La violencia y la “inseguridad ciudadana” en Venezuela se han convertido en temas principales de la agenda pública, en varios sentidos: tenemos altas tasas de homicidios (48) (2), de victimización (75) (3) y, sobre todo, una alta percepción de inseguridad ciudadana (60 %) (4).
Sin embargo, desde la práctica militante de Tiuna El Fuerte –una organización social juvenil de base, que trabaja con jóvenes de sectores populares desde la producción cultural contrahegemónica–, nos oponemos a hablar sobre los procesos de conflictividad violenta en Venezuela, bajo el término “seguridad”, sobre todo porque esta concepción nos encierra en un debate colonizador que encubre mecanismos desarrollistas, tanto en gobiernos de orientación neoliberal como en gobiernos progresistas, e imposibilita pensar y reconocer las otras formas de habitar y configurar lo urbano, sus lugares relacionales y las apuestas de convivencia colectiva y popular.
No plantearemos nuestras reflexiones desde la mirada de las clases acomodadas, que construyen el campo social en función del enfrentamiento entre dos tipos ciudadanos: los ciudadanos, “la gente decente”, educada y trabajadora, y los delincuentes, sujetos anormales y moralmente condenables, en su mayoría proveniente de clases populares, y frente a los cuales se debe actuar punitivamente.
Tampoco hablaremos desde la mirada del Estado, que tiende a comprender el problema como un asunto de gestión eficiente de factores de riesgo: reducción de homicidios a partir del control de factores situacionales y la activación de esquemas clásicos de prevención, que en todo el mundo han resultado ineficaces. Nos proponemos plantear preguntas y preocupaciones desde una perspectiva de clase, que contribuya a problematizar las comprensiones dominantes sobre la violencia, que tienden a individualizar las causas del problema, sin considerar las desigualdades y conflictos de clase, los sistemas de beneficios que están ocultos tras agendas económicas y políticas, y la violencia estructural e institucional que se escurre por todo el tejido social.
Si bien la “inseguridad ciudadana” es un problema que consensualmente pareciera afectar por igual a todas las clases sociales, lo cierto es que las clases populares urbanas son las más afectadas. Basta con mirar algunas cifras para darse cuenta que la expresión más cruenta de este conflicto, los homicidios, ocurre entre jóvenes de sectores populares urbanos. Sin embargo, aún cuando los homicidios constituyen el indicador más alarmante de este conflicto, éste aparece como un continuum que recorre la convivencia diaria entre vecinos, grupos y sectores que comparten una misma historia, un mismo territorio y, sobre todo, una misma clase.
La conflictividad violenta entre jóvenes de zonas populares urbanas es una violencia intraclase: un tipo de violencia soportada en la ilusión de un poder minúsculo contra los iguales o los más débiles, que no identifica la necesidad de articular esfuerzos para confrontar a los poderosos que subordinan, explotan y dominan. Este tipo de violencia puede decir muchas cosas, pero sobre todo indica cómo algunas de las fracturas sociales que produjo el neoliberalismo, al interior de las clases populares, siguen apareciendo como formaciones sociales refractarias a los procesos de cohesión y movilización social y política que se viven en Venezuela, a partir de la Revolución Bolivariana. Así, entendemos que uno los mayores desafíos políticos en Venezuela supone lograr que el Chavismo, como frente ofensivo al embate neoliberal, recomponga sus baterías de sentido a efectos de religar a estos sectores juveniles, que no vivieron la guerra económica y política contra el pueblo, sufrida durante los años ochenta y noventa en Latinoamérica.
Desde este punto de vista, la violencia criminal más que leerse como las conductas anómicas de un conjunto de muchachos desviados o alienados, tendría que ser leída como la expresión de un conflicto social más profundo que, en términos concretos, habla de dificultades vinculadas con los mecanismos de transmisión de clase, las formaciones culturales hegemónicas, así como con la transformación estructural del Sistema de Justicia.
En este sentido, en el nivel de las microsocialidades, preocupan los quiebres, distanciamientos y miedos entre generaciones, que se perciben entre sujetos en diversos contextos: maestras que prefieren el detector de metales en los liceos antes que dialogar, sin cuestionamientos morales previos, con sus estudiantes “difíciles”; las incomprensiones, cuestionamientos y mutuas exclusiones entre Consejos Comunales y grupos de jóvenes que usan armas y/o venden pequeñas cantidades de drogas en una comunidad. Toda esta conflictividad marcada por barreras morales compone un escenario débil para la transmisión cultural y, por ende, coloca en peligro la continuidad misma del Proyecto Bolivariano.
Paralelamente, las desregulaciones propias de la redistribución de la renta, la hegemonía del sector servicios y las importaciones generan espacios informalizados, favorables para la efervescencia de un capital descontrolado que, de la mano de las actividades ilegales (microtráfico de drogas), produce una economía multimillonaria que se mantiene sobre la base de la violencia criminal. En este contexto, el único fortalecido es el mercado, que viene a resolver, muy a su manera y conveniencia, el asunto de la inclusión cultural. El consumo cultural se convierte casi en el único mecanismo que iguala, pero perversamente; solo lo hace bajo la fórmula del espejismo: en una dimensión virtual que deja intactas las condiciones objetivas de subordinación.
Entre tanto, diremos que frente a este conflicto existe un plexo de posibilidades. Unas, las ya planteadas, las más institucionalistas, que apuntan hacia el crecimiento de las capacidades del Estado, para responder a las demandas de seguridad y justicia, en las que los agentes de represión y control, así como los administradores de justicia son fundamentales, a efectos de evitar contradicciones entre las actuaciones de un Estado social, que busca articular vínculos, reconstruir tejidos sociales, y un Estado penal, que aísla, fractura, discrimina y castiga. En este caso, la premisa es clara: Estado penal-policial mínimo, subordinado al Estado social.
Del otro lado del espectro, aparecen las salidas políticas –politizadoras– que se centran en oxigenar los sentidos aglutinadores del Chavismo, en el registro simbólico y social de las generaciones emergentes; pero no solo en la estricta esfera juvenil, sino como motor rearticulador de la clase y sus alternativas al neocolonialismo. Se trata de la recomposición de las fracturas en los niveles de las microrrelaciones, entre todos los diversos actores que comparten territorios, historias y condiciones materiales y culturales de vida; no en el sentido estrictamente comunitario, como sector que “tiene sus formas particulares de vida”, sino como un bloque social que comparte la voluntad común de disputar permanente lógicas, sentidos y prácticas para constituir una vida social más justa, un Vivir bien/Buen vivir, “una noción de redistribución que favorezca mayor igualdad, equidad y/o armonía entre los diferentes” (5).
Por: Lorena Fréitez y María Eugenia Fréitez (1)
1 Las autoras son militantes de Tiuna El Fuerte, una organización urbano juvenil de Caracas, Venezuela, http://tiunaelfuerte.net/
2 Ministerio del Poder Popular para Relaciones Interiores, Justicia y Paz (2011).
3 Encuesta Nacional de Victimización y Seguridad Ciudadana (2009). Consejo Nacional de Prevención y Seguridad Ciudadana y del Instituto Nacional de Estadística (INE).
4 Encuesta Nacional de Victimización y Seguridad Ciudadana (2009). Consejo Nacional de Prevención y Seguridad Ciudadana y del Instituto Nacional de Estadística (INE).
5 Rodríguez, Mario: Vivir Bien/Buen Vivir desde contextos urbanos. En: Ponencia presentada en el Encuentro de movimientos y organizaciones urbanas “Vivir Bien/Buen Vivir desde contextos urbanos”. El Alto, Bolivia, 2013.
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