Alentar el tránsito de una ciudad que despedaza o niega posibilidades en forma sistemática a decenas de millares de vidas, hacia otra, en la que los seres humanos puedan florecer, es el colosal reto que enfrenta el nuevo gobierno de Bogotá. La administración distrital se ha propuesto realizar una revolución educativa que potencie las capacidades imprescindibles para cesar el círculo infernal de la devastación, e impeler la espiral virtuosa de la sanación y el cuidado de la vida.
Pero una cosa es querer y anunciar una transformación en profundidad del orden imperante y otra, muy diferente, es promover las dinámicas capaces de variar las circunstancias concretas que caracterizan la educación, tal como sucede en el día a día. Si no se afectan los ejes de las condiciones realmente existentes, de poco valdrá construir más edificios y agregar nuevos ciclos educativos.
La educación en Bogotá se caracteriza por una tremenda heterogeneidad unida de manera histórica a la sociedad estratificada, segregadora y destructiva que aún hoy prevalece. En la realidad actual conviven ínsulas virtuosas en las que maestros y estudiantes encuentra todas las condiciones para consagrarse a la evolución de los espíritus, y vastos campos de concentración en los que las almas naufragan con el abrumador peso inercial de una lógica instruccional insensible a la singularidad de cada estudiante y desconectada de las posibilidades y retos del devenir local y global. Son pequeños espacios presididos por el amor a la formación de seres libres y creadores, y extensas edificaciones gobernadas por un feroz ánimo de lucro que no duda un instante en vender ilusiones, títulos inútiles o soberbias a cambio de engrosar la caja de los dividendos. Pequeños y sagrados territorios de liberación de los espíritus, y enormes complejos destinados a reproducir la dimensión feroz que nos habita y las mil esclavitudes que convierten a cada ser humano en su propio carcelero o victimario.
Si no se vencen los poderosos intereses grupales que, cuando deliberan sobre educación –en este tiempo de agonía y génesis en el que la educación tendrá que variar de modo radical–, no llevan grabado con fuego en su corazón lo que Martí esclareció para siempre: “Quien dice educar, ya dice querer/ La enseñanza ¿quién no lo sabe?/ Es ante todo una obra de infinito amor”, si no se vencen esos intereses grupales, decimos, las medidas que se tomen y los programas que se adelanten no podrán alentar la revolución anunciada. Los informes repletos de cifras y las palabras elocuentes continuarán ocultando, entonces, una realidad educativa que soslaya la creación de capacidades esenciales para la vida digna, libre y creadora.
En la mayor parte de las aulas imperan el tedio, el aprendizaje de la docilidad y la asfixia de la curiosidad natural, resultantes de una dinámica absurda en la que los profesores inician su labor con la obligación de cumplir programas que inhiben la posibilidad de conocer a sus estudiantes, apoyar el cumplimiento de sus vocaciones y ensayar métodos que fortalezcan sus aptitudes singulares.
Inmensas dificultades…
Reducir sin contemplaciones los planes de estudio y los contenidos de las asignaturas, y erosionar la generalizada lógica docente que privilegia la transmisión de contenidos que se deben memorizar, es ineludible para poder dar el paso a un proceso educativo que estimule el conocimiento de sí mismo en cada estudiante; enseñe a observar, a escuchar y leer; desarrolle la facultad de valorar lo valioso y no valorar lo no valioso; despierte la sed insaciable de saber, desate el vuelo audaz de la imaginación creadora, embriague con las mil formas de la belleza gestadas por el espíritu humano y potencie las diversas capacidades.
Este tránsito crucial en el sentido de la educación difícilmente podrá tener lugar con salones de clase de 40 o 50 estudiantes, y la obligación profesoral de cumplir con jornadas extenuantes y programas inclementes que reducen la comprensión del pasado a fechas y personajes, los misterios de la lengua a reglas de acentuación, y el milagro de la vida a los componentes de la célula. Eliminar el miedo a perder las asignaturas es esencial para que los profesores asuman el desafío de abordar los temas con las potencias seductoras de la razón y el encantamiento, y para que los estudiantes abandonen el expediente ingenuo de creer que estudiar es pasar materias.
Sin acometer la compleja empresa, tan imprescindible, como largo tiempo postergada, de convertir a los profesores en maestros no podrá haber revolución educativa. Este emprendimiento no se puede surtir con el recurso de las maestrías y los doctorados, que fueron convertidos en buena parte en una apetitosa fuente de ganancias por las universidades convertidas en centros comerciales, oferentes de titulaciones, y los docentes más preocupados por los escalafones y los rangos salariales que por descifrar las claves del oficio de la luz.
Las maestras y los maestros que hoy habitan en el territorio se han labrado con la fuerza invencible de una pasión arrasadora por aprender las artes sutiles de la enseñanza. Una voluntad amorosa consagrada a la tarea de mejorar de manera sostenida las condiciones de labor de los docentes es necesaria en la alquimia que conduzca a la formación de un organismo social capaz de humanizar una ciudad anestesiada frente al absurdo, el atropello y el espanto.
Extraordinarias experiencias de diverso alcance, como la Modificabilidad Estructural Cognitiva, ensayada por el gobierno de Lula en Brasil; la Escuela Itinerante de Maestros de Alejandro Sanz de Santamaría en Colombia y la Universidad Nativa del CRIC en el Cauca revelan que es posible hacer mucho con muy poco, variando la lógica tradicional del hacer poco con mucho o, lo que es peor, causar estragos con los recursos sagrados.
Liberar el tiempo de los profesores para que puedan repensar su labor, reconocer el trabajo que realizan sobre el quehacer de cada estudiante, multiplicar las bibliotecas y videotecas que enriquecen el oficio de enseñar, multiplicar la oferta de talleres con maestros excepcionales, son líneas de acción que pueden aportar en la decisiva tarea de conformar un cuerpo social de maestros capaces de mutar una sociedad en una generación.
