Una borrasca sin precedentes carcome al país desde cuando, en meses pasados, la crisis asociada a la revaluación del peso cogió fuerza y puso en vilo a los colombianos. Se trató en ese entonces de una alarma económica que desencadenó una espiral sin salida, hoy vigente. Entre otras aristas, tal espiral consistió en el devastamiento de la producción nacional, pues los bienes básicos y materias primas importadas bajaron de precio.
Aguas turbias provenientes de la especulación internacional que no se superan con paliativos. Así lo hacen ver las medidas parciales que adoptó el Banco de la República (como suele hacerlo cuando las operaciones financieras internacionales inciden de modo considerable en la economía nacional) comprando dólares, de suerte que se incrementaría el valor de la divisa y, por tanto, el control de la revaluación; de este modo bajaría la demanda de crédito, el gasto público se moderaría y se reduciría la presión sobre los precios. Estas medidas no surtieron el efecto esperado.
A lo anterior se le suma el incremento de la inflación. Varios aspectos pueden tener que ver con los precios de algunos elementos importados, como el trigo, arroz y maíz, así como en productos agrícolas nacionales, abonos de petróleo y la crisis estructural de la agricultura (reducción de la economía campesina).
La inflación implicó en este sentido una pérdida del poder adquisitivo que incidió, entre otras consecuencias, en la superación del ajuste anual del salario mínimo. El Banco tomó una medida más que desembocó en la ira del presidente Álvaro Uribe y su ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias: incrementó las tasas de interés, revaluó el peso, con lo cual cayeron las ganancias de los agroexportadores, sector protegido por el alto Gobierno.
Para aminorar las contradicciones, el Banco decidió otorgar subsidios a ciertos sectores sacudidos por la crisis, como banano, flores, ganado, palma africana y caucho, incentivando a los gremios productivos mejor posicionados en el desarrollo de la economía nacional.
¿Subsidios? El ministro de Hacienda, Óscar Iván Zuluaga, expresó sin tapujos que el gobierno nacional destinará para lo que resta de este año la suma de 300.000 millones de pesos como apoyo fiscal, para mantener los actuales niveles de empleo. Tal decisión refleja una clara contradicción con el Banco de la República, opuesto a ese tipo de subsidios. El dinero se distribuirá así: 180.000 millones de pesos para el sector agropecuario y 120.000 millones al sector industrial.
Lo cierto es que el esquema financiero del capitalismo neoliberal no contempla la soberanía sobre la moneda nacional; tampoco le interesan los perjuicios que puedan causar los movimientos especulativos irresponsables, bajo el rotulo de libre comercio, en la sociedad y el ciudadano promedio. No hay medida de choque que aguante la embestida ni banco que la sostenga.
Los resultados no se hacen esperar. Los más golpeados son los pequeños productores y las familias colombianas. Cargan encima la inflación, dado que la capacidad de compra y ahorro se reduce, añadido esto a los ya suficientemente altos precios de los alimentos.
Golpe al bolsillo popular
Lo anterior redunda en un círculo vicioso que incluye a la cadena de producción-consumo: basta con ir a las panaderías para ver que el pan de 100 y de 200 ya no existe, pues entre 2000 y 2008 el trigo pasó a costar de 150 a 280 dólares la tonelada; la papa subió de precio vertiginosamente: 8 arrobas costaron en mayo $ 170.000; con el arroz ocurre lo mismo: un kilo costó en mayo 2.000 pesos, mientras en enero conservaba aún el precio de 1.350; y dentro de poco la leche de cantina desaparecerá.
A esta última le tocará su turno en este mes, dado que la OMC, omitiendo impactos económicos y sociales, a través de un decreto, recomendó la prohibición de su circulación en crudo desde el próximo 24 de agosto. Esta receta es seguida al pie de la letra por el gobierno colombiano en sus gestiones. Tal decreto se basa en razones sanitarias que buscan el procesamiento, producción y consumo refinados de este producto, actividades que desarrollarán las grandes empresas pasteurizadoras y bajo el mito de que las bacterias o la leche hervida son peligrosas para la salud, reduciendo el sistema inmunológico humano a una fragilidad sospechosa. Aunque los pequeños productores de leche no son una agremiación representativa y organizada en el país, se espera una afectación considerable en este sector.
