Varios indicadores de la Economía apuntan a un verdadero desastre para los sectores más débiles. De éstos, los mayores damnificados son los trabajadores, cuya cifra de desempleados puede llegar a 240 millones en el mundo.

La versión más ortodoxa de la teoría económica no acepta la existencia del “desempleo involuntario”. Es decir, no acepta que una persona que busque trabajo y esté a la vez dispuesta a aceptar el salario que se ofrece en el mercado pueda ser desempleada. Esta situación, normal en el mundo real, no cabe entonces en la mayoría de los libros de Economía ni en la cabeza de los economistas oficiosos, sin que ello, curiosamente, implique para la enseñanza económica y los economistas profesionales problema alguno, pues su reino no parece de este mundo.
Keynes, teórico a quienes hoy todos quieren resucitar, basó su argumentación y su fama en la oposición a ese postulado. Y lo hizo sobre la base de la imposibilidad de negar, en plena depresión económica (la crisis de los 30), un hecho tan protuberante. Son, pues, las condiciones de crisis lo que obliga a revisar el imaginario, lo mismo que los prejuicios que anidan sobre el papel de los salarios y el nivel del empleo en el proceso económico capitalista, no sólo en la lógica del común sino también en las reflexiones especializadas.
Por ello, no es extraño encontrarse con razonamientos que, desde las perspectivas más elementales, asocien el desempleo, por ejemplo, con la mala suerte, la pereza o los castigos divinos, como tampoco lo es que desde razonamientos ‘expertos’ aquél se explique como consecuencia de la existencia de los sindicatos o de la intervención del Estado con figuras como el “salario mínimo”, que, según tales disquisiciones, no permiten que el precio de la fuerza de trabajo adquiera su “verdadero valor” en el mercado, y con ello pueda darse un ajuste entre la oferta y la demanda laborales.
Este tipo de visiones lleva a informar sobre la situación del trabajo y de los trabajadores, cuando ésta alcanza dimensiones catastróficas, en un tono que la asocia a las debacles naturales. Es así como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) daba a conocer que de los tres mil millones de trabajadores existentes en el mundo, 1,8 mil millones (60%) pertenecen al sector informal. Y, lo cual es peor, como si de la deriva continental se tratara, nos hacía saber que esa población tiende a crecer, y que para el año 2020 se estima que los trabajadores del sector informal ascenderán al 66 por ciento.
En ninguna parte se señala que esa situación no es consecuencia ‘natural’ de ninguna fuerza trascendente sino producto consciente de unas políticas que buscan favorecer las ganancias a costa de los salarios. Desde las década de los 80, los procesos de desregulación y la llamada flexibilización laboral buscaron romper la existencia de ciertas condiciones garantistas que, luego de muchos años de lucha, habían conquistado los trabajadores. El abaratamiento de los despidos, y la casi desaparición de los contratos a termino indefinido y los salarios diferidos (las “prestaciones sociales”) fueron quizá los más notorios cambios que tuvieron lugar en las dos últimas décadas del siglo XX, en pleno auge de las ideas neoliberales. Ello condujo a que, además de obvias consecuencias sobre la reducción de los ingresos, se permitiera que las empresas se ajustaran de una manera mucho más expedita a las variaciones del mercado, despidiendo o contratando trabajadores según las condiciones del ciclo, con el consiguiente aumento de la inseguridad laboral, característica de nuestros días.
El repliegue político y económico de la clase trabajadora en que se tradujo la nueva situación terminó por manifestarse en una participación cada vez menor de los salarios. En el último Informe Mundial sobre Salarios 2008/2009, la Organización Internacional del Trabajo (OIT, sigla en español; ILO, sigla en inglés) señalaba cómo entre 1995 y 2007, período en que el PIB per cápita creció en promedio un 1 por ciento anual, los salarios aumentaron tan solo el 0,75, demostrándose con ello que el salario ha terminado variando a un promedio inferior al de la productividad. Sin embargo, si ese período se divide, en primer lugar, en los años que van de 1995 a 2000, se puede observar que el aumento salarial en ese lapso fue del 0,8 por ciento, en tanto que entre 2000 y 2007 la variación fue apenas de 0,72 (por cada punto de aumento del PIB per cápita), evidenciándose que la tendencia a la contracción es creciente. Contrasta el hecho con el comportamiento de los salarios cuando la economía entra en recesión, pues se estima que, por cada punto descendente en ese indicador del producto, los salarios bajan un 1,55 por ciento, es decir, que si hay bonanza, los salarios se muestran retrasados; pero, si hay crisis, ésta se refleja inmediatamente en el poder adquisitivo de los trabajadores.
