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La alegría de no ver

La alegría de no ver

“Si la contradicción es el pulmón de la historia, la paradoja ha de ser,
se me ocurre, el espejo que la historia usa para tomarnos el pelo”.

Eduardo Galeano

(El libro de los abrazos)

 

La semana comprendida entre el tres y el nueve de octubre de éste año, la llamada opinión pública colombiana sufrió otro de los no pocos ataques de ciclotimia que acostumbra experimentar. Del abatimiento del lunes tres –con lloros públicos incluidos– por la derrota del No en el plebiscito realizado para refrendar los acuerdos entre el gobierno y la guerrilla de las Farc, pasó a la más exaltada euforia el viernes siete, cuando anunciaron la concesión del Premio Nobel de paz al presidente Juan Manuel Santos, por llegar a los acuerdos cuya refrendación había sido negada en las urnas. Del lado de los promotores del No sucedió lo contrario, y de un regocijo inesperado pasaron a una mal disimulada inquietud asustadiza por la reacción, tanto interna como externa, a lo que la mayoría de los inefables comentaristas, consideró un sinsentido histórico.

 

Luego de tales arranques emocionales, lo que seguramente nos espera, en un lapso relativamente breve, es el uniforme reposo de la indiferencia, y que en un agudo calambur santanderista los detentadores del poder cambien algo para que todo siga igual, en aplicación de esa archiconocida estrategia gatopardista, en la que las élites colombianas han adquirido una destreza sin par.

 

Más que las especulaciones sobre las razones que movieron a los del Sí o a los del No, o si las explicaciones del defenestrado Juan Carlos Vélez sobre las estrategias de los victoriosos negadores de los acuerdos, son muestra de que poseen un conocimiento agudo de nuestra pobreza y mezquindad mentales, llama la atención la rapidez con la que los voceros del poder encontraron argumentos para concluir que todos buscamos lo mismo, y que en realidad lo que el país había probado es que nos encontramos en el mejor de los mundos posibles, y que el camino a seguir es un pacto por arriba de los mismos con las mismas.

 

La declaración del Consejo Nacional Gremial a raíz de los resultados del plebiscito son, en ese sentido, un monumento más a la creencia de que en Colombia, mejor, imposible: “fue una jornada que enaltece a Colombia, donde una vez más se ha demostrado la fortaleza de sus instituciones democráticas y republicanas. […] Se debe asumir este resultado reconociendo que todos los que votaron, tanto por el Sí como por el No, desean la paz”. Y más adelante, citando frases de Uribe: “queremos aportar a un gran pacto nacional. Nos parece fundamental que en nombre de la paz no se creen riesgos a los valores que la hacen posible: la libertad, la justicia institucional, el pluralismo, la confianza en el emprendimiento privado, acompañado de una educación universal, de calidad, como cabeza de la política social”. Y para rematar: “Este gran acuerdo nacional debe, además, orientarse a preservar la estabilidad macroeconómica y fiscal. Colombia ha demostrado históricamente una gran responsabilidad en el manejo de su economía y de sus finanzas públicas. Tenemos la certeza de que en la actual coyuntura se preservarán estos valores que nos han dado un amplio reconocimiento internacional”.

 

Queda explícito en la declaración, como no podía ser de otra manera, dos cosas, de un lado, ese afán acomplejado de que lo importante es cómo nos miran desde afuera, y, del otro, que en el autoelogio del manejo macroeconómico no exhiben como argumento ningún resultado positivo para las personas, sino el orgullo de la obediencia a la ortodoxia y un llamamiento a la inmovilidad que parece encarnación del “alma colombiana”, y que normalmente es disfrazado con el eslogan de que “lo principal es la estabilidad”. Una estabilidad en la que las archi-citadas cifras de los 200 mil muertos del conflicto en los últimos años, los cuatro millones de desplazados internos y los 500 mil exiliados políticos, o las más de seis millones de hectáreas robadas a los campesinos, son simples notas al margen que no manchan su abigarrada mitología del sedicente buen-hacer y bien-estar de los colombianos.

 

El discreto encanto de la felicidad

 

Que Juan Manuel Santos, el mismo que acaba de ser galardonado con el Premio Nobel de paz, fuera el titular del ministerio de Defensa cuando el país sufrió, entre otros hechos de violencia oficial, la mayor intensidad de ejecuciones extrajudiciales por parte de los militares −eufemísticamente conocidas como “falsos positivos”-, el uso fraudulento del símbolo de la Cruz Roja en el rescate de Ingrid Betancur, incurriéndose en el delito de perfidia, y el bombardeo inconsulto a territorio ecuatoriano, sin olvidar, claro está, que el personaje fue relacionado con maniobras para derrocar el gobierno de Ernesto Samper en la década de los noventa del siglo pasado, es una paradoja más en este enrevesado país, en el que lo único extraño es que los hechos ficcionales de Cien años de soledad no adquieran realidad material ante nuestros ojos.

