El mundo presenta hoy un escenario de mediamorfosis. El ecosistema mediático en su conjunto atraviesa una fase de reconfiguración a propósito de los procesos de convergencia medial favorecidos tanto por el desarrollo tecnológico, como por una reestructuración empresarial que tiende a la concentración al tiempo que también extiende tentáculos hacia otras actividades económicas.
Frente a esas mutaciones, el usuario de la comunicación se ve sometido a una descarga aluvional de mensajes que parten de la superestructura de organizaciones vastas y complejas, así como de los arrestos individuales de blogueros, podcasters y youtubers diseminados por todo el planeta.
De algún modo, volvió a adquirir sentido aquella noción de la infoxicación, acuñada por Toffler a comienzos de los 70 para referirse a los riesgos que suponía la sobrecarga informativa para unos usuarios que recibían más datos que los que podían asimilar.
La situación también llevó desasosiego a ciertas instancias de poder que vieron en riesgo su control sobre la distribución y el acceso a los mensajes. Sin embargo, pronto encontraron la forma de preservar sus privilegios mediante el paradojal procedimiento de acrecentar exponencialmente el número de esos mensajes.
El recurso lo hemos visto en alguna serie o película: el abogado defensor solicita al ministerio público un expediente que podría determinar la absolución de su cliente. La fiscalía, desesperada por anotarse un poroto consiguiendo la condena, envía cientos de cajas repletas de documentos que recrean la enorme dificultad de encontrar una aguja en un pajar.
A propósito del tema, Umberto Eco contó alguna vez sus padeceres contemporáneos cuando lo invitaban a impartir una conferencia en Jerusalén. Antes, su biblioteca le proveía la justa y necesaria información de contexto acerca de la ciudad que lo recibiría. Hoy, en cambio, realiza la búsqueda en la computadora y el torrente informativo lo ahoga.
Es que a Internet, que no selecciona la información, todo llega sin jerarquía y en cantidades industriales. La masa desmesurada de datos se torna inmanejable y no solo desinforma sino que también provoca un cuadro sintomático conocido como “síndrome de fatiga informativa” o “síndrome de fatiga por exceso de información”, que se refleja en un intenso agotamiento físico y mental, que produce angustia y frustración ante la imposibilidad de procesar la ingente cantidad de estímulos en que se desenvuelve nuestra vida cotidiana y que suele devenir en patologías como la ansiedad y el estrés.
Pero algo permanece inmutable: igual que en el pasado, en el actual paisaje mediático la calidad de una gran porción de los contenidos continúa estando fuertemente condicionada por hábitos tan arraigados como la inconstancia de la mirada, la superficialidad de planteos, un espontaneísmo que disfraza la falta de producción previa, la tendencia a la fragmentación conceptual, una preocupante ausencia de contextualización y relaciones entre los hechos y el descuido estilístico.
Estas y otras características favorecen la configuración de un pensamiento leve y huérfano de compromisos que se ve más inerme toda vez que las tecnologías del engaño se desarrollan más vertiginosamente que las de la verificación.
La situación no será modificada por normativas de ningún tipo. Las únicas acciones que podrán alterarla son un trabajo académico sistemático y sostenido de desacondicionamiento mental de los futuros profesionales de la comunicación y la edificación de contradiscursos esclarecedores para beneficio de la capacidad de discernimiento y selección de las audiencias.
Todos necesitamos de una nueva alfabetización que nos posibilite filtrar contenidos discriminando entre lo que es relevante y lo que no alcanza ese rango. De ese modo forjaremos una escala de valores que difícilmente logre alcanzar valor universal pero que seguramente nos resultará útil a escala individual.
Como ya señalamos en este mismo espacio: afrontamos la necesidad de un nuevo orden narrativo que propicie el disfrute estético de aquello que se cuenta y que, al mismo tiempo, ponga en valor la voluntad analítica de sus receptores, para que el relato no agote sus potencialidades en el arte de engatusar incautos con fines comerciales, políticos, morales o religiosos.
Por Ricardo Haye, docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.
Desde Roca, Río Negro
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