El repliegue estadounidense más allá de las brabuconadas.
El presidente Donald Trump ha desechado tratados internacionales, ha denostado alianzas tradicionales, ha anunciado retiradas militares, ha insultado amigos y ha elogiado adversarios en un vuelco de la política exterior de Estados Unidos que deja al mundo frente a una incógnita: ¿qué haremos sin el intervencionismo de Washington?
El 19 de diciembre, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en su red social favorita, twiteó al mundo entero su decisión de retirar de inmediato las tropas estadounidenses de Siria. Argumentó: “Hemos derrotado al Estado Islámico que era mi única razón para estar allí durante mi presidencia”.
CHAU, GANAMOS.
Después de más de un siglo durante el cual la consigna “yankee, go home” (o, en su versión en espanglish, “yanqui, go home”) se escuchó y apareció pintada en paredes y pancartas del mundo, el aviso levantó revuelos diplomáticos y reacomodos de visiones estratégicas entre aliados y enemigos. En realidad, no fue una novedad: desde su campaña presidencial, Trump ha sostenido que Estados Unidos gasta demasiados recursos –dinero, armamento y tropas– en sustentar la seguridad de otras naciones que no pagan la cuota que les corresponde y que en muchos casos tampoco respaldan con su voto las políticas de Washington en las organizaciones internacionales.
A poco del anuncio sobre Siria, Trump indicó que tenía intenciones de retirar, también, al menos la mitad de las tropas estadounidenses en Afganistán, que han estado librando la guerra más prolongada en la historia de Estados Unidos.
Las decisiones causaron la dimisión –o el despido– del secretario de Defensa, el general retirado John Mattis, y las protestas de expertos en asuntos internacionales, tanto demócratas como republicanos. Las quejas se escucharon desde Europa hasta Asia entre los gobiernos que no sólo se han alineado con la diplomacia estadounidense por décadas, sino que además han enviado sus propias tropas como auxiliares de los ejércitos de Estados Unidos en campañas desde el sur de Asia hasta África, Oriente Medio y, de vez en cuando, América Latina.
POR CUENTA PROPIA.
La repatriación de tropas, que ahora luce un poco más gradual y pausada que lo que hacía pensar un twit impulsivo de diciembre, se suma a una ristra de pactos internacionales a los cuales el gobierno de Trump les ha dado un trompazo.
A comienzos de febrero, Trump anunció el abandono del Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, firmado en 1987, por el cual Estados Unidos y la entonces Unión Soviética se comprometieron a eliminar sus misiles balísticos y dirigidos con alcances de entre 500 y 5.400 quilómetros. Estados Unidos ha denunciado por años que Rusia no cumple con lo pactado.
Trump también sacó a Estados Unidos del Acuerdo de París, firmado en 2015, por el cual todos los países se comprometieron a reducir el uso de combustibles fósiles y a trabajar para paliar el cambio climático. El presidente dice que el pacto perjudica a Estados Unidos.
Trump retiró a Estados Unidos del Pacto de Asociación Transpacífica, firmado en 2016, que incluye a otros 11 países y que, según él, perjudica a los trabajadores estadounidenses. En materia comercial, su gobierno forzó una renegociación del acuerdo de 2012 con Corea del Sur y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, iniciado en 1994 con Canadá y México.
Trump se ha querellado con el Grupo de los Siete porque quiere incluir a Rusia y sacó a Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, creado en 1946, y de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, que Washington ayudó a crear en 1945.
Bajo su dirección, Estados Unidos abandonó el pacto de 2015, del que también son parte aliados europeos, Rusia y China, para controlar el programa nuclear de Irán, y ha amenazado con sacar a Estados Unidos de la Organización Mundial del Comercio.
Y quizá el ingrediente de más largo alcance en la política exterior de Trump sea su desdén por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan), una alianza creada tras la Segunda Guerra Mundial para contener a la Unión Soviética y que, desde la disolución de ésta, se ha extendido a varios países de Europa oriental.
UNA VETA CON HISTORIA LARGA.
