
El más alto de los bienes no es la vida, sino la conservación de la propia dignidad. Esta máxima filosófica la hizo propia Raúl Carvajal, quien supo vivir de acuerdo con sus principios hasta el final de sus días, sellados el pasado 12 de junio. Su muerte nos deja la sensación de que la esperanza fracasa más que el dolor y su injusticia.
Desde mayo de 2019 habitaba con su camión una esquina de la ciudad de Bogotá, entre la Séptima y la Jiménez. Una tarde, una mañana, a plena luz del día, siempre estaba dispuesto a narrar lo sucedido para tener que dedicar los últimos casi 15 años de su vida a buscar justicia por el asesinato de su hijo. Un asesinato más que violento, a cargo del Estado y en manos de su Ejército. Un crimen cuyo sentido también se juega en el plano de la política y su economía, y nos pone ante un desafío de una responsabilidad colectiva imposible de saldar con apresar a quienes le dispararon a su hijo. Lo mínimo, pensaríamos.
Y aún así fue algo que Raúl nunca pudo ver, como la mayoría de los familiares a quien el Estado mató a sus hijos, hermanas, padres… bajo la amplia modalidad de las ejecuciones extrajudiciales, conocidas bajo el eufemismo de ‘falsos positivos’.
El miedo. El silencio. Las amenazas. La lealtad. La obediencia ciega. La doctrina militar. Las recompensas. Las complicidades. ¿Qué lleva a un soldado a disparar a una persona desarmada? ¿Aprender a matar? Días antes de ser asesinado Raúl, hijo, llamó a su padre para contarle que se había negado a participar en la ejecución de dos personas que iban a ser presentadas como guerrilleros muertos en combate y que pensaba retirarse. Llevaba 9 años de servicio. Raúl se alistó en el Ejército, según cuenta su padre, porque no tenía dinero para estudiar, para él una opción de trabajo.
Soy soldado de la patria, según dice mi teniente. Como no tuve con qué pa’ la libreta aquí estoy de fúsil y de uniforme, esperando la hora de la baja como el que espera el día y no la noche (Jorge Velosa).
El 6 de octubre de 2006, ese día, no importó que fueran compañeros, que pudiera estar uno enfrente del otro sin saber quién es el que está enfrente en cada ocasión. Militares dispararon matando al Cabo Raúl Carvajal Londoño y a José López Ardila. Ambos pertenecían al Batallón de Infantería Antonio Ricaurte de Bucaramanga, por aquel entones bajo el mando de Álvaro Diego Tamayo. Días antes ambos habían sido transferidos a la Unidad Destructor Uno de la Brigada 30 de la Segunda División, comandada por el Teniente Dimir Yamith Pardo Peña. La operación se llamó “serpiente” y sus cuerpos aparecieron muertos en el Cerro de la Virgen, corregimiento de Lajas, municipio de Tarra, Norte de Santander.
Así consta en los documentos. Papeles que acompañaron a Raúl este último tiempo y que leía como si fueran los rostros y rastros que le permitieran entender la desdicha de su vida. Y los leía sabiendo que todo dato, toda información, requiere ser contrastada, ser analizada críticamente, mucho más cuando es el mismo Estado, a través de sus instituciones, quien la suministra. Y aunque hacerlo a menudo es complicado porque implica buscar lo residual. Entre repeticiones, variaciones, entre los relatos surgen los registros contradictorios; entre testimonios emergen la ficción, las inconsistencias, el engaño, el crimen.
Raúl indagó. Indagó sobre los combates en la zona, preguntó y buscó testigos. Declarantes afirmaron que le habían suministrado suero porque estaba enfermo. Iba torturado. Golpeado. Los informes militares no registran combates en esa zona en esos días de octubre. El Personero municipal lo confirma. Parece que fueron trasladados en helicóptero. La primera necropsia indicó que el disparo que le ocasionó la muerte fue realizado a menos de dos metros de distancia presentando marcas de haber estado amarrado. El Ejército dice que fue un francotirador.
En ese tiempo, mientras seguían sucediendo las ejecuciones extrajudiciales en el país, Raúl Carvajal llegó a la convicción de que era preciso resistir. De que si ellos, la familia, no buscaban justicia nadie más lo haría. Y así fue como en febrero de 2011, a primera hora de la mañana, Raúl entró por primera vez en Bogotá con su camión. No iba sólo. Le acompañaba el cuerpo de su hijo.
Ese año se cumplió el plazo en el camposanto donde había enterrado a su hijo, por lo que debía pagar los servicios de un osario para trasladar el cuerpo. La familia no tenía con qué cubrir todos esos gastos. Raúl no dudó, movido por la ética de las pasiones verdaderas, exhumó a su hijo y lo montó al camión. Recorrió muchos territorios repartiendo volantes y denunciando hasta llegar esa mañana a la Plaza Bolívar, frente al Congreso, al Palacio de Justicia y a la Catedral Primada. Tomó el cuerpo de su hijo y se subió al techo de su camión. Allí esperó. Llegó la policía precipitando la caída de ambos, y con ellos la Fiscalía para proceder al levantamiento del cadáver.
