Como nunca antes lo había vivido el país, las elecciones para seleccionar el presidente 2022-2026 están cargadas de una potente energía de cambio, de ruptura con la historia de dos siglos de manejo oligárquico del gobierno, que han dejado como lastre un país de exclusiones, violencia opresiva, dirigida una y otra vez contra las voces disonantes, además de críticas de la injusticia, concentración de la riqueza, multiplicación del empobrecimiento, del desconocimiento de la naturaleza como un todo integral, para convivir y no expoliar, por solo relacionar algunos de sus signos más nefastos.
Se trata –lo repetimos– de una potente energía de cambio, de anhelo de giro histórico, materializado parcialmente en las elecciones al Congreso de marzo pasado, y reforzado por las encuestas, difundidas durante los últimos meses. Tal energía, pese a su intensidad, no es garantía absoluta de que lo anhelado quede sellado en las urnas, toda vez que quienes representan la continuidad no están totalmente derrotados ni tienen el camino cerrado para superar las tendencias que hasta ahora marcan las encuestas. Son tendencias que además podrían verse descuadradas en sus líneas gruesas de hacerse realidad: a) las alianzas que aún están en valoración entre algunos de los actores de este proceso electoral, b) una vez el alto porcentaje de indecisos que arrojan las encuestas decidan su voto.
En todo caso, el ambiente enunciado merece un acercamiento crítico, toda vez que el mismo está soportado en el supuesto liderazgo insuperable de la fórmula que para el Ejecutivo lidera el Pacto Histórico, que contrario a un que hacer de izquierda ha dejado a un lado una necesaria práctica pedagógica que le recuerde a la sociedad electora que todo cambio, si de verdad se quiere estructural, depende de su apropiación, de su impulso y su defensa por parte de las mayorías. De otra manera, sería un simple cambio formal, liberal, sin peso histórico.
El ambiente está contaminado, asimismo, con la homologación del Pacto Histórico como una fuerza única, cohesionada ideológica y políticamente, y no una alianza, y, por ello, como si portara y estuviera determinada por un gen de izquierda. La revisión, así sea superficial, de la diversa fauna de tradición liberal, como de otras corrientes del establecimiento que han aterrizado en su cuerpo, testimonia que, cuando más, se podría definir como una coalición de centroizquierda.
Esa realidad está determinada, además, por el pragmatismo, tan común en los proyectos electorales, que actúan y se determinan según los giros de la opinión pública y no por preceptos filosóficos, éticos y similares. Es así como la necesidad de más votos lleva a coquetear con sectores sociales que temen un cambio brusco en la conducción del país, adecuando lenguajes, promesas, formas de gobernar, etcétera, todo lo que sea necesario para desprevenir a determinados sectores sociales, al final de lo cual lo que aparecía primero como rojo o lo que algunos se imaginaban de esa tonalidad se va degradando hacia el rosado.
Un proyecto de cambio, de izquierda, así imaginado por amplios sectores de la militancia coyuntural pero que no encuentra soporte en la historia del candidato, en su raíz –nacionalista– y en su devenir como político profesional. Sucede que en Colombia, una sociedad tan cerrada y con un poder tan tradicionalista y violento, cualquiera que pretenda un cambio aparecerá como de izquierda, sin necesariamente serlo. Para esa minoría de millonarios que detentan el poder económico, urbano y rural, así como militar –beneficiarios de la cosa pública, negados a ceder por voluntad y para beneficio general algo de lo que el trabajo de cientos de miles les ha procurado–, cualquier posible reforma que les reduzca en algo sus privilegios queda tachada como un acto de izquierda.
Es una realidad que, como el país está viendo, lleva a la polarización entre continuidad y cambio, a la estigmatización de las fuerzas renovadoras, a la criminalización de quienes se oponen a que todo siga igual, a la difamación de la agenda alternativa.
La agenda, por demás, solo podrá hacerse realidad si, desde ahora –algo que no sucede–, quienes la impulsan llaman al sector social de sus potenciales beneficiarios a fortalecer sus formas organizativas y a quienes no las tienen a organizarse en sus territorios de vida y trabajo para impulsar en lo pequeño y lo grande esa agenda, así como para obligar al gobierno del anunciado cambio, de pararse en aguas tibias, a radicalizarse y hacerlo efectivo. Es una convocatoria para que no se limiten a aplaudir al candidato sino para ir mucho más allá: para presionarlo en la idea de que sea pueblo, no solo para que lo parezca.