El regreso al orden natural tendrá que ser una divisa que insufle cada molécula del colosal emprendimiento de revolucionar la educación. Los abuelos, los verdaderos abuelos de todas las edades, que conocen y sienten la tierra y las plantas de conocimientos, bien pudieran guiar este retorno en el que nos va la vida. Aturdidos y extraviados por el despiadado bombardeo publicitario de un modo de vida –que en realidad es un modo de muerte– y que produce, como dijera el gran Federico García Lorca, “seres que hablan, miran y comen, pero están muertos”, precisamos el regreso a un orden natural, un orden que emerge con fuerza incontenible en el mundo entero, como un paso ineludible para continuar la aventura de la vida.
…y grandes perspectivas
Lo que aún sobrevive de los Cerros Orientales de la capital pudiera ser convertido en la Universidad Alter Nativa, que, con el principio ancestral que dice que “la escuela es el territorio”, serviría para nutrir ese retorno al orden natural en toda la educación. Una revolución no se hace sin interpretar el mundo que fenece y el mundo que emerge; sin escuchar las fuerzas que portan en sí las transformaciones requeridas. Decenas de millares de jóvenes han comprendido el vacío y el engaño de un proceso que se les ha vendido como educación pero que en realidad arrasa la existencia. Esos millares y millares de jóvenes, que hoy se levantan en el mundo entero, han comprendido también el valor de las sabidurías ancestrales en la sanación y el cuidado de la Tierra, y en el aprendizaje de formas de vida desligadas de la enfermedad consumista y fundadas en la cooperación. Esos jóvenes anhelan aprender los millares de oficios requeridos para sanar y cuidar la vida, oficios que les permitan vivir con dignidad, y no estudiar profesiones con las que primero los esquilman y después los arrojan a la degradación que se les exige para ascender en la escala del ingreso, bajo la amenaza del desempleo.
La Universidad Alter Nativa bien pudiera nutrir todo el proceso de salud preventiva que en sí mismo es otra dimensión revolucionaria de Bogotá Humana Ya, y también todo el complejísimo y delicado proceso conducente a crear entornos saludables y espacios de afecto para 360.000 niñas y niños que hoy enfrentan el desamor, la violencia, y el encauzamiento por sendas infernales que los conducen a la delincuencia, la prostitución y los abismos de las adicciones.
La vasta tarea de revolucionar la educación no será posible sin incorporar la cooperación como principio rector. No será posible la revolución mientras los saberes y los logros pedagógicos no se compartan, mientras las instalaciones permanezcan subutilizadas, forzando la destinación de los recursos preciosos a más edificaciones de concreto. No podrá haber revolución educativa sin tener en cuenta lo que sucede en los hogares y en los barrios, sin extender la educación y las bibliotecas a los hogares, a los trabajadores, a las madres, a los parques.
El cuidado del detalle tendrá que ser otro principio fundante de un proceso revolucionario en la educación. Las ideas más brillantes pueden ser convertidas en desecho si el máximo cuidado no acompaña la implementación de las mismas. ¿Para qué sirven, por ejemplo, las bibliotecas si no se cuida la calidad de los libros que las habitan? ¿Para qué pueden servir si no hay voces, manos y oídos amorosos que puedan guiar y alentar a las niñas y los niños a descubrir los maravillosos universos contenidos en los libros?
Los principios y las medidas propuestas en el terreno de la educación exigen un conocimiento profundo y una deliberación ciudadana que permitan un acompañamiento constructivo y creador del colosal emprendimiento: alentar una educación pública de genuina calidad.
Una educación que no sólo garantice la inclusión de la amplia franja de población condenada desde antes de nacer a enfrentar terribles condiciones de miseria material y espiritual sino que además potencie las capacidades de toda la población para habitar el territorio en un nuevo escenario global que se caracteriza por telúricas movilizaciones ciudadanas, detonadas por la crisis irremediable del orden económico imperante y el surgimiento de una economía poscapitalista; la degradación ética promovida por el dinero como valor supremo que absorbe la mayor parte del pensamiento global, y los devastadores efectos de un cambio climático que exige variaciones radicales e impostergables en nuestras formas de valorar, pensar y actuar.
Acometer el audaz emprendimiento de revolucionar la educación exigirá, entonces, poner en marcha un vasto proceso participativo. Hay miles de labores y de ideas de singular valor para el proceso que precisan ser escuchadas, apreciadas, apoyadas e incardinadas en el proceso de transformación. Creemos que, junto al reto de desatar la participación ciudadana, existe también la responsabilidad de alimentar el proceso participativo con el saber decantado de quienes han consagrado su vida a la educación y asimismo a reflexionar sobre la misma. Gran despilfarro fuera no escuchar ese Consejo de Voces y nutrir con su saber el proceso de participación ciudadana. Los abuelos nativos José Pereira y Juan Muelas, Juan Carlos Bayona, Alejandro Sanz de Santamaría, Tatiana Roa, Margarita Garrido, Guillermo Páramo, Salomón Kalmanovitz, Patricia Ariza, Adriana Córdoba, Gonzalo Arcila, Ana Casillas, Guillermo Solarte, Rubén Jaramillo, Leopoldo Múnera, José Fernando Isaza, Marco Raúl Mejía, Mauricio Sanabria, Embert Estefen, Renán Vega, Ángel Nogueira, Helena Alviar, William Ospina, Vera Grabe, Jorge Aurelio Díaz Ardila, Juan Manuel Charry, Víctor Manuel Neira, la coordinación del Mane, son, entre otros, seres con excepcional capacidad para enriquecer un rumbo de transformación profunda de la educación imperante.
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