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‘Camisas blancas’, palomas, paz, pitos y marchas. Julio 5:

Con el llamado de ¡Mano dura sin condiciones!, el presidente Uribe ese día no estaba de luto. Se atavió de camisa blanca, como lo hacía para ir a las corridas de toros en su no investigada adolescencia que compartió con capos. Por el contrario, la señora Yolanda Pulecio y miles de personas más mostraban su dolor con un color distinto. En todo caso, las marchas del 5 de julio, realizadas en Colombia contra el secuestro y por el despeje, que han sido catalogadas como históricas, renuevan en la memoria una multitud de acciones efectuadas en pos de la paz. Para unos, genérica y gratuita, y para muchos más con urgencia de justicia. Ese día nos recuerda:


 


1. Las expresiones lideradas por el gobierno de Belisario Betancur, traducidas desde 1982 en diversos minutos de silencio. En un sinnúmero de palomas volando sobre plazas y colegios. Pero también en la multiplicación pintada del símbolo del gobierno Betancur por todo el país, ya sobre paredes o calles, ya en los cuadros creados para la ocasión por Fernando Botero (Sin título) y Alejandro Obregón (La victoria de la paz).


 


El fervor que esa posibilidad de paz despertó entre todos los colombianos fue inmenso, tal vez como la demanda que empieza a sentirse desde las recientes marchas. De ese pretérito fervor sólo se excluyeron unos pocos, aquellos que Otto Morales Benítez, vocero del gobierno Betancur, calificó como los “enemigos agazapados de la paz”, escondidos dentro de los círculos del poder.


 


2. Las encabezadas por el M-19, con instalación de “Casas de Paz” en barrios y ciudades, y que tomó luego por asalto el Palacio de Justicia para reivindicar los frustrados acuerdos de cese de fuego y Diálogo Nacional, adelantados con el gobierno de Belisario. Como se recordará, aquella acción pretendía juzgar al Presidente por “traición a la voluntad nacional de forjar la paz por el camino de la participación ciudadana y la negociación”. Todo el país sabe que esta acción concluyó en tragedia, y sabe de igual manera que quienes impidieron un diálogo para salvar las decenas de vidas allí fusiladas o calcinadas pertenecen a las filas de “los enemigos agazapados de la paz”.


 


3. Tras esa tragedia, con Virgilio Barco y César Gaviria como continuidad, se concretó el sueño iniciado el 24 de agosto de 1984 con Betancur. La Constituyente, que tuvo soporte en la opinión, y la firma de desmovilización de las guerrillas con origen y dirección urbanos, su resultado final. La esperanza de “un nuevo país” y la movilización por un cambio en la naturaleza de gobierno que despertaron estos acuerdos en todo el país no fueron de poca monta. Se llegó hasta un tercio del poder constituyente. Al final, desaparecieron, además de la AD M-19, el Epl, el Prt y el Quintín Lame, sin que el establecimiento cediera nada. Por el contrario, el narcotráfico incursionó a fondo a favor de los políticos tradicionales. El poder quedó tal como ha sido desde todos los tiempos. Como es reconocido, los avances obtenidos con la Constituyente y la Constitución que ésta dio a luz han sido violados con más de 20 reformas al texto magno que rige la vida del país. Quedan evidentes, de nuevo, las enemistades agazapadas de la paz.


 


4. Durante el gobierno de Andrés Pastrana se revive el fervor y esperanza por la paz. Por encima de la mesa, los acuerdos de agenda firmados con las farc permiten un multiplicado peregrinaje de organizaciones sociales, políticas y personas por la zona del Cagúan. Al mismo tiempo, por debajo se impuso el llamado ‘Plan Colombia’ que los Estados Unidos habían aplazado en la entrega por su desconfianza con el gobierno Samper, y desde distintos sectores del poder se insistía en la imposibilidad de una paz que implicara discutir y negociar factores reales de poder como la tierra y el empleo. Hasta hoy, el agotamiento del proceso trajo como consecuencia la guerra abierta en el sur del país, con un desconocimiento de la misma y con posición de avestruz en las ciudades.