 

Entre los sucesos paradójicos de nuestro discurrir –aunque pueda parecer de poca monta–, bien vale la pena traer a colación que todos los años ocupamos un lugar destacado en las clasificaciones de los países más felices. Hecho que, al parecer, fue corroborado este año por mano propia, con la encuesta sobre el tema de la oficina de Planeación Nacional. Sin embargo, los resultados que uno supone debían ser destacados y recibidos con alborozo por los responsables de la gestión de lo público, quedaron envueltos en un vergonzante murmullo (casi silencio), quizá por el antagonismo que representan frente a la realidad de la vida material de los colombianos.

 

Uno de los muy pocos columnistas que aludió a la encuesta fue Antonio Caballero, quien centró sus críticas en el seguidismo de este tipo de “investigaciones”, y en la banalidad de los resultados (revista Semana, 21-08-2016). Citando a Simón Gaviria, director de Planeación –delfín, hijo de expresidente–, el mencionado columnista comenta: “La Ocde, explica [refiriéndose a las explicaciones de Gaviria], mide su felicidad tanto en términos económicos como en términos filosóficos: los de la eudaimonía de Aristóteles, que en griego antiguo quiere decir ‘plenitud del ser’, o, más brevemente, ‘felicidad’. Y en lo que a eudaimonía toca, nosotros ganamos: ‘Se evidencia –dice Gaviria– que Colombia tiene niveles de satisfacción con la vida por encima de los países de la Unión Europea”. Y prosigue Caballero “La imbecilidad no tiene barreras lingüísticas”. Para concluir, que los resultados son: “Obviedades previsibles. Que es mejor ser rico que pobre, etcétera. O a veces revelaciones sorprendentes: que la gente en Colombia es más feliz los lunes por la mañana que los viernes por la tarde. En todo caso, nimiedades”

 

Y en buena medida tiene la razón, pues muchos de los resultados en realidad son nimiedades, como que los adultos mayores pensionados son más felices y satisfechos que los no pensionados, o que los ocupados lo son más que los desocupados. Como, igualmente, es cierto que buena parte de las “conclusiones” son “obviedades”, como que las mujeres están más insatisfechas que los hombres, pues en un país machista no es extraño que quienes soportan dobles jornadas de trabajo y sufren discriminación, muestren mayor insatisfacción y niveles de depresión. Y si bien no es ningún descubrimiento que este país es sexista, por ello no deja de ser preocupante que nadie haya dicho, luego de conocerse los resultados de la encuesta, que “hemos comprobado objetivamente que en Colombia existe discriminación de género”, de forma análoga a como fue resaltado en los pocos titulares inspirados por el tema que “hemos comprobado que somos felices”.

 

La encuesta también muestra que “Las personas que se autorreconocen como pertenecientes a un grupo étnico tienen menores niveles de felicidad y satisfacción que los que no se autorreconocen como pertenecientes a un grupo étnico”, en otra comprobación de un hecho sabido, el del racismo, que pese a nuestro profundo mestizaje es exacerbado contra los indígenas, por ejemplo, que según la encuesta, cuando están fuera de sus territorios ancestrales, son los más infelices en nuestro país. Siguiéndolos en infelicidad los afrodescendientes.

 

Pero, lo que no parece tan obvio, es que sean los varones del estrato uno los que son más felices entre todos, y que los jóvenes clasificados en ese estrato lo sean más que los de los estratos cinco y seis, en un país en el que el 54,28 por ciento de los ocupados (11,6 millones de personas) gana menos o el equivalente a un salario mínimo, y el 67 por ciento de las familias tiene al menos una persona con mínimo una deuda, muy por encima del porcentaje promedio de América Latina (55 por ciento), según estudio de la consultora Kantar Worldpanel.

 

Asimismo es llamativo –aunque también parezca obvio–, que “Las personas que se enteran sobre la situación del país se encuentran más preocupadas y deprimidas”, pues esto conduce a preguntarse si, de ser válidos y representativos los resultados de la encuesta, ¿no será que la causa de nuestra felicidad es la ceguera sobre nuestra propia realidad?

 

La ceguera interesada

 

Aún menos divulgados y discutidos que los “obvios”, aunque no poco sorprendentes resultados de la encuesta sobre felicidad, fueron los de la aplicación del test de tamizaje de funciones frontales, empleado por la neurosicóloga Diana Matallana, para medir la capacidad de los colombianos para reconocer emociones en los otros.

 

En ese test, que hizo parte de la Encuesta sobre salud mental de 2015, y que reseñó el periodista Juan Camilo Maldonado Tovar en junio de éste año (El Espectador, 12-06-2016, versión electrónica), sólo el 19,7 por ciento de los colombianos puede reconocer los rostros que expresan miedo, el 21,8 por ciento los que muestran asco y el 27,4 por ciento los que tienen señales de tristeza. Y, lo que es más inquietante, tan sólo el 40 por ciento de los que participaron en la encuesta manifestaron tristeza o molestia por la agresión que sufría una persona mostrada en una foto.

