco veces más que el presuspuesto de salud y 140 veces más que el gasto en reforma agraria. Hambre Zero, el principal programa contra el hambre y la exclusión social, llega en estos momentos a poco más de 3 millones de brasileños, de un total de 54 millones que se propone incluir. Mientras los planes sociales marchan a paso de tortuga, el sector financiero sigue amasando fortunas: en los seis primeros meses de este año las ganacias del sistema financiero crecieron 14.7% respecto a 2003.
Parte del viraje que está procesando el movimiento social queda plasmado en el lema del Grito de este año: “Brasil: cambio de verdad, el pueblo lo hará”. Ari Alberti, miembro de la Coordinación Nacional del Grito, explicó este viraje, que consiste en no esperar más cambios desde arriba. “El gobierno ya demostró en estos casi dos años que, por más que tenga buena voluntad, no va a conseguir cambiar esta realidad. La presión de arriba es muy fuerte, sea interna o externa. Si el pueblo organizado no hace presión desde abajo hacia arriba para que las cosas cambien, no va a suceder nada. La esperanza se diluye y se torna frustración. Es preciso organizar la esperanza, politizar la esperanza, para que se torne movimiento”.
Muchos dirigentes y militantes sociales esperan que luego de las elecciones “el gobierno esté menos presionado y más dispuesto a discutir las necesidades de los movimientos”. Es posible. Pero lo que realmente está cambiando es la percepción de amplios sectores de la necesidad de hacer algo, y de hacerlo ya.
Lo curioso es que ya no son sólo intelectuales aislados o sectores de la izquierda radical los que enfrentan al gobierno, sino movimientos sólidos y con gran capacidad de acción, como los Sin Tierra. Y la propia iglesia católica, que en boca de varios obispos reclama un radical cambio de rumbo.
En las alturas, sin embargo, se registra una sorprendente paradoja: el gobierno de Lula –que ostenta niveles de aprobación elevados y tiene una base de apoyo política y social tan amplia como heterogénea– puede ser menos sólido de lo que aparenta. Ante un nuevo ascenso del movimiento social tiene escaso margen para no ceder y cambiar la orientación política. Una fragilidad reconocida, incluso, por el actual secretario general del PT, Silvio Pereira. En una entrevista publicada por un diario, Pereira sostuvo que el PT no está en condiciones de afrontar siquiera una derrota electoral en Sao Paulo.
“El cuadro de derrota es serio y puede poner en juego (la elección presidencial de) 2006, todo el proyecto político e histórico del PT. No se trata apenas de una derrota electoral. Perder en Sao Paulo sería derrotar toda una historia”, dice Pereira.
La visión del secretario general suena demasiado fuerte. Aun aceptando que puede estar acicateando al electorado, revela la fragilidad del gobierno de Lula. Sin embargo, sería un error pretender que el gobierno es frágil por otra cosa que no sean las opciones políticas que viene realizando. El propio Pereira, queriendo destacar al de Lula como un gobierno de “unidad nacional”, puso el dedo en su mayor debilidad: “El sector financiero está dentro. Los sectores industrial y exportador también. Los partidos de izquierda y de derecha están dentro”. El PT llevó tan lejos el juego de alianzas políticas y sociales que, inevitablemente, está en la cuerda floja. Cualquier movimiento en falso puede provocar una ruptura sin retorno.
Esta situación de delicado equilibrio, que hasta ahora era percibida sólo por las elites, comienza a ser visualizada también por los militantes sociales. Durante el Grito de los Excluídos, el coordinador de la Central de los Movimientos Populares mostró que la gente está perdiendo el temor a movilizarse contra “su” gobierno: “La idea es hacer como que el pueblo está más ‘nervioso’ que el mercado financiero. Tal vez, así el gobierno se preocupe antes de las prioridades de los brasileños que de calmar al FMI y al Banco Mundial”.
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