Al Repe, in memoria.
… y acaso como imbéciles registren nuestras moradas
sin encontrar el ébano de
nuestras felices desdichas…
Eduardo D´maxo
En un medio social en el cual se siembran prácticas mentales y ‘jurídicas’ contrarias al respeto por el individuo, pasan inadvertidos los hechos que hoy se exhiben en Colombia desde la cúspide del Gobierno. Amarga y tajante analogía entre el espíritu de un fantoche del Imperio Romano y un espécimen gubernamental contrario a los aires de la Historia.

Si Cayo César Germánico, bien conocido por su nombre de “Calígula”, pudo proponerle a la Roma imperial que su amado caballo (“Incitatus”) fuese miembro del Senado y después pudo acomodarlo como cónsul honorable, ¿por qué un mandatario igual de fachendoso como el nuestro no ha de pretender acomodar sus principales corceles en lugares estratégicos del poder y la institucionalidad, donde le sirvan de basa para colmar sus ambiciones y defender sus desvaríos? Ayer, como hoy, y con todo que la historia jamás se repite, cada época y cada sociedad se reservan la producción genuina de ciertos personajes cuyas ambiciones y extravagancias parecieran brotar de un modelo único y asimilable en el tiempo.
Para asegurar una absoluta corruptela, necesaria para aniquilar los últimos bastiones de resistencia que en el país se baten en defensa de los mínimos cimientos de nuestra democracia, el alto gobierno ya no quiere improvisar con personajillos tan maleables y pusilánimes como Yidis Medina o Teodolíndo Avendaño –¡tan ignaros y poco suspicaces a la hora de disimular sus fechorías!–, al punto que fue necesario forzar el nombramiento de un Procurador de bolsillo que, con todo el empacho y sin pudor alguno, ha tenido la osadía de desconocer, por la vía de un fallo disciplinario, la inteligente sindéresis y los claros raciocinios expuestos por la Sala Penal de nuestra Corte Suprema de Justicia, cuando mediante sentencia judicial reconocía que el trámite de la primera reelección estaba fríamente sustentado en un laberíntico maniobrar al que es posible resumir en el delito de cohecho.
Tampoco quiere el Gobierno arriesgarse en seguir protegido a la sombra de esa recua de actores con pasado escabroso y relaciones siniestras, como la de aquellos sujetos que hoy sesionan, sin voz y sin voto, en un privilegiado patio de la cárcel La Picota; pero que hasta hace muy poco lo hacían con toda desfachatez en el Congreso, y eran citados a Palacio, como viva representación de un fortín parlamentario con el que había que definir el futuro de la nación, como quiera que fueron los mayores aportantes al caudal de votos con los que nuestro Presidente fue doblemente elegido.
Para evitar, pues, estos incómodos sucesos –que tan tempranamente la historia está logrando situar en el estante donde figuran los hechos notables de los gobiernos infames–, el hábil remedo de Calígula pretende ahora que los nuevos Incitatus lleven el sello de su propio corral, pertenezcan a su propio criadero burocrático, y sean lo bastante redomados como para que en sus trotes y andanzas se pueda identificar no sólo la pertenencia a una supuesta escuela sino hasta una postura ideológica que incluso pretende ser reconocida como una nueva doctrina de Estado… Y tal vez hasta lo sea, pero se trata de una grosera doctrina de establo.
Y ahí los vemos ya trotando. Los unos, que se creen trochadores, y los otros, que pretenden exhibir un paso fino y maneras exquisitas; cada cual buscando que se le reconozca el fierro con el que está marcado. Todos dicen exhibir un símbolo que intenta resumirlo todo, una letra alfabética con pretensiones de totalidad: pasado, presente y futuro de una nación. Una U candente y goda, sí: nueva insignia tras la cual se encubren propósitos tan añejos como los que trae a la memoria la sola presencia de la cruz svástica.
Camino al Congreso, extraídos de las puras entrañas del burdel administrativo y formados bajo su dogma y estilo, marchan hacia la toma del Capitolio estos curiosos Incitatus. Llevan el ánimo renovador de maquillar con discursos y actos circenses lo que han construido a pulso de sangre y de desvergüenzas.
Primero, el impresentable consejero de dudosa reputación, que posa de intelectual y politólogo, cuyos esbozos teóricos, mucho menos que esnobistas, son el resultado prefabricado de publicistas de ocasión (¡…nubes de eufemismos…!) Luego, el ladino psiquiatra de Palacio, quien bajo el efecto narcotizante del poder ha cambiado por lentejas televisivas el rigor sesudo que sólo brinda la modesta y solitaria investigación académica. Tras él, el ex Ministro de buenas maneras y cara de ingenuo, cuyo apellido y abolengo dan un lustre insigne al oscuro programa… Y así, poco a poco, la propuesta inmediata del Presidente es constituir un Congreso (¿congresillo?) que esté por siempre a merced de sus caprichos.