Con su acción Raúl logró que se procediera a realizar una segunda necropsia. Pero los resultados de la misma no fueron concluyentes. Dicen que faltan pedazos, partes de huesos por donde la bala entró en el cráneo, por lo que no pueden dar más información. Apenas unos meses después, abril de ese mismo año, el Fiscal Cuatro Delegado ante el Tribunal Superior de Cúcuta archivó el caso considerando que las denuncias hechas por la familia del Cabo Raúl eras meras “sospechas”. Raúl Carvajal exigió a la Fiscal General de la Nación, Viviane Morales (2011-2012), que reabriera la investigación trasladando el expediente a Bogotá porque no existían las garantías en Cúcuta. Su petición fue rechazada.
Quizás en ese momento comenzó su sucesivo cansancio, lo que le fue entristeciendo. Y aunque lo supo siempre, lo supo desde el principio y hasta el final, como si hubiera comprendido que ése era su destino, su modo de luchar por el país, jamás se rindió. Fue hasta el Ubérrimo a entregarle una carta a Álvaro Uribe, presidente de la época. Sentado bajo un palo de mango, cuenta Raúl, que alcanzó a verlo y pudo entregársela. No sería la única vez que le reclamaría mirándole a los ojos. Aquel día en la Plaza Bolívar quedó grabado: “Si usted supiera lo que duele, lo que duele la muerte de un hijo, cuando un hijo es bueno. Pero usted es uno de esos asesinos. Porque si usted no tuviera que ver en el asesinato de mi hijo, ustedes hubieran dejando que se investigara”.
Ese era su temor, llegar a morir sin que pasase nada. Sin apenas maniobra de acción, en una de sus últimas participaciones le llevaron ante la Justicia Especial para la Paz. Él sabía, y así lo manifestaba, que era otro peldaño más de impunidad, consciente de que este sistema judicial había puesto en libertad a los militares condenados por ejecuciones extrajudiciales. Consciente de que el asesinato de su hijo oficialmente nunca fue reconocido como “muerte ilegítimamente presentada como baja en combate por agentes del Estado”, denominado así por esta Jurisdicción. Aún así Raúl acudió, por invitación, a una de las versiones brindadas por los militares adscritos a la Brigada que asesinó a su hijo. Una tarde nos contaba que no pudo hacer preguntas, interpelar a los militares, que no le aportaron nada en su lucha y que finalmente le manifestaron que tenía demasiada rabia en su interior.
Fiel a sus principios de Justicia, Raúl tenía cubierto su camión con las fotografías de quienes eran responsables, de un modo u otro, del asesinato de su hijo: desde el Presidente, el Ministro de Defensa, el Comandante, los Generales, un Cabo, testigos del caso, Fiscales y Procuradores.
Paradójicamente, el expresidente Juan Manuel Santos, justo el día antes de que Raúl muriera, dio su testimonio discursivo ante la Comisión de la Verdad. A diferencia de otros testimonios éste fue público y trasmitido en vivo. Pero enredado en hacer “un recuento de cómo investigamos, denunciamos y acabamos con los falsos positivos durante mi Ministerio”, olvidó: reconocer que él fue parte; que él, como máxima autoridad en materia de defensa, seguridad y asuntos militares, no sólo sabía sino que ejerció sus funciones con sus correspondientes decisiones y órdenes al respecto, y que durante su mandato, previamente, y después como Presidente, son múltiples los casos, las denuncias por igual tipo de asesinatos, que continuaron incluso las condenas en firme en contra de militares por estos asesinatos que comenzaron como mínimo desde la década de los 80 y extendidos en el tiempo como una práctica sistemática de criminalidad estatal. No olvidemos que se han denunciado casos de ejecuciones extrajudiciales que inculpan a todas las Divisiones, extendiéndose a más de 180 las Unidades Tácticas implicadas y a prácticamente la totalidad de las Brigadas del Ejército que componen las siete Divisiones.
No sabemos que opinaría Raúl de este testimonio. No sabemos ni siquiera si llegó a verlo.
Su muerte evidencia un Estado que perpetúa la violencia, la impunidad y hace desaparecer a quienes lo contradicen. De hecho, la misma sucede en el marco de una movilización nacional en la que de nuevo la Fuerza Pública ejerce su poder para asesinar, torturar y desaparecer civiles.
Una muerte que fue diagnosticada de covid, lo que corporaliza además esas violencias de un Estado que nunca lo cuidó, lo protegió, ni garantizó una atención sanitaria digna, y sobre todo de un Estado que nunca permitió lo que siempre reclamó, Justicia.
Su muerte abre un luto que no se cerrará con rituales de recuerdo. Igual que no pasó con su hijo. Es la necesidad de transformar, de seguir su lucha, conservando su potencial simbólico. El luto, hoy y siempre, será lucha.
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