 


5. La exigencia del cese a los secuestros y del despeje de una zona para acordar el intercambio de rehenes y prisioneros es la extensión del conflicto no resuelto desde hace alrededor de 50 años, apenas con algunas luces de negociación en distintos intervalos durante los últimos 24 años. Los rehenes, que con alto riesgo de su vida aún continúan en poder de las farc, son la expresión meridiana de una capacidad de maniobra ganada por esa guerrilla, que en un momento dado llegó a aniquilar siete bases operacionales del Ejército oficial, así como a acumular 700 soldados en su poder. Desventaja que sólo con el comienzo del ‘Plan Colombia’ rescató un nuevo brío para las Fuerzas Armadas pero que llevó al país hacia una nueva fase dentro de la guerra, que el poder no ha querido reconocer desde los años 60: la intervención abierta de Estados Unidos, e incluso su mando directo en operaciones específicas, y en el control y orden del espacio aéreo.


 


Esta realidad ubica la participación ciudadana por la paz en un nuevo escenario: como ya se dio, demandar el cese de los secuestros y la libertad de todos aquellos que han perdido su libertad, bien por un asunto de guerra abierta (prisioneros de guerra y rehenes), bien como manifestación de una extorsión (secuestro). Pero al mismo tiempo exige, como reconocimiento del conflicto que vivimos, demandar el Intercambio Humanitario, que precisa el despeje de una zona del país por un determinado tiempo.


 


De ahí la necesidad de presionar al gobierno para abrir caminos de paz con las guerrillas de entorno y antecedente rural que subsisten en Colombia: ofreciendo democratización del poder, profundizando los diálogos con el eln (con tiempos exactos para lograr acuerdos) y definiendo un temario público para reentablar el diálogo con las farc, que con seguridad exigirá debatir el punto del “subsidio al desempleo”, que quedó sobre la mesa en San Vicente del Caguán. Para lograrlo, hay un solo obstáculo por sortear: la concesión implícita de una voluntad política que no se reduzca a exigir la desmovilización. Voluntad determinada, como se deduce de toda nuestra historia, de la disponibilidad o indisponibilidad de los sectores dominantes del país para democratizar y ceder parte de su poder económico y político.


 


Esa es la nueva realidad ante nuestros ojos, realidad que el presidente Uribe ha tratado por todos los medios de maniobrar para impedir que así sea. En esa tónica, el 5 de julio el Presidente les pidió a los manifestantes que le exigieran no despejar. Pero no logró que la mayoría lo hiciera. Ahora, como pasos y voces cuyas demandas apuntan a que se conviertan en realidad el despeje y el intercambio humanitario, caminan Gustavo Moncayo, su hija Yuri y una comitiva cada vez más numerosa. Con toda seguridad, al llegar a Bogotá en próximos días, será inocultable y ensordecedora la exigencia al gobierno para que dé marcha atrás en su política militarista.


 


Surge de inmediato, como corolario de esta acción propositiva y de esta esperanza que vuelve a nacer en Colombia por una paz justa y duradera, la necesidad de mirar y aprender del pasado inmediato. Es indispensable que los poderes reales abran el camino de paz con acciones simultáneas que den lugar, en primer término, a un cese múltiple de fuegos que incluya al Ejército oficial, sus ejércitos clandestinos, las farc, el eln y Estados Unidos en su intervención. No de otra manera se podrán reabrir caminos de paz.


 


Vendrán de inmediato otras demandas y otros requerimientos, pero por ahora, para que la marcha del 5 de julio no se borre como las palomas pintadas en todo el país durante el gobierno Betancur, se hace imperioso ante todo que la sociedad desenmascare a los enemigos agazapados de la paz y asuma el paso de reconocer las causas reales del conflicto.

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