En medio de la desatada crisis de gobernabilidad –y tal vez, de régimen– en que entró el país con el resultado del plebiscito, el grito que gana audiencia por todo el país, grito sin adjetivo, desnudo, con fuerza inusitada: es ¡paz!, ¡queremos paz! ¡Acuerdo ya!
En marchas que una y otra vez avanzan –a ritmo frenético– en diversidad de ciudades, pero también, en declaraciones que producen encuentros de los más diversos matices, la exigencia es idéntica: “queremos paz”, “queremos acuerdo ya”. La vía de la solución política se impone. Nunca, votar es todo.
Reclamo tan desnudo que hace creer que en el país del Sagrado Corazón de Jesús, todo el mundo entiende igual por paz. Que todo el mundo es apéndice del presidente Santos y le hace la segunda para que imponga su visión sobre la paz, que es la de su clase y élite: esa que brinda porque tras los Acuerdos –con una y con las otras insurgencias–, los banqueros y mercachifles tengan terreno libre para ampliar sus negocios y hacer imposiciones políticas a sus anchas. Nada más nefasto, y más despolitizante para la conciencia popular que admitir un coro a una sola voz con el Palacio de Nariño, el Capitolio y los grandes Gremios.
Tal vez en las pocas semanas de campaña plebiscitaria, y los días que siguieron hasta bien entrado octubre, miles, millones de connacionales, mujeres y hombres, jóvenes y adultos, tal vez han construido, favorecidos por las marchas y declaraciones, una idea, que la paz es una: el silencio de los fusiles. Más, como sabe cualquier estudiante de primer semestre de ciencias sociales, la paz, positiva, es mucho más que el silencio de la pólvora.
La paz corresponde con un modelo otro en lo económico, lo social y lo político. Y en este último componente, paz es la expresión de una democracia ampliada, plena, con decisiones en todo territorio, en la cual, el factor fundamental es la dignidad de cada ser humano, en sus entornos y comunidades.
“Que en ningún hogar se escuche el llanto de un bebé por causa de hambre”, pero también, que ningún niño, joven o adulto esté infeliz porque no puede ingresar a clase –por no tener con que pagar los ‘derechos’ de estudio–, o que alguien tenga que suplicar atención a la puerta de un hospital, por sólo citar unos pocos ejemplos. Injusticia y esencia material del actual régimen de cosas que el liberalismo redujo en su factor político, de manera vulgar, a un voto cada tanto tiempo.
También, cualquier estudiante de primeros cursos sabe que la democracia es y exige, para ser plena, mucho más: debe pulsar, además de la garantía a esa dignidad ya relacionada, la participación activa de todos los integrantes de un conjunto social de manera plena y vital. Es decir, sin temer “el destino anticipado de los ángeles” por aquello que diga o calle, sintiéndose sujeto de su presente y su devenir, así como integrante pleno de derechos de un conglomerado social dado. Democracia viva. ¿Existirá otra vía para romper el persistente desinterés y/o desconfianza con respecto a lo público, que como tal expresa en nuestro caso la persistencia del abstencionismo?
Conglomerado de base y urgencias, que sabe que la razón de la tensión entre quienes acaparan la riqueza, y quienes desean que la realidad sea distinta, descansa en el hecho de la acumulación y apropiación de lo producido por todos, por parte de unos pocos. Tensión que tiene solución en la redistribución de la riqueza colectiva, garantizando que cada cual dé según sus capacidades, y cada cual reciba según sus necesidades. Igualdad. He aquí un bello reto cada vez más significante y cada vez más posible de hacer realidad, sustento de una democracia no reducida ni vulgarizada en el acto de voto, que elige pero nada decide.
Democracia plena y viva, que no puede tornarse cuerpo mientras por doquier la riqueza no sólo tiende a, sino que es evidente su concentración cada vez mayor en menos manos, y por proyección, en la concentración del poder político. Democracia plena y viva, deformada cada día por el creciente autoritarismo que cubre a todos los países.
Autoritarismo traslapado tras cámaras de video, chuzadas de teléfono de todo tipo, vigilancia permanente, coerción disfrazada, y otras coacciones más. Y cuando las cosas parecen salirse de mano, pues simplemente negada por el garrote y el disparo, en nuestro caso del Esmad, del policía sin casco, del soldado, del agente de inteligencia, o simplemente y común, del paramilitar. La democracia no puede ser o vivir cubierta por el miedo: o somos libres o simplemente no existe. La libertad admite, propicia y protege el debate abierto, la desobediencia, la protesta, la inconformidad.
Es necesario, entonces, que en este conjunto de expresiones callejeras, de manifestaciones multitudinarias, y más allá de estas, en lo micro y cotidiano, haya luz y diferencia acerca de la ‘paz’ que persigue el establecimiento y la paz que le sirve a las mayorías sociales. Por tanto, debe ganar espacio la idea-fuerza de que sin democracia plena, radical, directa, plebiscitaria, las mayorías nunca verán realizada, como suceso cotidiano, la libertad, la igualdad, la dignidad, la justeza y la felicidad… Y para llegar allá, nos toca dejar el miedo.
Ese miedo y temor que pulsa en lo más superficial y más profundo de nuestro tejido social, legado y sembrado por décadas de violencia oficial. Toca entonces, hacer cadena y emprender actividades colectivas para anticipar persecuciones y superar el temor a la muerte selectiva o colectiva, y arriesgar nuestra tranquilidad en la calle, pero también, en el sitio de trabajo, de formación, de esparcimiento, o cualquier otro.
Que la democracia otra, la no liberal, sí es posible y necesaria. Viable, y que descansa en el soporte colectivo creado por la revolución técnico-científica –o cuarta revolución industrial como también la denominan. Portón más que evidente, para que los bienes creados en el curso de la existencia humana, creación potenciada hasta el asombro en las últimas décadas, que además deben ser colectivos –como también debe serlo todo lo prodigado por la naturaleza, como el agua, el aire y otra multitud de sus recursos–, resulten suficientes, y todos los seres que habitamos este planeta vivamos, sin necesidad de depradar ni excluir a nadie.
¡Otra democracia, sí!, decimos algunos activistas y militantes sociales y de una política alternativa de las ambiciones personales y de grupo. ¡Otra democracia, sí!, posible de reconocer y proyectar en medio de las demandas de paz y respecto a los acuerdos hoy en curso. Grito a ganar y poner como adjetivo de una paz mayúscula. Paz que el discurso oficial, de no ser así, terminará por reducir a instrumento para acumular y excluir más. Además, para impedir la conjugación de fuerzas sociales en pro de otro país sin demora: para el aquí y ahora.
* Expresión de Boaventura de Sousa Santos en Cartas a la izquierda.
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