–“Desde que tengo memoria la ciudad ha sido como la que tenemos: congestionada, llena de miseria, con claro contraste entre ricos y pobres, militarizada, segregadora, clasista…”.
Así me contestaba un amigo a una pregunta por la ciudad que tenemos y cómo construir otra. Una respuesta nada motivadora y que dibuja un estado anímico generalizado en nuestra sociedad: valorar que las cosas han sido tal y como las conocemos. Y que así serán siempre. Amén.
Nada más alejado de la realidad, en tanto todo cambia, nada permanece intacto o inmutable en el tiempo; todo cambia, claro, de acuerdo a la lucha y correlación de fuerzas que caracteriza a cada sociedad.
Pero la realidad también puede girar según el tamaño de nuestros sueños y disposición para materializarlos, sin caer en el utopismo. Una actitud esta, de reconocer que todo cambia, totalmente distante del conformismo de mi amigo, de su conservadurismo –actitudes que van de la mano–, y que corroen nuestras mentes, capacidad de imaginar y de luchar.
El caso de la ciudad
La ciudad colombiana siempre ha sido desigual, expulsora de los pobres, negadora de la libertad, segregadora, clasista, en eso tiene razón mi amigo.
La ciudad que recuerdo –en realidad quienes las controlaban y administraban según su interés y beneficio–, como buena hija del sistema en que está encubada, siempre definió zonas para ricos (planas, sin riesgo de deslizamiento, de fácil acceso) y las contrarias (en los altos que le rodean, de difícil acceso, con riesgo de deslizamiento) para los pobres. Como parte del sistema socioeconómico dominante, en ella predominaba la propiedad privada, de ahí que quien más riqueza concentraba mejor vivienda gozaba.
En esa ciudad, la vivienda popular llegó a tener más de cien metros de construcción (10 x 10 y más mt2), con antejardín y jardín interior o patio de ropas. Así eran las casas levantadas en los barrios populares producto de la ocupación de tierras por vastos grupos familiares, aliados para resolver un problema común que los obligaba a actuar –sino querían morir por efecto del clima, el hambre, el hastío, la desazón–, pero también producto del liderazgo de sacerdotes animados por ideologías comunitarias, como el jesuita José María Campoamor, para el caso de Medellín. Por otra vía, dentro de sus programas de vivienda social, este tipo de construcciones también la realizaban algunas fábricas para su empleados, como sucedió con el barrio Obrero en Bello, parte de un programa habitacional liderado por Fabricato para así mejorar las condiciones de vida de una parte de quienes estaban ligados a la empresa. No hay que olvidar la importancia de la caridad dentro de la concepción cristiana–no el derecho ni la igualdad–, y como parte de ello algunos empresarios facilitaban ciertos programas empresariales y/o sociales en procura de una mejor condición para sus empleados e, incluso, para los obreros.
En esta visión de la vivienda, el concepto era integral, el problema por resolver no se limitaba, como predomina hoy, a tener un lugar donde dejar caer el cuerpo, fatigado, tras el regreso del trabajo, no, en esa visión era importante la aireación del espacio interno, la circulación de la luz, los corredores para transitar por su interior, el patio para secar la ropa así como para sembrar matas e incluso arbustos. La vivienda era un lugar especial, síntesis de la vida, de su reproducción y disfrute, y los pobres también tenían derecho a gozarla –tanto la vida como la vivienda–.
Pero no solo esto, también era importante el espacio externo –público–, lugar para el encuentro y la recreación colectiva, no solo lugar de tránsito. Entonces, entre la casa o vivienda y el espacio público se articulaba lo que conocemos como hábitat, en toda su integralidad.
En esa visión que integraba a los obreros, concretada en pequeñas zonas de algunas de las principales urbes del país, la ciudad estaba en disputa: los barrios de los ricos, con casas inmensas, levantadas en barrios con espacios públicos bien y espaciosamente delimitados, donde el Estado garantizaba de manera eficiente todos los servicios públicos; y los barrios populares, donde la clase trabajadora tenia que construir y resolver de manera directa lo suyo: vivienda, vías, espacio común, conexión a los servicios públicos, etcétera, para que luego entrará el Estado a legalizar lo ya hecho, para integrarlos en el sistema (impositivo y demás). En medio de ello, la tierra y la vivienda estaban a la mano de los especuladores, porque ambas no eran consideradas como un derecho fundamental, un derecho a resolver por todos, y como síntesis de ello por el Estado, sino como mercancías.
Es en estas circunstancias que en la ciudad de mi amigo nadie se limitaba a esperar que el Estado entrara a regular el acceso y uso del suelo y de la vivienda dentro de un sistema y régimen urbano donde había que garantizarle a todas las familias un lugar digno para vivir. Contrario a ello, lo que el Estado hacia era crear las condiciones para que unos cuantos se enriquecieran especulando con el suelo y con la vivienda, ese fue el origen de Davivienda, Conavi y otras corporaciones dedicadas a la financiación de vivienda, fortalecidas en sus balances y sus propietarios cada vez más ricos, con el modelo de financiación que idearon por entonces: el Upac. El caso de Luis Carlos Sarmiento Angulo es producto, en gran parte, de este fenómeno, luego cruzado con la especulación financiera y otras inversiones favorecidas por los gobiernos de turno.
En esa historia, a nadie se le ocurría pensar que tener más de una casa, viviendo de la especulación arrendataria, sería algo ilegal. No, esos propietarios de múltiples casas, que vivían de la renta, era algo totalmente normal, de manera que la imagen del arrendatario, como en las historias de El Chavo –el Señor Barriga–, no eran extrañas en nuestros barrios.