 

Por lo contrario, el 91,5 por ciento identificó, sin duda, las expresiones de alegría y el 65,9 por ciento las de quienes no estaban especialmente emocionados, en una preocupante muestra de una ceguera sesgada hacía las situaciones negativas que, de ser significativa, haría de la “colombianidad” una identidad de lo insensible. Si sumamos a esto el afán mostrado de mirar hacia otros lados –mirar paja en ojo ajeno antes que viga en el propio, según el adagio popular–, tenemos que concluir que nuestro estancamiento político, por ejemplo, puede ser producto de una percepción deformada de nuestra realidad que nos muestra rosado lo que es negro.

 

La inercia y la aversión a los cambios ha alcanzado niveles que en su justificación rozan con la esquizofrenia. En el afán de velar la realidad para confundir, los analistas oficiosos mezclan a Putin, Trump, Maduro, Evo Morales, Marine Le Pen, Correa, Lula, en una mixtura a la que le asignan el nombre de populismo, con el fin de evitar cualquier diferenciación y poder situar, del otro lado, a los representantes del statu quo, para validarlos como la única posibilidad “seria”. Pues bien, el literato colombiano Héctor Abad, luego de hacer el mencionado ejercicio de mixtura, al comentar los resultados del plebiscito sobre los acuerdos entre el gobierno colombiano y las Farc, nos regala la siguiente joya argumentativa: “En realidad parecemos un pueblo muy adaptado al mundo contemporáneo, globalizado, y en el mismo trending topic de la Tierra: la insensatez democrática. […].

 

En Colombia, como en el mundo entero, la lucha democrática se juega entre una clase política vieja y cansada (bastante sensata, tan corrupta como siempre y desprestigiada por decenios de feroz crítica nuestra, de los “intelectuales”) contra otra clase política menos sensata, más corrupta que la tradicional, pero cargada de eslóganes y payasadas populistas” (El País de España, 3-10-2016). Allí es inequívoca la afirmación que la “insensatez democrática”, para los cultores del pensamiento único, consiste en no apoyar –con el voto, por ejemplo–, a la clase de los “corruptos sensatos”, acuñando un eslogan que seguramente le agradecerán, entre otros, Santos, Temer, Macri y los dirigentes de Partido Popular de su amada España, para sólo nombrar unos pocos.

 

Avanzaríamos un poco más, si además del calificativo de corruptos, fueran reconocidos para nuestra élite social y política los adjetivos de cruenta, ladina y negacionista pues, no son pocos los que rechazan la existencia de un conflicto armado, por ejemplo, y con ello la de desplazados por ese conflicto, a los que califican de “migrantes”. Son los mismos que justifican las ejecuciones extrajudiciales con el argumento de “que no estarían recogiendo café”. Si por ejemplo, aquellos que apoyaron el No por estar en desacuerdo con la justicia transicional y la ausencia de penalización con cárcel para los jefes insurgentes dijeran, “preferimos la guerra a la inexistencia de penas de privación de la libertad para los comandantes”, daríamos un paso en el sinceramiento de sus intereses y nos evitaríamos esguinces y manierismos hipócritas como los de que “todos queremos la paz”.

 

Ahora, el asunto asume un cariz más grave para los intereses del común si los resultados de la encuesta sobre la felicidad de los colombianos en realidad muestran que las clases subordinadas también están permeadas por el negacionismo, y que la mayor felicidad de los varones de estrato uno es consecuencia de que pese a su pobreza objetiva no la reconocen y son “no pobres subjetivos”.

 

Entonces, dado que la superación de una determinada situación empieza por su reconocimiento, la lucha contra la pobreza a través de la organización social obliga a los movimientos alternativos a un ejercicio titánico de comprensión y transformación cultural de las percepciones, como hasta ahora no ha tenido lugar. Por eso, sin pretender entrar en el campo de los analistas de las razones del voto por el Sí o por el No, creo que vale la pena hacernos preguntas como ¿Una parte importante del 65 por ciento de los que optaron por abstenerse en el plebiscito, no votaron porque desconocen la realidad y la gravedad de los efectos del conflicto sobre el conjunto de la sociedad? O, en caso de reconocerlos ¿son incapaces de sentir empatía por el sufrimiento de las víctimas? Independientemente de la pertinencia de las preguntas y del sentido de las respuestas, lo cierto es que la tarea de propugnar por un país más equitativo y solidario pasa por una interpretación más rigurosa del imaginario social de los grupos subordinados.

Información adicional

Autor/a: ÁLVARO SANABRIA DUQUE
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