Del otrora esplendoroso poder capitalista van quedando sólo torres aisladas como resultado de la erosión propia de su competencia atroz. Las zonas erosionadas van siendo ocupadas por otros delincuentes, un lixiviado social, subproducto de desecho del sistema. Las cúspides son cada vez más altas, más delgadas, menos sólidas y con graves problemas de corrosión en sus bases, en tal forma que sus ocupantes corren el riesgo inminente de caer sobre el fango, con estructuras y todo.
Los esfuerzos del capital mundial para evitar su desastre parecen infructuosos. La burguesía observa impotente cómo se derrumba su sistema. La izquierda, perseguida y derrotada, observa, también impotente, que sus propuestas no se consolidaron como opciones de solución. Mientras tanto, los espacios abiertos que deja la erosión social son copados por el micromundo de las mafias que imponen un modelo económico cercano a la esclavitud y la barbarie. En la lucha de la oligarquía contra la izquierda, resultó peor el remedio que la enfermedad.
En los barrios se ha impuesto la economía extorsiva; las plazas de la droga son dirigidas por muchachos ajenos al vecindario; miembros de la policía participan en su asignación; se determinan toques de queda, horarios límites para salir en la noche y paros de buses. Se establece hasta la forma de vestir. Ahora se habla del control sobre cuáles son marcas de productos que se pueden comercializar en la zona. Algunas jóvenes, sometidas y próximas a la esclavitud sexual, obligadas y abandonadas, contribuyen a incrementar los ingresos de proxenetas locales. La población vulnerable es abusada, sin posibilidad de protesta ni de escape.
El mundo de las marcas se expande por el tercer mundo con mecanismos inspirados localmente en las convivir, el paramilitarismo mundial, las mafias transnacionales, los capos políticos, que consideran a la política más rentable que un embarque de drogas y que vieron en el enriquecimiento ilícito de los corruptos su mejor opción, y juntos asaltan como bucaneros las arcas públicas.
Intelectuales de vida cómoda, analistas políticos bien pagos, actuando bajo los límites de un director, hablan categóricamente y con superficialidad de un país que no viven y desconocen. Así se forman opiniones mediáticas y se delinean pensamientos que se establecen como verdades. Los ciudadanos que pueden se refugian en el mundo ficticio de las urbanizaciones cerradas, que, como ciudades amuralladas, les permiten vivir en una ciega seguridad temporal cada vez más costosa; sus hijos juegan prisioneros en los espacios reducidos de la mezquina arquitectura optimizada –si salen les roban la bicicleta. Todo se consigue en su interior, menos el trabajo, y hay que enfrentar el terror externo de la ciudad real.
Uno de los propósitos de la anterior Presidencia era convertir a Colombia en un “país de propietarios”. Ahora los semáforos, las aceras y las calles tienen dueños que definen quiénes pueden trabajar en estos sitios, y cobran por los derechos y la protección. La otra delincuencia, la emergente de pequeños capos, no persigue objetivos fundacionales para la sociedad (como hablaban los de Ralito), no buscan contratos sociales, carecen de una filosofía política para definir el Derecho, son una turba cuyo propósito es aprovechar, mediante una economía extorsiva, los resquicios del abandono estatal y del deterioro del poder del capital.
Es necesario que el pueblo colombiano, el de a pie, se prepare para enfrentar los retos de pobreza, violencia y hambruna que se le aproximan. Una solución a esto no está dentro de los propósitos estatales ni en el contenido de la agenda de paz. Un acuerdo social debiera servir para lograr el bienestar y la felicidad de las personas.
Leave a Reply