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La paradoja del crecimiento industrial

Una de las características del crecimiento industrial en la sociedad actual es el desarrollo tecnológico acelerado, que parece no detenerse. Tecnologías macro como la energía nuclear, la informática, las telecomunicaciones, la bioingeniería, la robótica, la electrónica, en sus diversos matices y combinaciones, hacen presencia en los diferentes procesos de producción.

Particularmente, la electrónica, como tecnología de punta, está presente en casi todas las actividades del quehacer humano; ningún proceso de producción escapa a esta influencia: la industria, la oficina, el comercio, la banca, las comunicaciones, el hogar, la medicina, la guerra. La automatización impacta a amplios sectores de la sociedad.

La automatización de los procesos de producción tiene muchas implicaciones. En primer lugar, está su efecto desastroso sobre el empleo, pues es obvio que lo que se busca es producir más con menos personas. Lo que antes se hacía con decenas de obreros, hoy se hace con uno. Basta recordar lo que eran la tabulación, el kárdex, los inventarios, los sistemas de cálculo y otras labores de oficina, ahora ni siquiera conocidas por personas menores de 30 años. Ya se han desarrollado sistemas que integran la información y la procesan en milésimas de segundo. ¿Recuerda algún lector un caso en el que, como resultado de la modernización industrial, se hayan generado empleos?

Como consecuencia adicional, estos sucesos tecnológicos llevan a que el Tercer Mundo no interese ya como fuente de mano de obra barata, pues lo que se hace con 10 ó más obreros de las colonias ahora se hace en la metrópoli con uno solo pero más calificado y que maneja una máquina de alta tecnología. Si por algo continúan siendo atractivos los países coloniales es por la permisividad en la disposición de residuos, por la liberalidad en la seguridad ocupacional (es más fácil enfrentar una demanda laboral por lesiones en Colombia que en Estados Unidos) y por las prerrogativas económicas que alcanzan las grandes multinacionales en el campo de los impuestos y las tramoyas financieras. Uno de los espectáculos de un centro de diversiones en Estados Unidos es apreciar a través de una urna de cristal la producción de cervezas enlatadas, a alta velocidad y en la que no se observa ni un trabajador.

Nuestra ubicación en el mundo tecnológico

¿En cuáles de las mencionadas macrotecnologías es sobresaliente Colombia? A partir de este cuestionamiento y del impacto real y permanente de la automatización sobre el empleo o, mejor, del desempleo, más grave aún en países neocoloniales como el nuestro, ¿cómo es posible que un gobernante contemple en su programa la creación de dos millones quinientos mil empleos? Que esto lo diga una profesora o un profesor astral en un programa radial matutino movería a risa si no fuera por el drama que esto representa para quienes padecen el desempleo; pero que sea el plan de alguien que rige los destinos de una nación sólo llama al asombro y el desconcierto. Estamos seguros de que desde la Casa de Nariño no se le va a devolver apogeo al sistema capitalista, porque su crisis es de carácter mundial y sistémico. La economía científica no lo admite y ni siquiera cuadra en las cuentas simples. Más aún cuando hasta la fortaleza agrícola se perdió –si es que alguna vez se ha tenido– como resultado de la traición y los intereses particulares.

En lugar de discursos, en los cuales tal vez el ego enturbie la visión de la realidad, se puede lograr más llamando a los pequeños y los medianos industriales del país a proceder con cautela para enfrentar este mundo globalizado y en crisis. En igual forma, se debiera alertar a la población para que se prepare ante lo que le espera. Fuera algo de celebrar si al menos ningún colombiano pierde su empleo en los próximos cuatro años. Pero esto tampoco sucederá. En el juramento de posesión de los funcionarios públicos se establece que el pueblo puede demandarles el cumplimiento del mandato. Como mínimo, la conciencia moral debiera conducirlos a ceder el paso.

Al menos el gobierno anterior cumplió porque sus cuentas las hizo en número de muertos y desterrados. La guerra es otra opción que tiene el capitalista, pues ésta implica, por un lado, la venta de armamento, que es una gran industria mundial, además de la destrucción para volver a construir, así como la penetración de mercados, peleados al mismo estilo con el que lo hacen los “dueños de las plazas” de droga en los barrios populares; esto lo sabe muy bien el imperialismo, y ningún otro fin tiene la presencia de bases militares estadounidenses y sus tropas fuera de sus fronteras. No ocupan para matarse ellos mismos: los muertos los pone siempre el país ocupado, y la destrucción la padecen los habitantes de país que dicen “liberaran del mal”.

El problema de las ganancias

Si el trabajo humano es lo que crea valor, mientras más artículos se produzcan en la jornada laboral, menos contenido de valor tendrá cada uno. Si antes en ocho horas se producían 10 artículos, cada uno llevaba un décimo del contenido del valor, y si ahora, como resultado de la aplicación de tecnología al proceso, en el mismo tiempo se producen 100, resulta que cada unidad terminará representando un centésimo del valor (claro, el capitalista quiere producir más). Como consecuencia, para recuperar el décimo que antes lograba con uno, ahora tiene que alcanzarlo vendiendo 10, lo que demanda cada vez mayor esfuerzo; se centra la tensión en las ventas; se idean promociones. No se puede dejar de producir más porque se aumentan los costos, y, si no se vende más, tampoco se realiza la ganancia. El capitalista siente que no recupera la inversión hecha en tecnología. Sufre el dueño del capital financiero porque en el riesgo de su socio ve su propia suerte. Todo esto se produce porque el mercado y el crecimiento son infinitos; el desempleo mismo hace disminuir los compradores, también empobrecidos; pero el burgués tiene que ser consecuente con una de las esencias de su sistema: la producción por la producción. Esto actúa como trampa de la cual no puede salir: esta es su paradoja.

El capitalista piensa que al producir más artículos en menos tiempo va a ganar en el mercado como resultado del menor valor respecto al tiempo socialmente necesario. Parte con una cuchara virtual grande pero, al meterla en la olla, ésta se ha vuelto chica como resultado del desarrollo tecnológico de los otros productores, lo que le obliga a meterla más veces, a mayor velocidad, para alcanzar lo mismo que antes ganaba. En conclusión, en cada artículo producido masivamente se ve disminuida la tasa de ganancia. Los productores de maquinaria no la venden a un solo cliente y al final muchos alcanzan la misma base tecnológica.

Sobre la pretendida multiplicación del empleo, se configura además el engaño a la sociedad en las dimensiones de las necesidades básicas; es particularmente descarado lo que ocurre con la educación, porque las familias y las personas hacen un gran esfuerzo y se someten a privaciones para sacar adelante sus hijos; pero es seguro que no encontrarán trabajo asalariado, por muy calificados que ellos estén.

Paradójico resulta también que la población sufra al esperar la recomposición del agotado sistema capitalista o que un patrón le dé una coloca o que un politiquero le traiga recursos para paliar su situación. Tales paradojas nos llevan a reflexionar sobre qué hacer para romper la pasividad que campea en nuestra sociedad.

Sin duda, estamos ante el momento de reaccionar. Es hora de acciones cooperativas en las cuales se tenga como objetivo mejorar la condición de vida de quienes trabajen en ellas. Es tiempo para las ollas comunitarias, de la agricultura urbana y doméstica, de la siembra de plátanos y árboles frutales en zonas públicas. La otra opción es creer que el capitalismo recuperará su época de esplendor –nunca conocida en Colombia– y que habrá empleo para todos los que aquí habitamos.

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