El ataque a los salarios y en general al trabajo fue posible por la emergencia de un nuevo escenario en el que jugaron varios factores. De un lado, los importantes grados de desruralización de países como China e India fueron la base de un significativo aumento de la oferta laboral, aprovechada por el capital global mediante el traslado de una parte importante de la producción industrial a esos países (del total de empleos creados en 2008, el 57 por ciento correspondió al Asia, mientras en los países desarrollados se perdían 900 mil puestos de trabajo); de otro lado, el abrupto final de la Guerra Fría, que tuvo lugar en los últimos años de la década de los 80 con la caída de los regímenes de socialismo real, terminó convertido en fuerte acicate para la liquidación del Estado de Bienestar, cuyo desmonte se había iniciado poco antes en Inglaterra con el régimen de Margaret Thatcher. A esto se debe agregar el crecimiento de la informalidad, que termina por debilitar las organizaciones sindicales, no sólo porque dispersa parte importante de la fuerza de trabajo sino asimismo porque facilita la inoculación de la lógica del sálvese quien pueda.
¿Por qué no repotenciar los salarios?
En el nivel global, la tasa de desempleo, según la OIT, pasó de 5,7 por ciento en 2007 a 6 en 2008, sumándose 10,7 millones de personas a la fila de desempleados, para alcanzar la cifra de 190 millones de parados. Ahora bien, si la crisis actual fuese al final de cuentas más benigna de lo que parece y la tasa de desempleo pasara del 6 por ciento a tan solo el 6,1, el número de los sin trabajo se elevaría a 208 millones, pero si esta variación fuera más severa y la tasa de desempleo se afectara en un punto porcentual, es decir, si alcanzara el 7,1 por ciento, la cifra de los sin trabajo quizá llegara a 240 millones.
En conclusión, han terminado por confluir tres factores enemigos del trabajo: el crecimiento de la informalidad, el rezago de los salarios y el aumento del desempleo. Desde el punto de vista de los trabajadores, es claro que la resultante de esa conjunción será la agudización de la pobreza; pero, desde el punto de vista del proceso de acumulación de capital, los efectos sobre la demanda ¿pueden ser significativos? No debemos olvidar que, en la crisis que hoy soportamos, las primeras industrias del sector real de la economía que sintieron su efecto fueron la de la construcción y la automovilística, que por lo menos en los países del Centro ofertan los dos principales tipos de bienes durables que consumen los asalariados. La particular situación de las hipotecas y los créditos de consumo para la compra de auto nos invita a pensar que el modelo de atacar el trabajo sin miramientos puede haberse convertido en un verdadero boomerang para el sistema.
Dentro de las medidas de choque con las cuales se intenta conjurar la crisis, si bien se contemplan planes de inversión en infraestructura que pudieran crear puestos de trabajo, desde las posiciones oficiales globales, no se conocen propuestas agresivas de recuperación de los salarios. Esto, que prueba el sesgo ideologizado de las posiciones de la disciplina y la práctica económicas, no lleva, sin embargo, a nadie de cierta reputación, a proponer recortes salariales, como lo hizo en Colombia el director de Fedesarrollo, Roberto Steiner, en entrevista concedida al periodista Yamit Amat el 6 de abril de este año, dando muestras de que en nuestro medio el retraso analítico y la pobreza académica son de marca mayor.
Nuestra situación
Según el Dane, la tasa de desempleo para el total nacional fue en febrero de 2009 del 12,5 por ciento, lo que significa un aumento del 0,5 respecto del mismo mes de 2008. En las 13 principales ciudades y áreas metropolitanas, esa tasa es del 13,6, mientras para el trimestre octubre-diciembre de 2008, en esas mismas áreas urbanas, la informalidad alcanzaba el 57,7 por ciento de la población ocupada, con aumento del 3,6 respecto del mismo trimestre de 2007. Ahora bien, el mencionado Steiner explica la existencia de la informalidad en Colombia (en la entrevista arriba señalada) con el argumento de que “es un gran negocio ser informal [pues] lo que no se entiende es para qué cobrarle tanto impuesto al trabajo, que lo único que hace es generar informalidad en donde no se paga ningún impuesto”, lo que significa, ni más ni menos, que la existencia de vendedores ambulantes en las esquinas de los semáforos estaría motivada por la evasión tributaria, y explicada por tanto, en gran medida, por la existencia de cargas parafiscales o porque los negocios de menos de 10 empleados se constituyen con ese número de trabajadores y no con 100, 1.000 ó más por las mismas razones. Definitivamente, a nuestros analistas, ni una crisis como la actual logra desviarlos un milímetro siquiera del “pensamiento único”, y los ubica en el espíritu de los curanderos charlatanes que tienen una sola explicación y un único remedio para cualquier mal, sea éste una torcedura de tobillo o un cáncer (a propósito del tema, el 60 por ciento de la informalidad en el mundo, al que aludimos al comienzo del artículo, ¿lo explicará ese analista con los mismos argumentos?).
Pero, más allá de esta digresión, lo que cabe preguntarnos es si la internacionalización del capital no ha de ser respondida con una internacionalización de los trabajadores y de sus metas, pues medidas como el recorte de la jornada laboral y propuestas como la renta básica tienen mucho más sentido como conquista generalizada, y ya va siendo hora de que comiencen a salir de los limitados espacios de la reflexión para ganarse el de los propósitos de la lucha política.
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