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Destechados en marcha. Por vida digna

Una
problemática que no da espera para su resolución. Entre los gastos mensuales, el más significativo
para todo hogar sin casa propia es el equivalente al arriendo, que en algunos casos puede significar
más del 50 por ciento de sus ingresos, y en otros un significativo 20-35 por ciento. Para el caso de
la clase media, la cosa es peor, pues metidos en leoninos créditos para cancelar las cuotas
mensuales del apartamento, sus ingresos se van mes a mes, hasta por 20 años, directamente a los
bancos. El colapso de las Upac y la crisis de las UVR evidencia, a la vez, la dimensión del problema
y la urgencia de resolverlo.

Este asunto agobia hasta al más tranquilo. Por cancelar cada mes
el ‘derecho’ a un techo donde meter la cabeza, miles de personas padecen hambre. Si a esto se le
agregan los pagos exigidos por el consumo de agua, energía y gas, ya la cosa se pone color de
hormiga. No hay dinero para tanto ni trabajo (cada vez menos seguro y mal pago) que lo
genere.

Además, si continuamos sumando (o restando, pues estamos sacando los pocos pesos del
bolsillo), la realidad se agrava aún más para estos hogares: gastos ocasionados por el estudio de
los hijos, transporte público, teléfono (ahora también el celular), ropa y, cómo no, alimentación
conllevan que veamos la realidad tal cual es: pobreza multiplicada, hambre creciente, jóvenes sin
poder cursar estudios, madres y padres en creciente depresión por la situación de su hogar. Sin
duda, toda una calamidad para la sociedad colombiana.

Lucha por la
tierra

Las ciudades colombianas han sido construidas por los pobres. Uno a uno sus
barrios periféricos fueron levantados en lucha por techo para muchos. Hasta hace dos décadas, no era
raro encontrar a la entrada de las metrópolis la imagen de ‘casas’ de cartón, paroi (tela
asfáltica), lata o madera. Eran barrios recientes, ocupadas sus tierras por desplazados o pobres
urbanos que, ante la inexistencia de una política estatal en materia de vivienda, no tenían más
opción que proceder por mano propia.

Allí, casi a la intemperie, empezaban a levantar su
casa. Poco a poco alzaban paredes de ladrillo, uno, dos y más pisos, invirtiendo el escaso ahorro
familiar en ladrillo, cemento y tejas, el mismo que heredarían sus hijos: “Toda una vida de lucha
para ahorrar unas paredes y un techo”. A la par, emprendían luchas por servicios públicos.
Movilizaciones, peticiones, tomas de oficinas públicas, asambleas, mítines, para que los conectaran
a las redes de la ciudad. Años y años de lucha para hacer realidad otros ‘derechos’, claro,
garantizados por las empresas correspondientes, siempre y cuando los cancelen de manera
oportuna.

Así, entre luchas y solidaridades, entre sueños y realizaciones, las ciudades
fueron tomando cuerpo. Pero no sucedió lo mismo con la política de vivienda, que continuó brillando
por su inexistencia.

De casa digna a lote con servicios

Existió
una mejor época, aunque no para todos. En los años 60 y 70, el Estado intentó construir una política
en vivienda, y, a través del Instituto de Crédito Territorial (Inscredial o ICT), levantó decenas de
barrios por todo el país. Viviendas como las de Techo (hoy Kennedy), Quiroga, Muzú, Banderas y en
Bogotá; la urbanización Tricentenario en Medellín y otras en diversas ciudades. Era la época en la
que aún no se habían establecido las normas mínimas para la construcción de vivienda.

Pero a
la par, distintas empresas asumían igual política, intentando resolverle el problema de techo a sus
empleados y obreros. Barrios como El Obrero en Bello, o Carvajal y Villa Javier en Bogotá, nos
recuerdan cada día que sí se puede abordar con sentido de hábitat el problema de la vivienda. Es
decir, viviendas con jardín externo e interno, con patio de ropas, con área para compartir con los
vecinos, con espacio público para movilizarse y recrearse de parte de cada una de las familias, con
árboles, etcétera.

Esa política quedó atrás. Con la aprobación a finales de los años 70 de la
propuesta de Germán Samper, se impuso la “vivienda de interés social”, la cual fue de poco a nada:
se inició con soluciones de hasta 70 metros cuadrados para caer a lo que hoy se impone: 40 metros
cuadrados, e incluso la ‘casa’ conocida como lote con servicios, es decir, nada. Esta política,
demás, ya no asume el tema de la vivienda como parte del hábitat, reduciéndola a un asunto
pragmático y exclusivo de ladrillo, de las cuatro paredes y un techo, así en ellas no quepan los
tres, cinco o más miembros que conforman cada hogar. Qué decir del espacio público, en muchas
ocasiones reducido a unas estrechas escaleras que remedan una calle, o del jardín o antejardín ahora
sólo existente en las fotos, o de las arboledas, ahora reducidas a una pequeña mata en la
sala/comedor.

Por ello, podemos asegurar que esas casas disimulan los tugurios pero no son
más que eso: un tugurio de ladrillo, un lugar donde viven hacinadas miles de personas, sin
condiciones para la privacidad de la pareja y sus hijos, sin espacio para desarrollar de manera
adecuada cada una de las funciones de la vida diaria; sin lugar para el goce, el ocio, la cocción de
los alimentos de manera cómoda, etcétera. Política reducida en los últimos años, por parte del
Estado, a un tema de ‘subsidios’, como mecanismo para enriquecer más a los bancos, transformados en
operadores de los mismos, y en prestamistas para las contrapartes.

De este modo, sin
voluntad política de parte del Estado para crear opciones viables e integrales a un tema que afecta
a millones de hogares, las posibilidades se reducen o se vuelve a lo mismo: seguir construyendo
nuestras ciudades como hasta ahora lo hemos hecho. Las docenas de asentamientos existentes en
Popayán, en los cuales viven no menos de cuatro mil familias, muestran el camino. La marcha que
emprenden el 28 de agosto hacia Bogotá, exigiendo soluciones concretas y dignas a esta problemática,
además de una política, en general de vida digna, señalan el camino y marcan la pauta para los
cuatro millones de hogares que en Colombia no cuentan con casa propia o tienen una en mal o
deficiente estado.

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