Es este un llamado indispensable, toda vez que llegar al gobierno no es abrazar el poder; es solo hacerse a una parte del mismo, el cual mayoritariamente continuará en manos de la tradición (legislativo, judicial, económico, militar…), entrando, eso sí, todos y cada uno de estos factores en mayor disputa. Es en esta pugna en la que resulta fundamental la movilización, cotidiana y en todos los planos, de las mayorías sociales, transformadas en sujetos de su historia, algo que debiera llevar a su radicalización al Ejecutivo, ¿estará dispuesto a ello, de ser votado mayoritariamente? ¿Estará dispuesto el poder efectivo que domina en Colombia a soportar una situación tal? ¿Qué pudiera suceder de no estar inclinado este poder a conciliar con un giro para el país, por suave que sea?
Estamos ante una realidad que no aparece en los análisis y las valoraciones de quienes con total convicción y deseo anuncian el triunfo del Pacto Histórico como algo ya consumado. Pero lo que ellos anhelan no llega por un simple acto de gobierno, es algo mucho más potente y más complejo. Es una realidad de enconada lucha de clases, que será cada vez más intensa a medida que el Ejecutivo materialice algunas de sus promesas electorales. Esa lucha ya está planteada, por ejemplo, en el campo económico con la llamada Cláusula Petro, ahora integrada en la mayoría de inversiones y proyectos económicos que se están firmando en el país, cláusula que seguramente se ampliará en los primeros meses del supuesto gobierno hasta concretarse como fuga de capitales y, con ella, potenciación de la crisis económica que ahora padecen las mayorías.
Esta disputa se abrirá, sin duda alguna, a diversidad de campos, alcanzando una tonalidad claroscura en lo militar, factor que será exacerbado por agentes estatales y paraestatales, intimidando, atentando, asesinando, en mayor cuantía liderazgos sociales de distinto cuño, desatando terror e inseguridad por ciudades y zonas rurales, ambientando la ingobernabilidad y desestabilizando al Ejecutivo hasta motivar su destitución o el propio golpe de Estado –directo, indirecto, disfrazado, etcétera. ¿Un alzamiento social para impedirlo? ¿Represión y genocidio como sello de un cambio interrumpido?
De esta manera, como se puede valorar, el escenario que se está abriendo, incluso sin concretarse, más allá de los buenos deseos, es de grandes expectativas, posibilidades relativas de satisfacción, y un amplio margen de confrontación y militarización de la sociedad.
El cambio, no hay duda, es un campo en disputa. Nada está dado, todo se deberá presionar, y en ello el riesgo de diverso margen queda abierto. Esto, en caso de triunfo. Pero, de no darse, ¿aguantará la coalición su acción continuada, su acción social y organizativa para la protesta y la confrontación con las fuerzas del statu quo, prolongadas en el control del gobierno, sin poder beneficiarse de la burocracia estatal, como lo desean y motiva a todos aquellos que, de cuño liberal y de otras matrices tradicionales, han llegado a integrarla?
El escenario queda abierto y cómo se vaya delineando lo dirán los resultados del 29 de mayo y el 19 del mes siguiente, al realizarse la segunda vuelta que todas las encuestas anuncian, de no errar las mismas en sus estudios.
En todo caso, cualquiera que sea el resultado, una potente fuerza social sigue tomando cuerpo en el país y cuyos rasgos todavía no están totalmente torneados. La tarea de cualquiera que desee un cambio efectivo para Colombia es dedicar todas sus capacidades a que esa configuración no se desinfle. Ese es el mayor reto por concretar en los años que vienen, fundiendo bases para que, en caso de triunfo del Pacto Histórico, las promesas electorales se hagan norma; de perder, más allá de lo electoral –de 2026, por ejemplo–, el cambio deberá llegar a nuestro país por efecto de su alzamiento en demanda del respeto de todos sus derechos, siempre negados.
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