
Ya está claro que el objetivo por lograr, superada la pandemia del coronavirus, no es el retorno a una tranquilizante normalidad. Según la Cepal, los resultados de al menos 15 años de lucha contra la pobreza y la miseria en América Latina ya son cenizas. En la región, la masacre de pequeñas y medianas empresas se calcula en más de dos millones y medio. El desempleo bordea un quinto de la población potencialmente asalariada, mientras el sector informal abraza a más de la mitad de los trabajadores y sus familias, resumen pandémico de una tragedia social en todas sus variables.
Todo empezó por los barrios de clase alta, por donde el covid-19 entró al país y rápido se trasladó hasta instalar su mayor letalidad en los sectores populares, aquellos con mayor pobreza e informalidad laboral, con sus enfermedades conexas: hipertensión, problemas cardiorrespiratorios, diabetes, obesidad y los peores sistemas de salud. Las grandes ciudades, con sus clases adineradas, rápido ajustaron su red de atención para responder a la pandemia, pero los pueblos intermedios y periféricos se encontraron sin condiciones mínimas para atender a los infectados: camas, especialistas, medicamentos, dotaciones médicas básicas. Para los demás, dependientes de la atención pública, la crisis de las UCI alertó en rojo desde los primeros meses de la alerta.
Es esta la imagen de una injusta realidad, pese a la cual no hay retorno posible a un pasado indeseable en el que se construyeron las vulnerabilidades que explican por qué los sectores populares aportan la mayor cantidad de víctimas. Además, las consecuencias de la pandemia profundizan todas las inequidades sociales derivadas de clase, género, etnia y territorio donde se vive. Superar estas vulnerabilidades creadas supone una agenda alternativa con múltiples temáticas que se retroalimentan.
Llamo la atención aquí sobre algunas de ellas, que aparecen ante la conciencia ciudadana con mucha fuerza emergente y el giro social al que invitan. Debemos articular la sociedad con base en la codependencia, el cuidado y la solidaridad, y no con base en el lucro, la acumulación y la mercantilización de la vida, la naturaleza y los cuerpos. La salud, en particular, se convirtió en un negocio que niega el derecho universal a su goce y lo hace depender de una sociedad que discrimina los derechos de las personas según los ingresos y las propiedades que se tengan. Por otra parte, las sociedades más equitativas del mundo, con mayor bienestar y seguridad, son aquellas que cuentan con sistemas públicos de salud y educación de calidad para todos. En cambio, la nuestra es un embudo que reproduce una de las sociedades más desiguales del mundo.
Son más los retos. Terminado el ciclo de la vida laboral, pocos pueden gozar de una pensión, con lo que abandonamos a las personas mayores a la miseria y la carga para las familias. “Qué le vamos a hacer si somos una sociedad sin recursos para el bienestar de todos”, nos dicen los gobernantes. Lo que tratan de ocultar es que, entre más riqueza y fortuna posee alguien, menos contribuye con los impuestos que financien la salud, la educación y las pensiones para todos, de tal manera que el sistema tributario es un dispositivo central de la “sociedad de privilegios”, interpuesto contra la “sociedad de los derechos y las oportunidades”. Finalmente, pero no de poca monta, mientras reproducimos las discriminaciones hipotecamos el futuro de nuestro país, de América y del planeta, entregados a la orgía de la devastación de la naturaleza para su exportación, manifestación culmen de un modelo de acumulación y de poder dispuesto al sacrificio colectivo ante el altar del lucro y de la comercialización de la vida, la naturaleza y el trabajo.
Las desigualdades mencionadas no son, por una parte, sociales, y, por otra territoriales. No. Son socio-territoriales. Es decir, las oportunidades para generar ingresos, acceder a bienes públicos en cantidad y calidad suficiente; gozar de infraestructuras, buenos servicios de salud y educación, agua potable y saneamiento básico, dependen del lugar donde se vive. De ahí que un país más incluyente, equitativo y sostenible requiere extender socio-territorialmente las oportunidades de desarrollo económico, bienestar social y democracia política. De lo contrario, la segregación territorial seguirá alimentando la pobreza, la ilegalidad y la violencia, o sea, las condiciones que profundizan los impactos inmediatos y duraderos de la pandemia.
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