Pues bien, todo eso debe dejar de existir. Hay que pensar una ciudad diseñada a la medida de las necesidades humanas, y en ella la vivienda como un derecho esencial para el buen vivir, la cual debe ser asumida como la salud, la educación, el agua, la luz: como derechos humanos a cargo del Estado, el cual debe garantizarlos sin preocuparse por la rentabilidad pues su propósito no es la ganancia sino la felicidad de quienes habitan el país.
El reto
–Estamos ante el reto, inmenso, de transformar el modelo de ciudad en que nacimos y nos hemos desenvuelto, le digo a mi amigo; también el tema de la tierra, su propiedad, acceso y destino, pero dejemos esta puntilla para otro momento pues de lo contrario quedamos enredados en el dilema de qué es primero.
Pensando otra ciudad, lo inicial que tenemos por hacer es parar su crecimiento. En el futuro inmediato, de cambio climático, las megalópolis colapsarán, entonces, ¿qué sentido tiene proseguir tras esa ruta?
Y parar su crecimiento implica, no solo no crecer más sino, incluso, decrecer. De ciudades como Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y otras deben salir varios millones de sus pobladores para situarse en centros urbanos intermedios en los cuales se diseñe un crecimiento controlado y un modelo territorial integral, ambientalmente viable, donde el afán de la circulación de paso a una cotidianidad menos acelerada, con tiempo para compartir y soñar en comunidad, con circuitos integrados entre vivienda-estudio-trabajo-recreación, y en donde el transporte individual pase al desuso y el colectivo marque la pauta, estimulando por todos los medios, y propiciando tal nivel de cercanías entre uno y otro oficio diario, que caminar sea la mejor y más optima forma para desplazarse.
Para facilitar lo anterior, a renglón seguido, la construcción de varios centros urbanos de nuevo tipo deben dar paso a otro sentido de la vida cotidiana. Uno o dos de estos nuevos centros, por lo menos, en cada una de las regiones que caracterizan al país debe ser el reto por concretar, los cuales no crezcan más allá de 1.5 o como máximo 2 millones de habitantes. Y en ellos, darle forma a una relación diferente entre ser humano-naturaleza, es decir, ciudades ambientalmente viables, administradas con una relación eminentemente colectiva, autosustentables, lo que implica que gran parte del alimento que consuman sus pobladores debe producirse en sus alrededores, integrado esto dentro de un modelo económico erigido a partir de las condiciones naturales del mismo entorno. Por ejemplo, Florencia, capital de Caquetá, potenciada en su crecimiento hasta 800 mil o un millón de pobladores, como máximo, debe integrarse al país y al mundo desde el aprovechamiento botánico de la cuenca del Amazonas, potenciando un fuerte desarrollo en farmacia, lo que implica, a su vez, que la universidad pública que allí exista o se construya debe priorizar la formación en tales áreas del saber.
En esas ciudades, debe construirse un modelo de vivienda por encargo y bajo responsabilidad de la administración pública, en un ejercicio de lo público y colectivo tan dinámico que nos quite de encima el afán por comprar vivienda (el logro del ahorro de toda una vida de trabajo –la herencia para los descendientes–, en un descomunal esfuerzo de laborar por día en dos lugares diferentes o sumar varios salarios del hogar pues lo que gana uno solo de sus miembros es totalmente insuficiente). Estimular, en cambio, que la gente que quiera invertir en construcción lo haga en proyectos de centro de producción u otros espacios de economía local o nacional donde la interacción entre lo público y privado sea viable y no impida la concreción de algún derecho fundamental.
Las viviendas por levantar en estos nuevos centros de vida y crecimiento humano, al frente de su diseño debe estar el concepto de hábitat, recuperando el espacio público como fundamento de una vida en comunidad, y espacio interno amplio y armónico que garantice en cada unidad de vivienda una edificación para el goce y el placer y no para sufrir –por falta de espacio, por ausencia de privacidad para el goce, porque no permite que a su interior la imaginación vuele…–.
–Eso no es factible, me dice entre risas mi amigo, deja de soñar que aquí lo que tenemos es el Estado al servicio del capital privado. –Esto último que señalas es cierto, le respondo, pero lo primero no. El modelo urbano del capital está fracasado, le digo, ciudades hechas para la circulación del capital, y por ello donde el espacio está dispuesto para los carros y no para la gente, ya están al límite, la misma matriz energética sobre las que fueron levantadas y ampliadas llegó a su cénit y los jóvenes del mundo le dicen a los poderosos que ya está bueno, que paren, que no destruyan el planeta.
Es decir, tenemos la oportunidad y la obligación de pensar otro modelo urbano, y claro, otro modelo social en general; lo acá anotado apenas son una iniciales e insuficientes pistas, pero tenemos el horizonte abierto ante nosotros. ¿Nos colocamos de frente ante este reto o permitimos que el capital siga haciendo de las suyas?
Una pista, otra, para dejar acá el inicial intercambio de ideas: “El año que viene el plan de vivienda pública de Viena cumplirá un siglo. Llegará al aniversario subsidiando casi a dos tercios de todos los hogares, con un parque público en alquiler de unas 220.000 casas –una cuarta parte del total– y otras 200.000 en manos de asociaciones de vivienda de lucro limitado. Entre muchos otros frentes, el modelo también garantiza la mezcla social en todas las áreas urbanas. Aún así sufre, como la mayoría de capitales europeas, el embiste de la gentrificación y la subida de precios, por lo que recientemente impulsó una norma según la cual dos tercios de las nuevas grandes construcciones deben alquilarse a un máximo de cinco euros por metro cuadrado, muy por debajo de la media de las grandes urbes europeas”.
–¿Cómo te parece?, le digo a mi amigo, con una sonrisa a flor de labios…
* Violeta Muñoz, “Tener un techo (digno) en la era de las megalópolis”, Publico.es, 1 octubre de 2019.
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