Son miles de miles los colombianos obligados a abandonar lo suyo y caminar tras lo desconocido: según Codhes, en los últimos 24 años suman 4.628.882 personas, que equivalen a 925.726 núcleos familiares. En los últimos años, el gobierno de turno se ufana de sus éxitos con la ‘seguridad democrática’, pero miles de familias campesinas, desplazadas desde 2002, confirman que el éxito es parcial.
Primeros 100 municipios de recepción por número de personas, 2008
Un informe presentado por la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes), en abril pasado, precisa la crudeza del drama del desplazamiento en Colombia. Un drama de nunca acabar pero que ahora, a pesar de la propaganda oficial sobre la efectividad de la ‘seguridad democrática’, se agudiza a los niveles de 2002.
Según la ONG que le hace seguimiento al tema del desplazamiento en nuestro país, en 2008 fueron desplazados 380.863 connacionales, equivalentes a 76.172 núcleos familiares, cifra en creciente (un 24,47 por ciento más), toda vez que un año antes 305.638 connacionales se habían visto obligados a dejar su terruño, y mucho más que en 2006, cuando la cifra afectó a 221.638 compatriotas.
Disputa del control territorial
El desplazado no es un supuesto ni una imagen; es una persona de carne y hueso, mujer u hombre, adulto, anciano o infante. En su inmensa mayoría, se trata de habitantes de regiones rurales que se han visto sometidas a grandes inversiones de capital (megaproyectos), a zonas de control militar especial, a regiones de explotación minera, o de siembra de palma de aceite u otros productos destinados a la producción de agrocombustibles.
Regiones rurales otrora tranquilas, como los departamentos de Chocó y Nariño, ahora atadas a una intensa confrontación por su dominio hegemónico, su impotancia geopolítica, su cercanía al mar, zona de frontera, corredor de tránsito para el comercio de armas, o la siembra de coca o amapola para procesarlas como sustancias psicoactivas.
Son territorios sobre los cuales se dispone el traslado de unidades del paramilitarismo para su control, fuerzas que a sangre y fuego imponen su dominio. Las consecuencias no se dejan esperar. En ciudades como Bogotá (56.087), y departamentos como Antioquia (51.918), Valle del Cauca (31.527), Magdalena (27.256), Nariño (24.662), Meta (16.370), Cauca (16.344) y Córdoba (12.879), se ven con fuerza sus consecuencias: miles de campesinos que habitan las periferias de sus ciudades, deambulando por el centro, en busca de apoyo o de una simple mano con un pequeña moneda para poder recoger algo con qué comer.
El Gobierno difunde que ya hay grupos paramilitares, que ‘negociaron’, que ahora son “bandas emergentes”, pero estos miles de despojados saben y aseveran con su presencia que eso no es así. Ahora, en sus territorios hacen presencia iguales fuerzas armadas que o no se desmovilizaron o se reagruparon. Así lo confirman sus métodos, el contacto que mantienen con grupos o movimientos políticos de derecha, su propósito de fortalecer la institucionalidad reinante, así como el objetivo de su presencia: proteger y acrecentar grandes capitales, y asegurar la tenencia y uso de la tierra.

Son fuerzas que propiciaron durante el año pasado 82 eventos de desplazamiento masivo en 19 departamentos. Los informes precisan que los más afectados fueron Nariño y Chocó. El éxodo involucró a 42.537 personas. Pero también se presentó desplazamiento forzado, propiciado por fumigaciones: el informe de Codhes señala el reporte de 13.450 afectados, provenientes de Antioquia, Vichada y Córdoba.
Este conjunto de operaciones armadas por el control de territorios, sumado desde el año 2000 e incluso hasta lo corrido de 2009, arroja como resultado 385.000 familias rurales obligadas al éxodo y las cuales abandonaron alrededor de 5,5 millones de hectáreas, lo que es igual al 10,8 por ciento del área agropecuaria del país.
Se trata de una contrarreforma agraria que configura una nueva realidad socioespacial en el país, que involucra propiedades que pretenden legalizar como suyas los nuevos señores de la tierra, los mismos que dicen que los campesinos no son productivos y que sobre esas tierras –uniéndolas– hay que propiciar que operen o se pongan en marcha grandes operaciones comerciales, de las cuales los agrocombustibles son un ejemplo.
