Transcribimos aquí la grabación que nos ha llegado a la sala de redacción con este escalofriante testimonio obtenido quizás subrepticiamente en un lugar público de la ciudad. Hemos dudado de su autenticidad. Nos ha dicho, alguno de nuestros colaboradores, versado en estos temas, que sólo el lector podrá determinar ese asunto. Por ello nos atrevemos a publicarlo. El título es de nuestra invención.
—¿Por qué lo dices?
—Lo era.
—Puede ser una impresión tuya.
—No.
—Te veo firme.
—Hay demasiada evidencia, no solo recogida por mí sino por muchas otras mujeres.
—Pero lo amaste.
—Jamás.
—Pero te enredaste. Lo que no entiendo es ¿por qué lo calificas así?
—De todas las aberraciones del ser humano esa es la peor.
—¿Y entonces?
—Me atraía. Era un embaucador.
—Suelen serlo.
—Sobre todo con sus amigos, se portaba como un miserable. Caímos.
—Lo tradujiste.
—Como muchos embriagados de Latinoamérica y cualquier cosa que leíamos nos parecía estupenda por solo venir de allá.
—¿Entonces que no era bueno? Como escritor, digo.
—Si tiene dos cuentos buenos no tiene tres.
—Pero se jactaba de haber sido traducido al francés, al alemán, al inglés, al sueco, al danés, al polaco, qué se yo… Viajaba. Atendía invitaciones para presentar su obra.
—Igual sucedió con muchos. Puro humo.
—Decía que lo habías buscado para tener una hija con él.
—Imbécil.
—¿Fue en Managua?
—Por esa época media intelectualidad joven de Europa se fue a Cuba y Nicaragua para ver cómo prendía la revolución, la que se había negado desde siempre a Europa. Allá lo conocí.
—¿Y?
—Nada. Con una sola vez quedé embarazada. Cuando me enteré se había marchado. Sabes lo difícil que era en esa época dar con el paradero de alguien.
—¿Dónde lo encontraste?
—Me pasaron el dato que estaba en Bogotá. No tenía domicilio fijo. Vivía entre Cartagena Barcelona y París.
—Lo visitaste.
—Lo llamé desde Managua. Una odisea. Dijo que no quería saber nada de mí. Ahí supe quién era.
—A mí me robó, cien dólares que envié con él al director de un grupo de Teatro de Cali. Jamás los recibió.
—Son muchas historias. Desde las más miserables. Mi padre le envío a un amigo suyo dos botellas de cava con él. Se las bebió en el tren entre Frankfurt y Viena con dos suecas que se encontró. Después dijo que al bajarlas del maletero se salieron de la malla y estallaron contra el piso. ¿Puedes creerlo?
—Era un asco.
—Contagió a decenas de mujeres con enfermedades.
—Pero era respetado, entrevistado, reseñado.
—Se sentaba con sus amigotes en un café de la Rambla a ver pasar mujeres. De repente saltaba como un resorte y agarraba por el brazo a una de ellas para detener su marcha. Les forzaba conversación. Casi siempre caían.
—Con lo feo que era.
—Por eso jamás quise quedar embarazada de él. Era demasiado feo.
—Se te salió el racismo…
—Luego se las llevaban, él y sus amigos, a un miserable departamento que tenía en la calle de Las Arrepentidas, en el Raval, un lugar donde había funcionado un burdel.
—Degenerado.
—Lo peor fue la cena en la embajada de Colombia en Berlín. Habían pasado veinte años desde que nació Ewa. Jamás quiso saber nada de ella. Esa cena cambió el curso de la historia, De mi historia y la de él.
—Alguna vez mencionaste esa cena.
—Mis amigos, siempre tan interesados en ayudarle, consiguieron a propósito de un festival cultural, que fuera invitado a una cena en casa del embajador. Te podrás imaginar lo que significaba para él. Aceptó. Lo que no sabía era que en la cena estaría Ewa,
—Una trampa.
—No lo veo así. No importa. La cosa es que se enteró y canceló su participación. Luego, anuló su cancelación y dijo que sí iba, pero acompañado de su hija Elsa, la única de sus seis hijas que reconoció a regañadientes.
—¿Seis?
—Todas de diferentes madres. Finlandesas, catalanas, colombianas… por donde pasaba…
—¿Llevó a la cena a Elsa?
—Cuando Ewa se enteró, dijo que no iría a pesar de lo mucho que quería conocer a su padre.
—¿Y se apareció con Elsa a la embajada?
—La presentó como su única hija. Debió viajar de improviso, ajena a todo lo que había sucedido en torno a la cena. Le notificó la invitación el mismo día. Ella estaba en Londres y a pesar de que tampoco la veía Elsa aceptó. Bajó del avión al taxi a la embajada.
—¿Y Ewa?
—Nunca lo conoció.
—Se quedó ese capítulo abierto.
—Lo asesiné antes de que hiciera más daño.
—¿Qué estás diciendo? ¡Qué horror! Ahora quedo de encubridora con lo que me revelas.
—Tranquila. No pasará nada. Nadie nunca sabrá nada. Solo tú y yo.
—¿Lo envenenaste?
—Peor…
—¿Qué hiciste? Esto parece una novela de terror…
—Después del suceso de la cena, lo llamé. Le reclamé, iracunda, su comportamiento. No por mí, sino por Ewa.
—¿Te colgó la llamada?
—Hubiera sido preferible.
—¿Por qué?
—El solo hecho de recordarlo me indigna. Dijo que yo nunca debí haber dado a luz a Ewa. Que era el peor error de mi vida.
—¿Podías esperar más de él?
—¿Te das cuenta por qué digo que era un mezquino, en todo el sentido de la palabra?
—Tiraste el teléfono.
— Sí. Salí al balcón, a pesar de que estaba haciendo un frío bajo cero, y grité. Grite con toda mi alma para que me escucharan en todo Berlín hasta Potsdam y Bernau y Schönefeld.
—¿Que gritaste?
—«¡Que se muera!»
—¡Ay!
—Dos meses después me dijeron que le habían diagnosticado una enfermedad irreversible de la que no había tenido jamás ni un síntoma. Murió cuatro años después en condiciones que ni te las describo.
—Lo asesinaste…
—Por mezquino.
—¿Y le has contado esta historia a Ewa?
—No.
—¿Lo harás?
—No lo sé.
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