Una prosperidad económica medida únicamente por puntos del PIB, mas no por las realidades concretas del colombiano promedio, trae secuelas. Incentiva la realización de fluctuaciones especulativas y diagnósticos técnicos que nuestros banqueros asimilan a la seguridad inversionista, causada por la liberación de los secuestrados o a que la crisis existe por excesivo gasto social y otras ingenuidades similares. Uno de los incontables ejemplos que contrarrestan estas declaraciones e ilustran bien efectos a largo plazo sobre la calidad de vida de los colombianos tiene que ver con el movimiento importaciones-exportaciones:
“Un perfil alimenticio de Colombia, hecho por la FAO en 2002, concluyó que el país entonces ya compraba afuera el 51 por ciento de las proteínas y calorías vegetales, y el 33 de las grasas, contrario a 1990 cuando el 90 por ciento de la demanda nacional se cubría con producción autóctona. Desde entonces las cosas han empeorado, y las importaciones han crecido en volumen y en costo. Una revisión de la dotación en kilos por habitante de los principales alimentos entre 1990 y 2000 muestra el espectro del retroceso en términos de provisión alimentaria que al país se le ocasionó” (La vulnerabilidad alimentaria, Le Monde diplomatique, Aurelio Suárez Montoya).
Todo esto entraña un claro cinismo del gobierno Uribe y los distintos organismos del Estado involucrados en el control de actividades económicas, los cuales se esconden tras estas especulaciones técnicas y exhiben con orgullo su política de favorecer, incluso en momentos de crisis, a los gremios productivos que monopolizan bienes básicos, así como materias primas en general. Como en otros gobiernos, de los cuales dice diferenciarse el actual, los pobres son los que padecen las consecuencias de las medidas económicas en curso.
Crisis en el agro
Otro tanto puede decirse del campo. Carlos Ancízar Álvarez, secretario general de la Federación Nacional Campesina Colombiana (FNCC), representante de los campesinos en los procesos de organización, lucha por la tierra y reconocimiento por parte del Estado, se manifiesta sobre la situación del agro, uno de los sectores más afectados con estas medidas.
Julián Carreño: ¿Cuál es la situación actual del campo y las familias campesinas?
Carlos Ancízar: La situación del campesinado toda la vida ha sido de abandono, marginación, desconocimiento del papel que juega como actor en la economía nacional. Consecuencia de eso son los niveles de pobreza cada vez más acentuados que propician el abandono del campo, no sólo por la violencia sino también y de manera muy especial por el problema de la pobreza. La carencia de servicios públicos, educación, carreteras y estímulos para la producción obligó a la inmensa mayoría de campesinos a desplazarse hacia la ciudad para buscar mejor vida y darle educación a su familia, debido a que nunca se generaron unos contenidos y unas metodologías educativas propias del campo para su desarrollo, educando siempre en función de la ciudad.
JC. ¿Cómo es eso del desplazamiento por razones económicas?
CA. Sí, se desplaza, y sobre todo por la falta de apoyo para la producción de alimentos: han brindado apoyo de seguros de cosecha para los ganaderos, los grandes industriales del arroz, del algodón, ahora de la palma, del caucho, del cacao, del maíz, porque van a utilizarlo en agrocombustibles, pero no es un apoyo que exista para el pequeño y mediano productor.
JC. ¿En qué frentes específicos son vulnerados los campesinos?
CA. El problema no es sólo ser atacado desde varios frentes: uno de ellos es el de la violencia, por la falta de apoyo del Estado, sino también el de la carencia de la tierra que cada vez se concentra más y, entonces, las estadísticas mismas nos indican que hoy el 0,4 por ciento de los propietarios copan el 63 por ciento de la tierra cultivable del país, y cómo el campesino ha sido despojado de sus bienes y medios de producción, y esto hace que la situación del sector rural sea de pobreza, miseria, abandono y desconocimiento de su tarea como actor en el aspecto de brindarle al país su seguridad alimentaria.
JC. ¿Cuál es la visión de los campesinos frente al futuro del país?
CA. No digamos que pesimista porque confiamos mucho en nosotros mismos, en la capacidad que tenemos de seguir sosteniéndonos y aportando al desarrollo del país, pero no es tampoco demasiado optimista, sobre todo si pensamos que la solución de los problemas del país está en nuestra clase dirigente; efectivamente, si no cambiamos el modelo de desarrollo, va a ser imposible que logremos una transformación real en Colombia.
Leave a Reply