El comportamiento de los precios internacionales de los productos básicos de los alimentos depende en gran medida de la desmedida voracidad de quienes se lucran con el negocio de las importaciones-exportaciones. Todo atenta contra la seguridad alimentaria.
El presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, destaca en un artículo publicado el 6 de enero de este año en el periódico The Financial Times las intenciones de Nicolás Sarkozy, presidente de Francia, de elegir la volatilidad de los precios de los alimentos como tema prioritario de su recién asumida presidencia del Grupo de los 20 (G-20). Esta preocupación se extiende rápidamente, hasta el punto de que el Boletín interinstitucional número uno de Cepal-FAO-IICA, publicado en marzo de 2011, fue dedicado al asunto, con el título “Volatilidad de precios en los mercados agrícolas (2000-2010): implicaciones para América Latina y opciones de políticas”.
Es explicable que el alza ininterrumpida del índice de precios de los alimentos en los últimos ocho meses (superando, incluso, en algunos casos, los niveles alcanzados en la crisis de 2008) llamara la atención de las autoridades de los organismos multilaterales, pero no es tan claro, por lo menos de forma inmediata, por qué se remarca el problema de los cambios bruscos y frecuentes de tales precios (que eso es lo que se entiende por volatilidad), y no la tendencia al alza que se presenta desde 2005, invirtiéndose el comportamiento bajista que por tres décadas experimentaron los valores de los productos agropecuarios (en febrero de 2011, el índice de precios de la FAO alcanzó el máximo nivel de los últimos 20 años, al situarse en un promedio de 236 puntos).
Quizás encontramos la pista en otra declaración del propio Zoellick, para quien “las restricciones a la exportación acentúan la volatilidad de los precios de los alimentos. Idealmente, los países no debieran imponer prohibiciones a la exportación”, que, en otras palabras, no es más que una queja y un intento de señalar prohibiciones como las de Rusia a la exportación de trigo en agosto de 2010, luego de las intensas sequias del verano de ese año como causa de los abruptos cambios de los precios.
Ganancias vs. seguridad alimentaria
La decisión de las autoridades rusas en ese momento les disgustó a negociantes y autoridades internacionales, y asimismo a un número significativo de productores rusos, que argumentaban que perderían parte de sus clientes externos, sin consideración por el derecho de sus connacionales a la alimentación. Ello nos lleva directamente al problema del aumento de los riesgos en el suministro de alimentos que representa especializar la producción agropecuaria hasta el grado que hoy alcanza. En efecto, concentrar la producción en pocos espacios aumenta las probabilidades de que una alteración climática termine por afectar severamente la suerte de millones de personas.
Haber trasladado acríticamente las estrategias de la producción industrial a la de bienes básicos empieza a pasarle factura al sistema. El señor Zoellick y sus congéneres deben entender que no es la prohibición episódica de las exportaciones de materias básicas lo que provoca la volatilidad y el alza de sus precios sino la estructura concentrada de la producción y los riesgos que esto implica, en la misma forma que la exacerbación de la condición mercantil de este tipo de producto facilita el oligopolio en su comercialización y el subsecuente juego especulativo de la titulización de las cosechas en los mercados de futuros. Dicho de otro modo, la especulación es posible tan solo donde la mercantilización alcanza niveles importantes y la incertidumbre tiene un papel significativo. Por ello, controlar la especulación significa necesariamente reducir la incertidumbre o desmercantilizar el producto. Y eso, en el caso de la producción agropecuaria, pasa por desconcentrar la producción y priorizar el autoabastecimiento, independientemente de los precios de producción y de los márgenes de ganancia.

Si observamos los principales cereales, podemos ver hasta dónde llega el proceso de concentración de la producción. En el caso del trigo, el 71 por ciento del producto lo generan 11 países, de los cuales cinco –China (17%), India (12%), Estados Unidos (10%), Rusia (8%) y Canadá (4%)– cubren poco más de la mitad del total mundial, correspondiéndole otro 20 por ciento a Australia, Francia, Alemania, Turquía y Ucrania juntas. De la producción total, el 20 por ciento se exporta, con Estados Unidos como principal exportador (22% de las exportaciones totales), seguido de Canadá (14%), Rusia (11%) y Australia (10%), lo que significa que cuatro países cubren el 57 por ciento. Y si incluimos a la Unión Europea como un todo (14%), en esas cinco regiones se concentra el 71 por ciento de la oferta comercializable.
La situación del maíz no es diferente. El 80 por ciento de la producción se concentra en 10 países: Estados Unidos (40%), China (20%), Brasil (6%), México (3%) y, sumados, Argentina, Francia, India, Indonesia, Italia y Sudáfrica, otro 11 por ciento (menos de 2% en promedio para este conjunto de países que logran clasificar entre los principales). El mercado internacional está todavía más concentrado que la producción, pues sólo tres países cubren el 80 por ciento: Estados Unidos (54%), Argentina (16%) y Brasil (10%).
En cuanto al arroz, se concentra en siete países asiáticos que producen el 82 por ciento del total mundial; China (30%), India (22%), Indonesia (8,5%), Bangladesh (7%), Vietnam (5,5%), Tailandia (4,5%), y Birmania y Filipinas, cada uno con 2,3 por ciento. El 81 por ciento de las exportaciones está cubierto por apenas cinco países: Tailandia (33%), Vietnam (19%), Estados Unidos (12%), Paquistán (9%) e India (8%).