Cualquiera pensaría que se trata de una jugada de alta destreza de estadista o el sutil trance de un perfeccionado ajedrez: ¡pura pamplina…! Ni siquiera se le puede asimilar al artilugio del mito homérico, mediante el cual Troya es tomada mediante un caballo que llevaba su veneno por dentro. Aquí las cosas hay que llamarlas por lo que les corresponde: se trata de un puro truco de curaca de pueblo, condigna manifestación de la astucia de un gamonal…
Tratando de borrar el nombre de la mayoría inmunda que lo acolita en el Congreso, ahora el mandatario ha logrado también infectar con su corruptela las altas cortes judiciales y los demás organismos de control gubernamental. Pretende consolidar una hegemonía ominosa e igual de proterva, que ahogue y aplaste la voz cada vez más solitaria de la Sala Penal de la Corte Suprema, único resquicio de ética jurídica que se resiste a dejarse atrapar por sus tentáculos, y en donde reposan justamente los expedientes judiciales que dan fe de algunas de sus bajezas.
Dentro de algunos meses, cuando leamos la sentencia que dará vía libre al referendo reeleccionista, nos percataremos de que –al igual que en la Procuraduría o en los toldos de las columnas guerrilleras– en la Corte Constitucional también fue fácil infiltrar unos histriones cuya única misión es dar de baja la filosofía política que inspiró la Constitución del 91. Ese fallo, que indudablemente ya debe tener un esbozo de borrador secretamente circulando, será el réquiem avisado para nuestra cultura democrática, y se convertirá en la mortaja final para esa cartilla elemental de valores y principios que había sido el resultado de un proceso de búsqueda de la paz y la resolución pacífica de los conflictos, conforme lo había previsto la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente.
Y mientras este designio se cumple, para dar muestra de la ostentación insoportable de su poder vesánico y perturbado, este gobierno ha lanzado un proyecto que será el trampolín para probar la finura de esos magistrados que ha logrado entronizar en la máxima instancia constitucional. Por eso, otra vez vuelve y arremete contra los marihuaneritos y cocainómanos de todas las layas –ocasionales o consuetudinarios–, con un proyecto que busca desquiciar la figura de la despenalización de la dosis de consumo mínima, como conquista jurisprudencial acorde con los tiempos modernos.
Ya que hasta el momento no ha logrado criminalizar al consumidor raso, pretende ahora patologizarlo. Desea someterlo al escarnio público a través de un fino procedimiento inquisitorial, muy ajustado a la reputación despótica de la principal figura del gobierno. Ha concebido la feliz idea de crear tribunales de ‘tratamiento’ o ‘terapéuticos’, en cuyas manos estará definiéndose el futuro de nuestros jóvenes no convencionales (quedan advertidos, pues, todos los relapsos y no conversos, toda la gama de anarquistas y librepensadores, réprobos e inquietos), una vez el personal médico-psiquiátrico (nuevo fortín burocrático) les dictamine su grado de adicción y sociabilidad. No habrá una opción distinta: o sanción terapéutica como ‘enfermo’, o tratamiento penitenciario como ‘delincuente’.
Hay razones de sobra para que esto se lleve así. En la sentencia que protegía el derecho a la íntima elección de vida (allí donde el Estado jamás debe meter su vehemente nariz), se lee que “la filosofía que informa la Carta Política del 91 es libertaria y democrática, y no autoritaria y mucho menos totalitaria”. En ella, además, se aduce, que “el legislador no puede válidamente establecer más limitaciones que aquéllas que estén en armonía con el espíritu de la Constitución. La primera consecuencia que se deriva de la autonomía consiste en que es la propia persona (y no nadie por ella) quien debe darle sentido a su existencia y, en armonía con él, un rumbo”.Estos enunciados se redondean con la siguiente reflexión, que hay que citar en extenso para aquellos que opinan desde el desconocimiento: “Decidir por ella es arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla a la condición de objeto, cosificarla, convertirla en medio para los fines que por fuera de ella se eligen. Cuando el Estado resuelve reconocer la autonomía de la persona, lo que ha decidido, ni más ni menos, es constatar el ámbito que le corresponde como sujeto ético: dejarla que decida sobre lo más radicalmente humano, sobre lo bueno y lo malo, sobre el sentido de su existencia”.
Atribuirle una condición ética a la vida de los ciudadanos es una labor de rigoroso imperio para cualquier mandatario que sepa leer la rosa de los vientos en una sociedad que se llame así misma civilizada. Reconocerle el valor de “sujeto”, capaz de discernir libremente sobre su destino y la calidad de existencia, es el verdadero reto al que se debe comprometer un gobierno de alta trascendencia histórica. Pero esto es un paisaje muy escabroso en la actual coyuntura política.
Cuando todos soñábamos con un régimen participativo que fuera el terreno para el cultivo de valores supremos como la libertad individual, la privacidad y la tolerancia, hemos encontrado que, frente a esa nueva ética ciudadana, se ha venido levantando una poderosa moral efectista, promotora de fobias y aversiones, generadora de nuevos espacios de exclusión. De ahí que sea fácil descifrar la insalvable distancia que hay entre el discurso y las pretensiones de un genuino mandatario, y la palabrería fatua de quien, a golpe de estigmas y segregaciones, no hace otra cosa que mirar el gobierno de los hombres libres con la mentalidad de quien maneja su propia pesebrera.
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