El impulso de Estados Unidos a una política exterior aislacionista es de larga data en la historia del país. En su discurso de despedida en 1796, al término de su segunda presidencia, el prócer nacional George Washington aconsejó a sus compatriotas que evitaran involucrarse en las cuestiones de otros países, tanto problemas internos como guerras externas. De hecho, Estados Unidos no firmó alianzas militares permanentes con otra nación hasta que en 1949 se creó la Otan.
La oposición a una política exterior intervencionista ha sido permanente en Estados Unidos y se acentuó a fines del siglo XIX. Fueron necesarias la campaña de propaganda de los periódicos de la cadena Hearst, el entusiasmo belicoso del futuro presidente Theodore Roosevelt y la misteriosa explosión del buque de guerra estadounidense Main en la bahía de La Habana para persuadir a la nación y llevarla a una guerra con España. Los frutos fueron la adquisición de Cuba, Puerto Rico y Las Filipinas.
También la mayor parte de la opinión pública se resistió al ingreso de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial y en la Segunda Guerra Mundial. El grupo antintervencionista más destacado fue el America First Committee, creado en 1940, cuyo título –“Estados Unidos primero” o “Primero Estados Unidos”– es el que Trump ha elegido para su política exterior.
Las políticas intervencionistas de Washington, desde las operaciones clandestinas, los apoyos a golpes militares, el despacho de “asesores”, la manipulación de medios y el envío de ejércitos, siempre se han llevado a cabo en Estados Unidos a contrapelo de la opinión mayoritaria de la población. Tan sólo ataques como Pearl Harbor o los del 11 de setiembre de 2001 han servido para movilizar mayorías a una acción militar. El razonamiento es sencillo: Estados Unidos es un país enorme, con enormes recursos, y separado por dos océanos de las disputas en Asia, Europa y África. La política “America First” consiste en mantener el poderío militar más grande del planeta de forma que nadie se atreva a meterle bronca a Estados Unidos, y enfocar los recursos de la nación en su propio bienestar. Esta visión reconoce que hay problemas en el mundo, y hay conflictos regionales y tribales que pueden crear inestabilidad para Estados Unidos; en estos casos, lo mejor para Estados Unidos es contar con algún dictador que mantenga orden en su parte del barrio.
La retirada de Siria deja el conflicto en manos de Rusia, Irán, Turquía, Israel, los kurdos y cualquier otro vecino afectado por las luchas entre tribus, sectas religiosas y milicias del barrio. La salida de tropas de Corea del Sur y Japón dejaría las disputas regionales en manos de China, Japón, Rusia y los otros actores de ese barrio. Y, al abandonar Europa, los europeos quedan librados a sus arbitrios y Rusia –que ha tenido que lidiar con tres invasiones desde el oeste en un siglo y medio–, más tranquila.
En la visión geopolítica de “America First”, que mucho place a Vladimir Putin, Estados Unidos es un castillo continental, con una gran muralla que contiene a los bárbaros del sur y dos fosas oceánicas que lo protegen de los entuertos ajenos. En última instancia, si para los intereses exclusivos de Estados Unidos se hace necesaria una intervención militar, ésta debe ser anonadante y breve: veni, vidi, y vuelta a casa rápido.
A CASA.
La aplicación de esta política de “America First” puede sorprender al resto del mundo, pero es coherente. Hay actualmente más de 165 mil soldados estadounidenses apostados en unas ochocientas bases o en misiones de combate en más de 150 países. Si a casi 70 años del fin de la Segunda Guerra Mundial los europeos todavía necesitan la presencia de casi 65 mil de esos soldados para sentirse seguros, en la visión de Trump ha llegado el momento de que paguen más por ellos o que los europeos se las arreglen por su cuenta.
El enfoque olvida que uno de los propósitos de la Otan fue, precisamente, contener el rearme de Europa. El entendido allá y por entonces fue que, si Estados Unidos extendía su manto militar estratégico para contener a la Unión Soviética, los países de Europa occidental podrían reconstruir sus fuerzas armadas lo suficiente como para apoyar la postura militar estadounidense, pero no tanto como para enzarzarse otra vez en sus guerras.