Los límites sí existen
Que la Tierra tiene una superficie limitada es una simpleza que no se debe enfatizar. Pero hacerles entender a las economistas convencionales algo tan elemental es tarea titánica en la que aún se enfrascan los mejores cerebros del ambientalismo. Por tanto, y porque la producción de biomasa por unidad de superficie no puede crecer indefinidamente, es claro que los productos extraídos de la naturaleza tienen límites, lo que ahora comienza a ser entendido a regañadientes por una minoría, sin olvidar que, además, los efectos de una producción intensiva no alcanzan a ser reciclados por la naturaleza sin efectos negativos visibles. El Cuarto Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), publicado por la ONU en 2007, fue tajante al expresar: “Las investigaciones disponibles parecen indicar que aumentarán apreciablemente las precipitaciones de lluvia intensas en numerosas regiones, en algunas de las cuales disminuirán los valores medios de precipitación. El mayor riesgo de crecidas que ello supone plantearía problemas desde el punto de vista de la sociedad, de la infraestructura física y de la calidad del agua. Es probable que hasta un 20 por ciento de la población mundial llegue a habitar en áreas en que las crecidas aumenten posiblemente de aquí al decenio 2080. Los aumentos de la frecuencia y la gravedad de las crecidas y sequías afectarían negativamente el desarrollo sostenible”.
Pues bien, el ya reseñado estudio de Cepal-FAO-IICA muestra que en América el fenómeno no se hace esperar. En las gráficas que se reproducen aquí, tomadas del boletín publicado por esas entidades, es claro que sequías e inundaciones vienen en aumento, dando pie a la volatilidad de las cosechas y además a su precio. Para el caso latinoamericano, se estima que los rendimientos globales de los cereales pueden caer hasta un 10 por ciento hacia 2020, y 30 hacia 2050. Esto, sin contar que la producción agrícola está entre dos picos, el del petróleo y el del fósforo, dos productos significativamente complementarios del modelo agropecuario actual. En cuanto al petróleo, por fin se acepta que, dado su carácter de no renovable, la producción comenzará tarde o temprano por decaer (ese comportamiento se denomina pico o cenit del petróleo), y hoy sólo se discute la fecha de la iniciación de su declive, y la Agencia Internacional de la Energía (AIE) ha señalado a 2006 como punto de ese comienzo. El planteamiento inicial, debido a M. King Gubert, se ha utilizado en el estudio de otros recursos no renovables, como el que hicieron Patrick Déry y Bart Anderson sobre el fósforo, con la conclusión de que éste empezó su fase de declive en 1989. Con transporte y fertilizantes estructuralmente al alza, no se entiende por qué las políticas agropecuarias no son más reflexivas y prudentes.
El mercado o la vida
Queda claro que las respuestas de la oferta a una demanda creciente serán cada vez más estrechas. En la última década, la cosecha de cereales pasó de 1.800 millones de toneladas a poco más de 2.200, mientras en el mismo período las reservas decrecían de 2.100 a 500 millones de toneladas, apuntalando aún más los factores de incertidumbre que les facilitan a los especuladores apostarle al alza.
La propuesta de Francia de crear un índice de asimetrías para los intercambios internacionales y los reclamos sobre la creación obligada de reservas estratégicas son síntomas claros de que las señales que envía el mercado son equivocadas cuando de lo que se trata es de productos agrícolas sustanciales para la vida. Que el 30 por ciento del maíz norteamericano se esté convirtiendo hoy en agrocombustible refleja que el ciego mercado es incapaz de distinguir entre lo superfluo y lo vital. Por ello, reversar la especialización y planificar la producción y el destino de las materias básicas se empieza a mostrar como un imperativo moral.
El Banco Mundial estima que la actual destorcida de los precios sumará a la población hambrienta una cifra cercana a los 47 millones de personas, sin que esto le preocupe a alguien, a no ser para seguir afirmando que no se deben cerrar los mercados internacionales. El abandono de la producción campesina por parte de Estados Unidos y la reducción de la cooperación internacional a la agricultura de los países más pobres es evidencia de que la mercantilización de la agricultura está en un punto muy alto. Pero en la preparación de la nueva Política Agraria Común (PAC) –la norma que rige a la Unión Europea– se dan pequeños y tímidos pasos a que la agricultura se vea desde otra perspectiva. Igualmente, en la Farm Bill 2012 de Estados Unidos, se aprecia algo en el mismo sentido, pues, a diferencia de las economías sometidas, los países desarrollados entienden que el abastecimiento de alimentos es un asunto de seguridad nacional.
El caso colombiano es un calco de las otras economías subordinadas. Mientras en los 90 del siglo XX importábamos el 15 por ciento de los cereales que consumíamos, hoy esa cifra es cercana al 60, y la participación de la importación de alimentos en la totalidad de las compras externas pasó de poco más del 5 al 25 por ciento en el mismo período. El argumento que sostenía que ganábamos al cambiar maíz colombiano por maíz gringo, porque nos comíamos los subsidios de los estadounidenses, hoy se muestra en toda su dimensión bufonesca no sólo por la tendencia de largo plazo en el alza de los precios sino igualmente por los riesgos en los suministros.
Tal como las organizaciones campesinas mexicanas le exigen a su gobierno la emergencia agroalimentaria, la creación de reservas estratégicas y elevar a política de Estado la soberanía y la seguridad alimentarias, los movimientos alternativos debieran ser más enfáticos y remarcar este tipo de propuestas como lo esencial de sus programas, agregando que a los promotores de los monocultivos de exportación se les declare delincuentes de lesa patria y lesa humanidad.
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