Con esa experiencia acumulada, ahora esas fuerzas se repliegan a las grandes capitales. El boleteo puesto en práctica durante 2008 y lo que va de 2009, así como el conjunto de operaciones armadas para el control de barrios, localidades y comunas, dan cuenta del nuevo escenario de guerra al cual ingresa el país (ver Noche de pesadillas, pág. 13). Homosexuales, drogadictos, delincuentes callejeros, “habitantes de la calle”, activistas sociales, son por ahora sus objetivos prioritarios. ¿Será ésta la ‘seguridad’ tan difundida?
Noche de pesadillas
Por: Sean Martin Cranley
Los niños están asustados en el barrio San Isidro-San Luis. En esta parte de los cerros orientales de Bogotá, han cobrado vida los rumores, y los temores corren de boca en boca. El anuncio de toque de queda es el tema de conversación entre todos los vecinos. Antes, nadie tomó en serio el rumor, hasta que comenzaron a sentir la amenaza real: “limpieza social”.
La semana pasada, los estudiantes de bachillerato acudieron a clases por la mañana y encontraron descuartizado e irreconocible a un compañero, en frente del colegio del barrio. En estos mismos días se toparon también con una niña arrojada a un precipicio, sin ropa y apuñalada en la cara. El rumor, al finalizar la semana, de que había cuatro muertos más en el barrio, tiene inquietos a todos los moradores del sector, frente a un futuro incierto.
Los vecinos habían anunciado la presencia del grupo paramilitar “águilas negras” pero todo fue interpretado tan solo como un chisme, hasta que se presentaron las muertes en la vía pública. En este momento, el rumor cobró sentido.
En el último boleteo, las águilas afirman lo dicho y reiterado por ellos y sus pares desde hace años: “Los niños buenos se acuestan a las 10 y a los malos los acostamos nosotros”. Esta situación perturba a Rebeca, una niña de 13 años que observa a los costados antes de expresar su preocupación por un tío que tiene que llegar al barrio muy de noche, después de trabajar una larga jornada diaria. Además, relata la mortificación de su tía, anteayer, cuando el primo llegó a la casa muy poco antes del toque de queda. “Llegó a la casa faltando 5 para las 10” –afirmó con una mirada de susto– “y esto me preocupa porque ¿qué va a pasar la noche que llegue más tarde?”. La respuesta es perversamente evidente, a medida que los estragos de la noche anterior aparecen –con la primera luz del día– y los miedos, tal como los silencios, se expanden cada día con más evidencia.
La zozobra se acrecienta. Toda información parece una especulación, como toda noticia parece un rumor, pero no lo son los cadáveres tirados en la calle por la mañana. En las noches rige la ley de la selva y los amos nocturnos circulan por las calles abandonadas, los cuerpos vestidos de negro y los rostros con pasamontañas. De día impera el silencio del miedo. Muy pocos en San Isidro-San Luis se atreven a comentar sobre la oleada de represión que está afectando al barrio, pero todos saben que existe y estiman que es mejor mantenerse callado que sufrir cualquier represalia.
El miedo penetra todas las calles, las ventanas y las miradas. Los niños corren a casa al oscurecer la tarde; sin embargo, hay algunos que justifican la violencia. A pesar del peligro eminente para los niños, hay madres que respaldan la campaña paramilitar de muerte. “Es necesario –dice una– debido a la delincuencia en el barrio”. Otra insinuó que los culpables de estas muertes “no son los escuadrones de muerte sino los padres que descuidan a sus niños y permiten que salgan a la calle por la noche”. Es evidente que esta lógica perversa respaldará siempre las acciones de los escuadrones de muerte, así como el terror propiciado por unos pocos sobre la mayoría.
En Colombia, la violencia va a perdurar mientras existan madres de familia y vecinos que justifiquen, con argumentos de temor, el asesinato de gente “que se encuentra en el lugar equivocado y en el momento inoportuno, o simplemente tiene una prenda o un pensamiento distinto”.
Como suele pasar en Colombia, la violencia juega un papel principal en las relaciones sociales entre ciudadanos, ocultando los problemas de fondo con la aniquilación del otro y el silencio miedoso de los demás.
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