En tiempos en que el ideal de una Europa unida encara serios quebrantos y reemergen los furores nacionalistas, el desplante de Trump puede traer consecuencias que invaliden, otra vez, el aislacionismo.
Algo parecido ocurre al otro lado del planeta, donde más de 83.300 soldados estadounidenses están apostados en Japón, Corea del Sur, Tailandia, Singapur y Filipinas. Como parte de su audaz iniciativa para abrir un diálogo directo con Corea del Norte, Trump ya ordenó la postergación de las maniobras militares conjuntas con Corea del Sur. Y, como corresponde a un hombre de negocios, ha cuestionado si se justifica el gasto de mantenimiento de tantas tropas en una región donde Estados Unidos ganó la guerra hace tres cuartos de siglo.
En el caso de América Latina, los números son diferentes. Contando las tropas que Estados Unidos tiene en la base naval de Guantánamo, Cuba, en Honduras, Puerto Rico y otras misiones apenas se llega a 2 mil soldados. Y la política exterior de Trump para la región ha sido de casi absoluto desdén, con la excepción de sus discursos de condena a Cuba y Venezuela. Es cierto que Trump ha mencionado algunas veces una “opción militar” para resolver el conflicto interno en Venezuela, pero es poco probable que el Pentágono, y mucho menos la coyuntura política de Estados Unidos, acepte una incursión de los marines en Caracas.
Otros casi 10 mil soldados estadounidenses cumplen misiones en Bahrein, Kuwait, Turquía, Qatar, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, y, salvo el apoyo a distancia de Estados Unidos a la intervención saudí en el conflicto de Yemen, el Pentágono se ha cuidado de evitar el compromiso directo de tropas en los conflictos locales.
CORTO PLAZO.
La Conferencia de Seguridad de Múnich, creada en 1963, es la mayor reunión mundial de expertos que consideran los conflictos y su resolución, y realizan esfuerzos para evitar una nueva guerra mundial.
Durante la sesión del pasado fin de semana, el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, comenzó su discurso con la fórmula tradicional de cortesía para los más de 450 participantes de todo el mundo y trasmitió el saludo de parte del presidente Trump. Allí donde correspondía, hizo una pausa para recibir el aplauso esperado. Pero lo único que recibió fue un silencio despectivo de la audiencia, embarazoso para él, que demoró unos segundos en continuar con su presentación.
La todavía canciller de Alemania, Angela Merkel, quien habló sin notas, obtuvo una recepción mucho más entusiasta cuando reafirmó los vínculos diplomáticos, económicos y de defensa mutua en Europa. Criticó a Trump por el abandono del acuerdo internacional con Irán acerca de su programa nuclear.
La posición enclenque de la política “America First” de Trump quedó en evidencia en Múnich dos veces. Por un lado, unos cincuenta miembros del Congreso de Estados Unidos, incluidos republicanos y demócratas, se hicieron presentes en Múnich, y la avidez de la prensa y los otros participantes por obtener una conversación con la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, contrastó con el formalismo de los saludos a Pence. Por otro lado, el ex vicepresidente y posible candidato presidencial demócrata Joe Biden recogió abundantes aplausos cuando dijo que Estados Unidos, más allá de Trump, “se opone a la agresión de los dictadores que gobiernan por coerción, corrupción y violencia”. “Como diría mi mamá, esto también pasará”, señaló, en referencia al gobierno de Trump. “Volveremos, volveremos. Estados Unidos retornará. No tengan duda de ello”, agregó.
A la espera de que Estados Unidos llegue a su elección presidencial en 2020 y el resultado restaure el papel participativo y, ocasionalmente, intervencionista de Washington, el resto del mundo sigue experimentando lo que muchos reclamaron: los yanquis se van a casa.
Una ocasión para reflexionar cómo cada país y región resuelve sus propios problemas sin esperar soluciones ni echarle la culpa al imperialismo.
Por Jorge A. Bañales
22 febrero, 2019
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