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El teatro, la peste y sus sombras

El teatro, la peste y sus sombras

Ante la pandemia el teatro como espectáculo vivo se ve obligado, a regañadientes, a refugiarse en la virtualidad. En una sociedad capitalista salvaje como la colombiana, sin políticas públicas claras que le permitan salir de su habitual precariedad, el mundo de la escena se siente más afectado que nunca. En medio de la crisis los artistas luchan por sobrevivir mientras esperan una respuesta estatal firme que vaya más allá de la gaseosa ‘economía naranja’.

 

Y está bien que de tanto en tanto se produzcan cataclismos que nos inciten a volver a la naturaleza, es decir, a reencontrar la vida. Antonin Artaud

 

Vivimos en la actualidad la más alta crisis de nuestra civilización, en estado de incertidumbre permanente. El suspenso y el miedo son las arenas movedizas a las que nos ha arrojado la pandemia en todo el orbe. La amenaza de ésta catástrofe global ha paralizado a gran escala los decadentes cimientos productivos y organizativos de la sociedad, el Estado y el capital. Y en ese desajustado orden, los primeros afectados en la creación de bienes inmateriales y simbólicos, hemos sido los sectores teatrales independientes.
El golpe sorpresivo propinado por el covid-19 sin duda agrieta de manera más profunda nuestras endebles posibilidades de lucha, para poder encontrar en el sistema capitalista mejores condiciones de supervivencia artística. Nuestra vida cotidiana de ensayos, laboratorios y búsquedas imaginativas se ha roto, al punto de situarnos en un desconcertante limbo de quietud y aciaga espera.

El teatro de actores, objetos o muñecos que siempre se caracterizó por ser un espectáculo vivo, cuya ceremonia se retroalimenta de la comunión ritual de comediantes y espectadores, de momento, ante la urgencia infecciosa, ha tenido que desplazarse de los escenarios a la nueva realidad virtual en la que todos estamos atrapados, para no quedarse en el aire y no desaparecer por completo, mientras retorna la tan prolongada y cacareada vuelta a “la normalidad”.

Por supuesto, ese emergente e inusual aterrizaje en las pantallas domésticas ha generado toda clase de interrogantes y controversias en los medios teatrales que no sólo desconfían de la virtualidad, sino que ven en ella su antítesis, la pérdida de su identidad presencial y la negación de su esencia, puesto que ella opera como un potente corazón de la teatralidad. Sin embargo, más allá de la pertinente discusión de su propio lenguaje escénico, lo real es que el peligro mortal del virus sitúa a la mayoría de la gente del teatro en un borde todavía más extremo de su precariedad.

La acción teatral en su funcionamiento como cuerpo colectivo, de por si es contraria al distanciamiento social. La clara y libre dicción de los actores no es devota del tapabocas. La multiplicidad de actos requiere la cercanía y la complicidad orgánica en la escena. De tal suerte, que al intentar generar contenidos virtuales no colocamos en situación de contagio al público, pero al actuar como ejecutantes de esas iniciativas en el escenario, si nos ponemos en riesgo nosotros mismos. Y quizás, ello no nos dé garantías de un “buen vivir” y si, tal vez, un “mal morir”, en el hipotético y trágico suceso de auto contagiarnos, y exponernos a las alarmas que desde hace un buen tiempo ponen en duda la capacidad de nuestro sistema sanitario, tan duramente castigado por las políticas del neoliberalismo.
Por otra parte, el cierre temporal de auditorios, espacios sociales y culturales, restringe la condición nómade y trashumante del teatro que también es un motor de su permanencia y supervivencia. El no poder viajar, limita –ahora más que nunca– la proyección y el alcance nacional e internacional de actores y directores con sus obras.

En consecuencia, la pandemia visibiliza el inestable renglón económico que el arte teatral en Colombia desde antaño ha sobrellevado, dado que la crisis de su sostenibilidad es anterior al virus y se recrudecerá mucho más después de que termine. Sin público, muchos espacios pequeños e independientes que remaban por mantenerse a flote en las altas mareas de la economía capitalista, estarán condenados a desaparecer. Y la gran mayoría de actores como personas naturales e informales que se negaron a desertar de su oficio, al volver a actuar, quedarán endeudados, desmoralizados y en suma, muy empobrecidos.

El capitalismo salvaje es un promotor implacable de la desigualdad sistemática, y los organismos reproductores del poder desde el Estado, aún con las mejores intenciones, no pueden escapar a esa feroz lógica. En materia cultural el Estado está preso, su actual dirección política es miope y nefasta. La conomía naranja como bandera publicitaria del Gobierno está fundada en los espejismos del mercado y el desarrollo del capital. Pretender que sea el sector bancario –que nunca se ha interesado por la cultura– quién salve a las artes de su bancarrota, no es más que una vaporosa ilusión, que quizás mitigue a un reducido sector empresarial de las llamadas industrias culturales, exitosas, masivas y ante todo faranduleras. Pero en rigor, lejanas al grueso de comediantes que viven en la aventura existencial del rebusque, o las efímeras conquistas artísticas que les depare su talento, su salud, sus contactos solidarios y la suerte temporal de sus logros.

Lo cierto es que hay un abismo entre las escasas entidades artísticas y culturales que cuentan con el respaldo de fondos privados, y los que dependen de la migajas de los entes públicos del paternal Estado, que entre otras cosas, cuando se dan, no siempre se distribuyen de manera justa y de buena gana.

La política del Estado ante el panorama pandémico solo se limita a cumplir con su funcionamiento mecánico, esto es, seguir al pie de la letra la normatividad burocrática, a la hora de ejecutar y distribuir el flaco presupuesto asignado por la cartera nacional. Es un Ministerio cultural que siempre ha estado por encima de los artistas y rara vez escucha la multiplicidad de sus voces, para que las políticas de turno sean ejecutadas de manera más democrática y ajustadas a sus verdaderas necesidades.
Sólo nos resta desear el pronto fin de la peste y esperar gracias a la re-existencia cultural que, no todo tiempo futuro sea peor.

2020, año de la peste.

* Fundador, codirector, dramaturgo y titiritero de la fundación de teatro y títeres “La Libélula Dorada” de Bogotá.

 

 

 

 

 

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Información adicional

Autor/a: Iván Darío Álvarez
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