En la crisis civilizatoria, las guerras asolan al mundo. Las preocupaciones políticas, jurídicas, éticas y humanitarias sobre las mismas son conocidas. Sin embargo, hay un tema que poca o ninguna atención recibe; se trata del impacto ambiental de las guerras y los conflictos militares. No se conocen metodologías para medirlo y los datos al respecto son escasos, si no nulos.
Existe un tema que poca o ninguna atención tiene de manera abierta y expresa; ni por parte de gobiernos o estamentos internacionales ni tampoco por parte de la academia, la ciencia y la sociedad civil. De manera puntual, no aun suficientemente por parte de ambientalistas y ecólogos. El sistema internacional se compone de ciento noventa y cinco países, en ciento diez de los cuales hay actualmente guerras y conflictos armados. Existe una enorme huella de carbono y huella ecológica en las guerras en curso.
Una ventana
El panorama de los conflictos armados y las guerras constituye uno de los sectores económicos más importantes en el mundo. Se trata del complejo industrial militar y las economías de guerra1. Las preocupaciones generalmente se centran en el plano humanitario, en la ética y en el derecho internacional, entre otros ámbitos. Sin embargo, la verdad es que las guerras y los conflictos armados generan una muy grande huella de carbono y huella ecológica. En otras palabras, constituyen auténticas maquinarias de destrucción de la naturaleza y daño severo al medioambiente.
Hasta donde sabemos sólo existe un Observatorio sobre el tema, situado en Inglaterra: el Observatorio sobre el Conflicto y el Medioambiente –Ceobs2, que trabaja mancomunadamente con la Facultad de Derecho de Harvard, el King’s College de Londres, la Agencia de Cooperación Noruega, la Universidad de Edimburgo y la Universidad de Leeds (ambas en Inglaterra) y la Ong Científicos por la Responsabilidad Global.
De manera especial, los países que se sitúan en primer lugar en el foco de la devastación ambiental por las guerras son: Afganistán, Colombia, Irak, Libia, los territorios ocupados de Palestina, Sudán del Sur, Siria, Ucrania y Yemen. Una mirada desprevenida a la geopolítica permite entender cómo se traslapan guerras, política internacional, bloques políticos y económicos y, claro, medioambiente.
La crisis climática encuentra uno de los factores más importantes en las guerras, esto es, en la pólvora, materiales biológicos y químicos, en componentes de radiación baja –materiales explosivos no-nucleares–, y numerosos componentes, tales como nitrato de amonio, trinitrotolueno, explosivos de investigación de desarrollo y de fundición, y siempre mucho carbono, nitrógeno, hidrógeno y oxígeno. Algunas de las propiedades físicas de la mayoría de explosivos son su densidad, viscosidad y la resistencia al agua.
Como quiera que sea, la capacidad destructiva de las armas es inversamente proporcional al cuidado de la naturaleza y de numerosas vidas humanas. Es suficientemente sabido que Israel ha lanzado miles de bombas que destruyen construcciones de varios pisos de hormigón. La contaminación ya generada en los territorios palestinos tardará cientos o miles de años en recuperarse. En Colombia también, por ejemplo, para la eliminación de Alfonso Cano, antiguo dirigente de las Farc, el ejército y la aviación destruyeron casi por completo una montaña en el Cauca. También en Colombia, como en Vietnam, Laos y Camboya, se ha empleado napalm. Las consecuencias ambientales son simplemente desastrosas. No hay absolutamente ningún estudio en el país acerca del impacto real del conflicto armado sobre el medio ambiente.
La variedad de armas empleadas es verdaderamente enorme, incluyendo misiles, granadas, drones, bombas, proyectiles de artillería, minas y, aunque la mayoría de los gobiernos y las potencias militares lo nieguen, numerosos agentes biológicos y químicos, aun cuando estén prohibidos. Algunos de los componentes biológicos y químicos incluyen bacterias, toxinas, virus y otros elementos, además, de gas mostaza, sarín, arcina, tabún, cianuro de hidrógeno, florina, fosfógenos, fentanilos, y otros más.
Todos estos elementos y componentes afectan por igual a seres humanos, plantas, animales, ríos, lagos y lagunas, permanecen en el aire, y se sedimentan en los suelos.
Sin ambages, las guerras y conflictos armados destruyen la naturaleza, generan contaminación y polución. Los organismos sanitarios internacionales –como la Organización Mundial de la Salud (OMS), por ejemplo–, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y organismos como la Unesco, a propósito del llamado desarrollo humano sostenible, no dicen absolutamente ninguna palabra sobre este panorama. De consuno, no conocemos absolutamente ninguna declaración por arte de un gobierno o Estado en esta dirección.
Le corresponde a la sociedad civil, en su sentido más amplio pero fuerte pronunciarse al respecto.
El problema
Los combustibles empleados para la movilización de tropa, armamento y avituallamiento, las cadenas de suministro, la electricidad, local y móvil empleada, los arsenales en uso, todo ello genera amplias cantidades, directas e indirectas, de gases de efecto invernadero. En este mismo sentido, es preciso incluir la fabricación de armamento y toda la cadena logística que implica. Como quiera que sea, no existen mediciones precisas ni tampoco criterios exactamente establecidos o incluso metodologías que permitan medir con exactitud las emisiones militares y los perjuicios que los ejércitos, armadas, organismos de inteligencia y fuerzas de policía generan día a día; en la guerra entre países o al interior de ellos, en la persecución de la delincuencia común, en los entrenamientos diarios, en los combates, movilizaciones y fuego abierto.
Sorpresivamente, ni la comunidad científica ni los centros de estudio e investigación de Estados y gobiernos poseen datos fidedignos al respecto. En la mayoría de los casos, por acción o por omisión, hay un desconocimiento grande del problema.
No existen datos públicos ni sistemas unificados de información, y ciertamente muchas disparidades entre empresas, sectores, oficinas, agencias y gobiernos. He aquí un silencio altamente significativo que debe ser objeto de investigaciones cuidadosas.
Sólo en el año 2017, la fuerza aérea de Estados Unidos compró –y usó– 4.9 billones de galones de gasolina. Un solo vuelo de los bombarderos B-2B, en el trayecto Estados Unidos-Libia produce 1.000 t CO2e; es decir, toneladas de dióxido de carbono. La flota aérea militar global se componía, para el año 2021 de 53.563 aviones; más del doble de todas las flotas aéreas civiles, 23.715.
A ello habría de sumar la flota naval global, su contribución a la huella de carbono, y el hecho elemental de que todos los días navegan, realizan ejercicios, o participan de diversos modos en guerras y conflictos.
Todas las tierras –esto es, campamentos–, de entrenamiento militar abarcan entre el 1 y el 6 por ciento de toda la superficie de la Tierra en el mundo. La tala de bosques, la contaminación de ríos, la aridez de los caminos, los consumos y desechos de basuras, por ejemplo, son sencillamente incalculables. A ello hay que sumar los incendios controlados, y la masa de cemento, vidrio, plástico y hierro impuestos sobre los campos y terrenos.
La degradación de la tierra es evidente y dichos campamentos son sencillamente inútiles para cultivos y cuidados de las aguas dulces.
Ciudades y campos están siendo sistemáticamente bombardeados, además de centros de energía. El problema estriba en que el medioambiente no sabe de geografía ni de historia. Las consecuencias son literalmente imprevisibles y sin fronteras. El calentamiento global, la destrucción de la capa de ozono, la crisis climática y el agotamiento de los recursos naturales son una sola y misma dinámica.
La vegetación es un objetivo militar, pues se trata para unos y otros de evitar que los enemigos se oculten en matorrales, selvas, bosques, canopias o ríos, notablemente. Las guerras en el sureste asiático, en Vietnam, Laos y Cambodia produjeron la destrucción del 44 por ciento de bosques y selvas. Hay que recordar el uso de fósforo blanco en los ataques, un arma prohibida, pero también empleada por Israel en Gaza y los territorios palestinos.
Cultivos enteros, y selvas enormes han sido destruidas; en la guerra de Naborno-Karabah, o en Siria.
El gráfico adjunto ilustra el consumo de gasolinas y derivados en los conflictos y guerras en Libia, Irak, Siria y Yemen, entre los años 1996 y 2020.

En Libia, el 90 por ciento de los desechos de agua son vertidos directamente al mar sin ningún tratamiento.
Una mirada satelital a los territorios de Ucrania pone en evidencia la amplia pérdida de vegetación, particularmente en las áreas de conflicto directo.
Ahora bien, después –y en ocasiones incluso durante las guerras y conflictos armados–, las construcciones de edificios, casas, locales y otros aspectos de infraestructura, particularmente urbana también produce enormes volúmenes de emisiones de gases de efecto invernadero. Se calcula que para el año 2019, se generaron 3.560 millones de toneladas de CO2e.
Los usos de la tierra cambian también, por consiguiente, dramáticamente. Con ello, los hábitos de vida, los sistemas de salud, en fin, los sistemas de consumo –particularmente, de energía.
La complejidad de la naturaleza
Numerosos sitios geográficos están siendo estratégicamente militarizados por las grandes potencias; el ártico y las selvas africanas y del Amazonas en América Latina, principalmente con el pretexto de lucha contra el narcotráfico.
Algunas de las fuentes más confiables de medición de la huella de carbono son el Centro de Análisis e Información del Dióxido de Carbono –Cediac3– y el Centro de investigaciones Edgar, Bases de Datos de Emisión para una Investigación Atmosférica Global4.
Sin embargo, las metodologías existentes son imperfectas, incompletas y muy parciales.
Las consecuencias de los daños al medioambiente son además de largo plazo, en tanto que las políticas de guerra son inmediatas, con base en eficiencia y eficacia. Este es el más grande de los problemas para medir la huella de carbono y la huella ecológica debido a las guerras y los conflictos.
Sencillamente, la huella de carbono permite medir cuantitativamente las emisiones de gases de efecto invernadero para personas, empresas, organizaciones, ejércitos y demás. La huella ecológica permite medir el impacto de los estilos de vida –esto es, comportamientos– en el medio ambiente. Ambas, la huella de carbono y la huella ecológica son complementarias. Ambas permiten medir el colapso civilizatorio de Occidente.
1 Véase: “¿Qué son las economías de guerra?”, en: Le Monde diplomatique, noviembre, año XXII, No. 250, pp. 36-37, 2024.
2 Cfr. https://ceobs.org/how-does-war-contribute-to-climate-change/)
3 Cfr. The Carbon Dioxide Information Analysis Center).
4 Cfr. Emission Database for Global Atmospheric Research).
Suscríbase

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